—¿Por qué dices eso? —pregunté. Me miró una vez más y luego dirigió de nuevo la mirada hacia la penumbra.
—Porque precisamente estamos en el Infierno.
Al mirar el medio gris que me rodeaba, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. La sensación ominosa que había percibido antes se convertía en un sentido claro de alienación y desesperación.
—¿Has estado aquí antes? —le pregunté a Wil.
—Sólo al borde —respondió—. Nunca aquí, en el medio. ¿Sientes lo frío que es?
Asentí y al mismo tiempo mi mirada captó un movimiento.
—¿Qué es eso?
Wil sacudió la cabeza.
—No lo sé.
Una masa turbulenta de energía avanzaba en dirección a nosotros.
—Tiene que ser otro grupo de almas —opiné. Al acercarse, traté de concentrarme en sus pensamientos, pero la sensación de alienación y hasta de rabia era cada vez mayor. Traté de ahuyentarla, de abrirme más.
—Espera —oí que decía vagamente Wil—. Todavía no tienes fuerza suficiente. —Pero era demasiado tarde.
De pronto me sentí arrastrado a una negrura intensa y luego a una especie de ciudad grande. Aterrado, miré en derredor tratando de mantenerme alerta y me di cuenta de que la arquitectura indicaba un período del siglo XIX. Me encontraba parado en una esquina llena de gente que pasaba; a la distancia sobresalía la cúpula elevada de un edificio importante. Al principio pensé que estaba de verdad en ese período, pero varios aspectos de la realidad no encajaban: el horizonte se desvanecía en un extraño color gris y el cielo era verde oliva, similar al cielo que había sobre las oficinas que Williams había creado cuando evitaba tomar conciencia de que había muerto.
De pronto me di cuenta de que, desde la esquina de enfrente, cuatro hombres me observaban. Una sensación helada invadió mi cuerpo. Todos iban bien vestidos; uno de ellos echó la cabeza hacia atrás y dio una pitada a su cigarro. Otro miró la hora y volvió a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco. Su aspecto era refinado pero amenazador.
—Quien quiera que haya provocado su ira es amigo mío —dijo una voz despacio, a mis espaldas. Me volví y vi a un hombre robusto, con forma de barril, también vestido con elegancia, con sombrero de fieltro y ala ancha, que caminaba hacia mí. La expresión general de su cara me resultaba familiar; lo había visto antes. Pero ¿dónde?
—No les haga caso —agregó—. No es tan difícil ser más listo que ellos.
Me quedé mirando su postura inclinada hacia adelante y sus ojos movedizos, hasta que de pronto recordé quién era. Había sido el comandante de las tropas federales que había visto en las visiones de la guerra del siglo XVIII, el que se había negado a ver a Maya y ordenó el comienzo de la batalla contra los nativos. «Todo esto es una construcción» —pensé—. Seguramente recreó la situación ulterior de su vida para evitar tomar conciencia de que estaba muerto.
—Esto no es real —balbuceé—. Usted está… eh… muerto.
Ignoró mi afirmación.
—¿Qué hizo para sacarse de encima a ese puñado de chacales?
—Yo no hice nada.
—Ah, sí, tiene que haber hecho algo. Conozco esa forma en que lo miran. Ellos creen que manejan esta ciudad, ¿sabe? De hecho, creen que pueden manejar el mundo entero. —Movió la cabeza—. Esta gente nunca confía en el destino. Creen que son responsables de que el futuro resulte tal como ellos lo planean. Todo. El desarrollo económico, los gobiernos, el movimiento de dinero, hasta el valor relativo de las divisas del mundo. Cosa que en realidad no es mala idea. Es sabido que el mundo está lleno de sirvientes e idiotas, que arruinan todo si se los deja librados a sí mismos. Claro, el pueblo debe ser conducido y controlado en la medida de lo posible, y si de paso se puede ganar un poco de dinero, ¿por qué no?
»Pero estos tontos trataron de manejarme a mí. Obviamente, soy demasiado listo para ellos. Siempre fui demasiado listo para ellos. Dígame, entonces, ¿qué fue lo que hizo usted?
—Escuche —dije—. Trate de entender. Esto no es real.
—Eh —respondió—. Le sugiero que confíe en mí. Si están en su contra, yo soy el único amigo que tiene.
Miré para otro lado, pero sabía que seguía observándome con recelo.
—Son traicioneros —continuó—; nunca lo perdonarán. Tome mi situación, por ejemplo. Lo único que querían era usar mi experiencia militar para aplastar a los indios e invadir sus tierras. Pero los vi venir. Sabía que no eran confiables, que tendría que cuidarme. —Me dirigió una mirada cómplice—. Les resulta más difícil usar a una persona y dejarla a un lado si esa persona es un héroe de guerra, ¿no? Después de la guerra, me hice querer por la gente. De esa forma, estos personajes tuvieron que cooperar conmigo. Pero permítame decirle algo: no los subestime nunca. ¡Son capaces de cualquier cosa!
Se alejó un poco de mí como para evaluar mi apariencia.
—De hecho —agregó—, tal vez lo han mandado acá como espía.
No sabiendo qué otra cosa hacer, empecé a caminar.
—¡Desgraciado! —gritó—. Tenía razón.
Lo vi meter la mano en el bolsillo y sacar un cuchillo corto. Petrificado, obligué a mi cuerpo a correr por la calle y tomé por un pasadizo, sus fuertes pisadas siempre tras de mí. A la derecha había una puerta entreabierta. Paré y eché el cerrojo. Al inhalar, aspiré un intenso olor a opio. A mi alrededor había docenas de personas, todas con los rostros ausentes dirigidos hacia mí. «¿Son reales —me pregunté—, o parte de la ilusión construida?» Queriendo dejar atrás su conversación apagada y sus pipas Hookah, empecé a caminar a través de los colchones y sofás sucios, hacia otra puerta.
—Te conozco —susurró una mujer. Estaba apoyada contra la pared al lado de la puerta, con la cabeza inclinada para adelante como si fuera demasiado pesada para el cuello—. Fui a tu colegio.
La miré lleno de confusión durante un instante y luego recordé a una chica de mí secundaria que había sufrido reiterados episodios de depresión y consumo de drogas. Había rechazado cualquier tipo de intervención y al final había muerto de una sobredosis.
—Sharon, ¿eres tú?
Intentó una sonrisa y yo volví a mirar en dirección a la puerta, preocupado ante la idea de que el comandante armado con el cuchillo hubiera podido entrar.
—Está bien —dijo ella—. Puedes quedarte aquí con nosotros. Estarás a salvo en esta sala. Nada puede dañarte.
Di otro paso y con toda la amabilidad posible dije:
—No quiero quedarme. Todo esto es una ilusión. Mientras lo decía, tres o cuatro personas se dieron vuelta y me miraron enojadas.
—Por favor, Sharon —susurré—, ven conmigo. Dos de los que se hallaban más cerca se levantaron y se colocaron junto a Sharon.
—Vete de aquí —exigió uno—. Déjala en paz.
—No le hagas caso —dijo el otro—. Está loco. Nos necesitamos mutuamente.
Me incliné un poco para poder mirarla directamente a los ojos.
—Sharon, nada de esto es real. Estás muerta. Tenemos que salir de acá.
—¡Cállate! —gritó otra persona. Cuatro o cinco más caminaron hacia mí, con ojos llenos de odio—. Déjanos en paz.
Empecé a caminar hacia la puerta; el grupo avanzó. A través de los cuerpos, veía a Sharon volviendo a su manguera de Hookah. Me di vuelta y crucé la puerta corriendo sólo para darme cuenta de que no estaba afuera, sino en una especie de oficina, rodeado por computadoras, archivos y una mesa de conferencias.
—Eh, usted no debería estar aquí —dijo alguien. Me volví y vi a un hombre de mediana edad que me miraba por encima de sus lentes para leer—. ¿Dónde está mi secretaria? No tengo tiempo para esto.
Para mi gran asombro, la oficina estaba decorada con muebles y computadoras modernas del siglo XX.
—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó el hombre.
—Me persiguen. Trataba de esconderme.
—¡Buen hombre! Entonces no venga acá. Ya le dije que no tengo tiempo para esto. No se imagina todo lo que tengo que hacer hoy. Mire esos archivos. ¿Quién cree que va a procesarlos sí no lo hago yo? —Creí notar una mirada de terror en su cara.
Giré la cabeza y busqué otra puerta.
—¿No se da cuenta de que está muerto? —pregunté—. Todo esto es imaginado.
Hizo una pausa durante la cual la mirada de terror se convirtió en ira, y luego preguntó:
—¿Cómo entró acá? ¿Es un criminal?
Encontré una puerta que daba al exterior y salí. Las calles se hallaban ahora totalmente vacías, excepto por un carruaje. Estacionó frente al hotel situado enfrente y una mujer muy bella, vestida de fiesta, bajó, me miró y luego sonrió. Había mucha calidez y afecto en su actitud. Crucé la calle, y ella permaneció quieta observándome, con una sonrisa reservada y seductora.
—Está solo —dijo—. ¿Por qué no me acompaña?
—¿Adónde va? —pregunté con tono tentativo.
—A una fiesta.
—¿Quiénes van?
—No tengo idea.
Abrió la puerta del edificio e hizo un gesto para que entrara con ella. La seguí como a la deriva, tratando de pensar qué hacer. Subimos al ascensor y ella oprimió el botón del cuarto piso. La sensación de calidez y afecto iba aumentando de piso en piso. Por el rabillo del ojo vi que observaba mis manos.
Cuando la miré, volvió a sonreírme y fingió que la había sorprendido.
El ascensor se abrió; bajamos y me condujo por el corredor hasta una puerta particular, a la que llamó dos veces. Después de un rato, la puerta se abrió y se asomó un hombre. Su cara se iluminó al ver a la mujer.
—¡Adelante! —dijo—. ¡Adelante!
Ella me invitó a pasar y cuando lo hice, una mujer joven se acercó y me tomó del brazo. Llevaba puesto un vestido escotado y estaba descalza.
—Ah, estás perdido —dijo—. Pobrecito. Estarás a salvo aquí con nosotros. —Pasando la puerta, vi a un hombre sin camisa—. Mira esos muslos —comentó, mirándome.
—Tiene manos perfectas —observó otro. En estado de shock, me di cuenta de que la sala estaba llena; todos se hallaban en diversos estadios de desnudez e intimidad.
—No, esperen —dije—. No puedo quedarme. La mujer que me había tomado del brazo dijo:
—¿Volverías allí? Lleva una eternidad encontrar un grupo como éste. Siente qué energía hay. No es como el miedo de estar solo, ¿eh? —Me pasó la mano por el pecho.
De pronto se oyeron ruidos de lucha al otro lado de la sala.
—¡No, déjenme solo! —gritó alguien—. No quiero estar aquí.
Un joven no mayor de dieciocho años empujó a varios y salió corriendo por la puerta. Aproveché la distracción para salir tras él. Sin esperar el ascensor, se precipitó escaleras abajo; yo lo seguí. Cuando llegué a la calle ya estaba en la vereda de enfrente.
Iba a gritarle que se detuviera, cuando lo vi quedar petrificado por el terror. Más adelante, en la vereda, estaba el comandante, todavía con el cuchillo, pero esta vez miraba al otro grupo de hombres que me habían observado antes. Hablaban todos a la vez, con gestos enojados. Bruscamente, uno del grupo sacó un revólver y el comandante se abalanzó sobre él con el cuchillo. Sonaron disparos, y el sombrero y el cuchillo del comandante volaron para atrás cuando una bala le perforó la frente. Cayó al suelo con un ruido sordo; los otros hombres se quedaron paralizados y empezaron a desvanecerse hasta desaparecer por completo. Con igual rapidez desapareció el hombre que yacía en el suelo. Frente a mí, el muchacho se sentó en la vereda, cansado, con la cabeza entre las manos. Me precipité hasta él; sentía las rodillas flojas.
—Está bien —dije—. Se fueron.
—No —replicó, frustrado—. Mire ahí. Me di vuelta y vi a los cuatro hombres que habían desaparecido parados al otro lado de la calle frente al hotel. Lo curioso es que se hallaban exactamente en la misma posición en que yo los había visto la primera vez. Uno daba pitadas a su cigarro y el otro miraba la hora en su reloj.
El corazón me dio un vuelco cuando divisé también al hombre del sombrero ancho, parado frente a ellos, que los observaba con mirada amenazadora.
—Pasa una y otra vez —explicó el joven—. Ya no puedo soportarlo más. Alguien tiene que ayudarme. Antes de que pudiera responderle, dos formas se materializaron a su derecha, aunque sin definirse, fuera de foco.
El muchacho miró las formas durante un rato con una mirada de excitación y dijo: —Roy, ¿eres tú?
Vi que las dos formas se le acercaron, hasta que quedó totalmente oculto por sus contomos ondulantes.
Después de varios minutos desapareció por completo, junto con las dos almas. Miré el sitio vacío donde había estado sentado y percibí restos de una vibración más elevada. De pronto, con la mirada de mi mente volví a ver mi grupo de almas y sentí su profundo amor y su afecto. Concentrándome en esa sensación, pude ahuyentar la ansiedad asfixiante y ampliar mi energía de a poco hasta que empecé a abrirme interiormente. En seguida, el lugar en que me encontraba adquirió matices más leves de gris y la ciudad desapareció. Al aumentar mi energía, pude imaginar la cara de Wil, que enseguida estuvo a mi lado.
—¿Estás bien? —preguntó, y me abrazó. Su expresión evidenciaba un enorme alivio—. Esas ilusiones eran fuertes y tú te metiste directamente en ellas.
—Ya sé. No podía pensar, no podía recordar qué hacer.
—Te fuiste mucho tiempo; lo único que nosotros podíamos hacer era enviarte energía.
—¿A quiénes te refieres con «nosotros»?
—A todas estas almas. —La mano de Wil hizo un gesto abarcador.
Cuando miré, vi a cientos de seres que se extendían hasta donde llegaba mi mirada en un enorme círculo.
Algunos nos miraban directamente, pero todos los demás parecían enfocados en otra dirección. Traté de ver qué observaban siguiendo sus miradas hasta varios torbellinos grandes de energía, a la distancia. Cuando concentré mi foco, me di cuenta de que uno de los remolinos era justamente la ciudad de la que acababa de escapar.
—¿Qué son esos lugares? —le pregunté a Wil.
—Construcciones mentales —respondió—, armadas por almas que en vida vivieron dramas de control muy restrictivos y no pudieron despertar después de morir. Existen muchos miles de ellas.
—¿Pudiste ver qué pasaba mientras estuve en la construcción?
—La mayor parte. Cuando enfoqué las almas que estaban cerca, pude captar su visión de lo que te sucedía.
Este anillo de almas apunta sin cesar energía a las ilusiones, con la esperanza de que alguien responda.
—¿Viste al chico joven? Él pudo despertarse. Pero los demás no le prestaban atención a nada. Wil se volvió hacia mí.