—¿Alguna novedad? —preguntó el emperador.
—Las cosas están bastante confusas en el sur —informó Brador, el jefe del Departamento de Asuntos Internos, vestido con su habitual túnica marrón—, pero parece que el gran enfrentamiento entre Urvon y Zandramas se llevará a cabo en Peldane. Urvon avanza desde el norte y Zandramas invadió Peldane el mes pasado para obstaculizar su paso hacia Darshiva. Ha estado congregando sus fuerzas en Peldane para enfrentarse con él.
—¿Qué me aconsejas, Atesca? —preguntó Zakath.
El general Atesca se levantó y se aproximó al mapa colgado en la pared. Lo estudió un momento, y luego señaló con un grueso dedo.
—Aquí está la ciudad de Ferra, Majestad —dijo—, y creo que deberíamos ocuparla, pues es la base de operaciones más lógica. En este punto, el río Magan tiene una anchura de unos veinte kilómetros, y no será difícil interceptar cualquier avance hacia Darshiva. De ese modo podremos evitar que Zandramas reciba refuerzos. Cuando se encuentren, Urvon tendrá superioridad numérica y vencerá a su ejército. Sin embargo, él también tendrá bajas. Ambos bandos están llenos de fanáticos que lucharán hasta la muerte. Después de destruir a las tropas de Zandramas, Urvon se detendrá a ocuparse de los heridos. Entonces atacaremos nosotros. Sus fuerzas se habrán debilitado, sus hombres estarán agotados, y los nuestros, llenos de energía. El resultado parece predecible. Luego cruzaremos el Magan y entraremos en Darshiva.
—Excelente, Atesca —afirmó Zakath con una ligera sonrisa en sus labios fríos—. Tu plan tiene cierto encanto irónico. Primero hacemos que Urvon elimine a Zandramas y luego nosotros lo eliminamos a él. Me gusta la idea de que un discípulo de Torak haga el trabajo sucio por mí.
—Con el permiso de Su Majestad, me gustaría comandar la vanguardia y supervisar la ocupación de Ferra —dijo el general—. Zandramas tendrá que contraatacar, puesto que habremos dividido su ejército en dos. Será necesario fortificar la ciudad y también apostar patrullas en el río para evitar que intente introducir sus tropas en Peldane por nuestros flancos. Es una parte crucial de la operación y me gustaría dirigirla en persona.
—Por supuesto, Atesca —asintió Zakath—, de todos modos, no confiaría en ningún otro.
—Majestad eres muy amable —dijo Atesca con una reverencia.
—Si me permites, Majestad —interrumpió Brador—, hemos recibido noticias desconcertantes desde Cthol Murgos. Nuestros agentes allí nos informan de que se están llevando a cabo serias negociaciones entre Urgit y los alorns.
—¿Los murgos y los alorns? —preguntó Zakath, incrédulo—. Se han odiado unos a otros durante eones.
—Tal vez hayan encontrado una causa común —sugirió Brador con delicadeza.
—¿Te refieres a que ambos desean enfrentarse a mí?
—Parece lógico, Majestad.
—Tenemos que detenerlos. Creo que nos veremos obligados a atacar a los alorns, darles algo en que ocuparse en su propio territorio para que no les quede tiempo de emprender aventuras en Cthol Murgos.
—¿Me permites hablar con franqueza, Majestad? —preguntó Atesca después de aclararse la garganta.
—Nunca lo has hecho de otro modo, Atesca. ¿Qué opinas de todo esto?
—Sólo un idiota intentaría librar una guerra en dos frentes distintos y sólo un loco lo haría en tres. Tienes una guerra en Peldane, otra en Cthol Murgos y ahora consideras la posibilidad de forjar una tercera en Aloria. Te ruego encarecidamente que no lo hagas.
—Eres un hombre valiente, Atesca —dijo Zakath con una sonrisa irónica—. No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me llamó idiota y loco en la misma frase.
—Espero que sepas disculpar mi sinceridad, Majestad, pero ésa es mi opinión sobre el asunto.
—Está bien, Atesca —respondió Zakath con un gesto que pretendía restar importancia a la cuestión—. Estás aquí para aconsejarme, no para halagarme, y tu lenguaje directo me ha ayudado a entender las cosas. Muy bien, no iremos a la guerra con los alorns hasta que hayamos acabado aquí. Me comportaré como un idiota, pero no como un loco. El mundo ya tuvo bastante con Taur Urgas. —Comenzó a pasearse de un extremo al otro de la habitación—. ¡Maldito seas, Belgarion! —estalló de repente—. ¿Qué te propones?
—Eh..., Majestad —interrumpió Brador con timidez—. Belgarion no está en el oeste. Fue visto en Melcena hace apenas una semana.
—¿Y qué hacía allí?
—No pudimos averiguarlo, Majestad. Sin embargo, es muy probable que ya haya abandonado las islas. Creemos que se encuentra en algún punto de los alrededores.
—Para aumentar la confusión, no cabe duda. Intenta encontrarlo, Atesca. Me gustaría mucho tener una larga charla con ese jovenzuelo. Va por el mundo como una verdadera catástrofe natural.
—Haré todo lo posible por localizarlo, Majestad —respondió Atesca—. Ahora, con tu permiso, me gustaría supervisar el embarque de las tropas.
—¿Cuánto tiempo tardarás en llegar a Ferra?
—Tres o cuatro días, Majestad. Haré remar a las tropas.
—Eso no les gustará.
—No tiene por qué gustarles, Majestad.
—Muy bien, adelante. Yo te alcanzaré dentro de unos días. —Atesca saludó y dio media vuelta para marcharse—. Oh, a propósito, Atesca —dijo Zakath asaltado por una idea repentina—. ¿Por qué no te llevas un gatito contigo? —añadió señalando varios gatos semiadultos que merodeaban al fondo de la habitación.
Su propia gata atigrada estaba sentada sobre la repisa de la chimenea, con una expresión hostil en la cara.
—Eh... —balbuceó Atesca—, estoy muy agradecido, Majestad, pero el pelaje de los gatos me provoca alergia. Los ojos se me hinchan de tal modo que no puedo ni abrirlos, y creo que voy a necesitarlos durante las próximas dos semanas.
—Lo entiendo, Atesca —suspiró Zakath—. Eso es todo.
El general hizo una reverencia y salió de la habitación.
—Bien —dijo Zakath tras unos instantes de reflexión—, si no quiere un gatito, tendremos que ascenderlo a mariscal de campo..., aunque sólo si esta campaña resulta un éxito, ya me entiendes.
—Perfectamente, Majestad.
La coronación del archiduque Otrath como emperador de Mallorea se desarrolló sin incidentes. Otrath, por supuesto, era un imbécil rematado y hubo que guiarlo paso a paso durante toda la ceremonia. Cuando todo acabó, Zandramas lo instaló en un barroco trono del palacio de Hemil, dejó instrucciones para que lo adularan y se retiró con discreción.
El príncipe Geran estaba en la sencilla habitación que Zandramas había elegido para su uso personal en el templo. Una sacerdotisa grolim de mediana edad lo había estado vigilando durante toda la mañana.
—Se ha portado muy bien, sagrada Zandramas —dijo la sacerdotisa.
—Bien, mal, ¿qué diferencia hay? —respondió Zandramas encogiéndose de hombros—. Ya puedes retirarte.
—Sí, sagrada sacerdotisa.
La mujer de mediana edad saludó con una respetuosa genuflexión y salió de la habitación.
El príncipe Geran miró a Zandramas con una expresión grave en su pequeña carita.
—Estás muy callado esta mañana, Alteza —dijo Zandramas con ironía.
La expresión del niño no cambió. Aunque llevaban más de un año juntos, Geran nunca le había demostrado la menor señal de afecto, y lo que era aún más preocupante para ella, tampoco de temor. El niño alzó uno de sus juguetes.
—Pelota —dijo.
—Sí —respondió ella—. Eso parece.
Luego, quizá turbada por la penetrante mirada del niño, cruzó la habitación en dirección a un espejo. Se quitó la capucha de la cabeza y observó con atención su propia imagen. Por suerte, aquello aún no había alcanzado su cara. Miró con disgusto las luces brillantes y parpadeantes bajo la piel de sus manos. Luego se desabrochó la túnica y contempló su cuerpo desnudo. Era evidente que se extendía. Sus pechos y su vientre también estaban salpicados por idénticos puntitos luminosos.
Geran se había acercado a ella en silencio.
—Estrellas —dijo señalando el espejo.
—Vete a jugar, Geran —respondió la Niña de las Tinieblas mientras volvía a abrocharse la túnica.
Aquella tarde, mientras cabalgaban hacia el oeste, avistaron un oscuro banco de nubes púrpuras que se elevaban delante de ellos, ocultando el azul del cielo. Durnik se adelantó.
—Dice Toth que deberíamos buscar un sitio donde refugiarnos —le dijo a Belgarath—. En esta región, las tormentas de primavera son terribles.
—Ya me he mojado en otras ocasiones —dijo Belgarath encogiéndose de hombros.
—Dice que la tormenta no durará mucho —insistió Durnik—, pero que será muy intensa. Por la mañana el tiempo estará despejado. Creo que deberíamos escucharlo, Belgarath, no sólo por la lluvia y el viento. Toth dice que suele granizar y que los trozos de hielo son grandes como manzanas.
Belgarath escudriñó las nubes negras y azuladas que se formaban al oeste del horizonte y los relámpagos que se encendían entre ellas.
—De acuerdo —decidió—. De todos modos, hoy no íbamos a llegar mucho más lejos. ¿Toth conoce algún refugio por aquí?
—Hay una aldea de granjeros a unos cinco kilómetros —respondió Durnik—. Es similar a las que hemos visto y también estará desierta. Tendremos que buscar una casa con techo para protegernos del granizo.
—Entonces vamos hacia allí. La tormenta se acerca de prisa. Llamaré a Beldin y le diré que eche un vistazo.
El anciano alzó la cabeza y Garion pudo percibir cómo se comunicaba con los pensamientos.
Cabalgaron al galope, azotados por el viento que agitaba sus túnicas y traía consigo desagradables oleadas de frío y de vez en cuando gotas de lluvia helada. Cuando llegaron a lo alto de una colina, sobre la aldea abandonada, vieron avanzar a la tormenta como un tenebroso muro en medio de la llanura.
—Pronto lloverá —dijo Belgarath—. Corramos.
Galoparon colina abajo, entre la hierba agitada salvajemente por el viento, y por fin cruzaron el amplio tramo de tierra cultivada que rodeaba la aldea. El pueblo estaba amurallado, pero las puertas habían sido arrancadas de sus bisagras y varias casas mostraban señales de fuegos recientes. Avanzaron por las calles cubiertas de escombros, mientras el viento rugía a su alrededor. De repente, Garion oyó un fuerte chasquido, luego otro y después varios más a un ritmo creciente y entrecortado.
—¡Granizo! —gritó.
Velvet gritó y se cogió un hombro. Sin pensarlo dos veces, Seda acercó su caballo al de la joven, extendió su brazo en actitud protectora y la cubrió con su capa.
Beldin aguardaba en el umbral de una casa casi intacta.
—¡Aquí! —gritó—. ¡Las puertas del establo están abiertas! ¡Traed los caballos dentro!
Todos desmontaron y condujeron a sus caballos a un establo con forma de cueva. Luego cerraron las puertas y atravesaron el patio corriendo en dirección a la casa.
—¿Has comprobado si hay gente en el pueblo? —le preguntó Belgarath al hechicero jorobado mientras entraban.
—No hay nadie —respondió Beldin—, a no ser que nos aguarde algún otro burócrata escondido en un sótano.
Los golpes del exterior se volvieron más fuertes, hasta convertirse en un rugido persistente. Garion contempló la calle a través de la puerta abierta. Grandes trozos de hielo caían del cielo y se rompían sobre los adoquines. El frío aumentaba minuto a minuto.
—Hemos llegado justo a tiempo —observó.
—Cierra la puerta, Garion —ordenó Polgara—, y encendamos un fuego.
La sala donde se habían refugiado mostraba señales de una huida intempestiva. La mesa y las sillas se habían caído al suelo y yacían entre los fragmentos de varios platos rotos. Durnik miró alrededor y cogió un trozo de vela de un rincón. Levantó la mesa, puso la vela en un trozo de plato y buscó la mecha, el pedernal y el eslabón.
Toth abrió la ventana, cerró las persianas de madera y las aseguró con el cerrojo.
La vela de Durnik goteó un poco, pero pronto la llama se estabilizó e irradió un resplandor dorado. El herrero se dirigió a la chimenea. A pesar de los escombros y el desorden de los muebles, la habitación era acogedora. Las paredes habían sido blanqueadas con cal y azoladas en ángulos rectos las oscuras vigas del techo. La chimenea era grande y tenía forma de arco. En la pared del fondo había una serie de ganchos destinados a peroles y la leña estaba apilada en orden junto a un rincón.
—Muy bien, caballeros —dijo Polgara—. No os quedéis ahí. Hay que acomodar los muebles y barrer el suelo. Necesitaremos más velas y tendremos que arreglar las habitaciones para dormir.
Durnik acabó de encender el fuego, lo miró con aire crítico y se incorporó satisfecho.
—Será mejor que me ocupe de los caballos —declaró—. ¿Quieres que entre los sacos, Pol? —preguntó.
—Sólo la comida y los utensilios de cocina, cariño. Pero ¿no crees que deberías esperar a que deje de granizar?
—Hay una especie de pasillo cubierto en aquel lado de la casa —respondió—. Supongo que la gente que la construyó conocía el clima de esta zona.
Durnik se alejó, seguido por Eriond y Toth.
Garion se dirigió a un rincón de la habitación, donde Velvet estaba sentada sobre un tosco banco, con la mano izquierda apoyada sobre el hombro derecho. Tenía la cara pálida y la frente empapada en sudor.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—El granizo me pilló desprevenida, eso es todo. Pero de todos modos te agradezco tu interés.
—¡Déjate de cumplidos! —gritó él enfadado—. Eres como una hermana para mí, Liselle, y siempre que te hagas daño, lo tomaré como algo personal.
—Sí, Majestad —dijo ella y su sonrisa pareció iluminar la habitación.
—No juegues conmigo, Velvet, y deja de hacerte la valiente. Si estás herida, dímelo.
—Es sólo una pequeña magulladura, Belgarion —protestó ella con fingida sinceridad en sus ojos marrones.
—Te azotaré.
—¡Vaya! ¡Ésa sí que es una idea interesante!
Garion no lo pensó dos veces. Se inclinó hacia adelante y la besó en la frente. Liselle parecía sorprendida.
—Oh, Majestad —dijo con falsa alarma—. ¿Qué pasaría si Ce'Nedra te viera hacer algo así?
—Nada. Ce'Nedra te quiere tanto como yo. Le diré a tía Pol que te examine el hombro.
—De verdad está bien, Belgarion.
—¿Prefieres discutirlo con tía Pol?
—No, no lo creo —respondió ella después de reflexionar un momento—. ¿Por qué no llamas a Kheldar para que me coja la mano?