Read La danza de los muertos Online

Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (18 page)

BOOK: La danza de los muertos
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Alguno de vosotros ha intentado escapar alguna vez?

Cola Bermeja sacudió la cabeza y tragó un bocado de carne.

—Es imposible escapar sin ayuda. Yo he intentado llamar a mi pueblo varias veces, pero Dumont me lo impide de un modo u otro. Creo que esto —se miró los arreos con sarcasmo— neutraliza nuestros poderes mágicos; aquí quedamos reducidos a simples criaturas de los bosques.

—Dices que Dumont te utiliza como avanzadilla de exploración —interpeló a Yelusa—. ¿Por qué no puedes escapar?

La lechuza aún lo miraba con desconfianza.

—Se ha apoderado de mi manto de plumas. Cuando me lo pongo, me convierto en lechuza, pero él le ha arrancado una pluma y, mientras no me la devuelva, me veo obligada a regresar al barco antes de la aurora. —Su mirada estaba obsesionada—. De modo que sí, soy libre, pero de hecho no, y casi es peor.

Fando le acarició la mano con comprensión, y ella la apartó bruscamente. El joven deseaba quedarse un poco más pero no podía permitirse levantar sospechas; ya se había demorado más de lo estrictamente necesario para despachar el alimento, y se levantó de mala gana.

—Volveré en cuanto pueda. Panzón, no te des por vencido. Te sacaré de aquí. —Miró a todos los animales a los ojos con determinación—. Os liberaré a todos, os lo prometo.

Transcurrieron tres días hasta que Dumont juzgó a Casilda lo suficientemente recuperada como para ver a la gente. Cuando Larissa fue a visitarla, su amiga aún guardaba cama, y la miró con ojos apagados.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó, sentada a los pies del lecho.

—Bien, gracias —contestó Casilda con apatía. Estaba pálida e inmóvil.

Ver a la vivaracha Casilda tan quieta le resultaba angustioso, y Larissa trató de llenar el silencio con la charla.

—Tu suplente, tan pequeña y delgada, cantó bien tu papel, pero no hizo justicia al traje —comentó en son de broma—. ¡A nadie le sienta ese vestido tan bien como a ti! —Casilda no sonrió por el cumplido, sino que siguió mirando a su compañera sin inmutarse, y Larissa prosiguió, un poco decepcionada por la indiferencia de su amiga—. ¡Ojalá no nos marcháramos mañana! No me apetece navegar por el pantano. Hay demasiados insectos y demasiadas serpientes para mi gusto. —Casilda no respondió—. ¿Vas a cantar esta noche? —La voz de Larissa sonaba cada vez más forzada por la tensión.

—Sí —respondió Casilda con el mismo tono opaco y horrendo.

—¡Bien! En ese caso, más vale que te cambies enseguida.

—Sí.

Larissa salió de allí y se dirigió a su camarote por el camino más largo, atravesando la cubierta superior. Al pasar junto a la cabina del piloto levantó la vista. Jahedrin estaba enseñando a Fando las primeras nociones de navegación; señalaba los objetos y hablaba con rapidez, pero la joven se encontraba muy lejos para entender las palabras.

Fijó la mirada en Fando con intensidad y formuló el deseo de que volviera los ojos hacia ella; cuando lo consiguió, le comunicó su preocupación sin una palabra. Sin inmutarse, Fando asintió con discreción absoluta, y Larissa supo que había comprendido su mensaje.

En aquella última función en Puerto de Elhour, Casilda actuó con corrección, pero faltaba algo. Larissa la observaba desde las bambalinas mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. Daba las notas bien y vocalizaba los versos con perfección, pero la alarma de Larissa fue en aumento a medida que avanzaban las escenas, hasta alcanzar su culminación cuando su amiga atacó el aria final.

Interpretando a Rose, Cas se arrodilló al lado del «cadáver» de Florian; su voz vibraba pura, y Larissa se puso en tensión total cuando llegó al último verso. Sin darse cuenta, pronunciaba las palabras con ella:

Como los sueños al llegar el alba, como el estío, mi amor muere
.

Casilda dio el do agudo sin titubeos, con voz dulce y pura… y vacía. El público aplaudió espontáneamente.

Un terror sin nombre sacudió a Larissa. Siempre había sabido que esa nota entraba en el registro de su amiga, pero ¿cómo habría logrado superar su temor? «Fando, tengo que hablar contigo como sea», pensó con desesperación. La música cambió, Larissa tomó aliento y dominó sus inquietudes para saltar sobre el escenario como la Dama del Mar.

Después de la función, se cambió de vestido y salió a la cubierta principal, a reunirse con el público como de costumbre, pero Dumont la abordó antes de que pudiera hablar con ninguna otra persona.

—Querida mía, llevas un tiempo evitándome —la increpó en son de broma, al tiempo que la tomaba por el brazo suavemente y la conducía hacia la barandilla.

—Me alegro de que Casilda haya podido actuar en la función de despedida en Puerto de Elhour —dijo ella con una sonrisa forzada.

—Sí, yo también me alegro de que se haya recuperado —repuso Dumont con los ojos entrecerrados—. Pero dejemos de hablar de los demás.

A Larissa le dio un vuelco el corazón y apartó la mirada hacia el agua. La noche era clara, aunque calinosa, tal como debían de ser todas las noches en el eterno estío de aquel lugar. La luna, que se veía enorme, estaba llena y amarilla, y la joven tenía la sensación de que distinguía hasta el menor rizo de la tranquila superficie gris del agua. Más allá de la bahía, las brumas giraban a la espera, pacientes hasta la eternidad.

—Antes éramos tan amigos, tú y yo… —musitó Dumont, mientras le deslizaba una mano por la espalda y jugueteaba con sus plateados cabellos—. Podríamos volver a serlo, mi niña. Existen numerosos placeres que aún no has probado y…

—¡Para, tío Raoul! —Larissa se separó con brusquedad y lo miró furiosa—. Así no va a funcionar; ni ahora ni mañana… ni nunca. —Sus pensamientos gritaban: «¡Amo de esclavos! ¡Traidor!», pero no dejó que el dolor saliera a flote.

—No quiero molestarte, querida —replicó el capitán sin mover un dedo—, pero me gustaría volver a tener tu confianza.

Hizo una leve inclinación de cabeza y se marchó, pero Larissa captó un chispazo de cólera en sus ojos antes de perder su rostro de vista.

Fando había visto la escena y había captado algunas palabras; ahora seguía a Dumont como una sombra y a todo aquel que rozaba al pasar le imbuía el pensamiento «olvídame». La gente retomaba su conversación y no guardaban el menor recuerdo de aquel joven atractivo que se abría camino entre la turba.

Tal como temía, el capitán se dirigió al camarote de Lond. Fando echó una ojeada alrededor pero casi toda la tripulación se hallaba en la ciudad, divirtiéndose antes de la partida, o diseminada por la cubierta atendiendo a los invitados. El joven pegó el oído a la puerta.

—… saber por qué mi propia magia no funciona, ¡pero es que no funciona! —decía Dumont. Estaba colérico y hablaba con toda claridad—. Se me está acabando… ¡maldición! ¡Ya se me ha acabado la paciencia con esa muchacha! La deseo… ¡ahora mismo!

Fando tuvo que hacer un esfuerzo para oír la desagradable voz de Lond.

—Bien; esta noche no puede ser, capitán. Tengo que abusar de vuestra escasa paciencia un poco más.

—Pero ¿será pronto?

—Pronto.

El joven retrocedió horrorizado y se apresuró a bajar las escaleras hasta la cubierta principal para acudir al lado de Larissa. Sonrió al alcalde, que conversaba con la bailarina, y los interrumpió con amabilidad. Después, Larissa y él se alejaron de la multitud.

—Quería… —comenzó Larissa.

—Ya lo sé, y lo lamento, pero me han tenido muy atareado. —Respiró hondo y esquivó los pensamientos que le minaban el cerebro—. Larissa, estás en peligro.

—Ya lo sé, me advertiste que…

—No —la interrumpió—. Se trata de un peligro inminente, por parte de Dumont; dentro de un día o dos. Tienes que escapar del barco en cuanto lleguemos a los marjales.

—¿Es que quiere matarme? —preguntó, espantada.

—Ha hecho un trato con Lond, y Lond va a utilizar la magia para que te enamores de Dumont.

—¿Se puede hacer eso? Quiero decir que, si tío Dumont… quisiera, lo haría él mismo. —Larissa se sentía atrapada y completamente sola.

—Larissa —replicó Fando con un gesto duro—, no conoces a Lond. Creo que ni el propio Dumont sabe con quién trata.

—Un momento. ¿No te parece que escapar del barco y refugiarse en los marjales es como escapar de las brasas y caer en el fuego?

—El pantano no te hará nada, no si llevas un recado mío; al menos eso espero.

—Muy tranquilizador —dijo en tono ligero, aunque tenía el corazón desbocado. La atemorizaba el macabro crucero por el pantano brumoso, y la idea de huir de
La Demoiselle
y errar por los marjales…

Fando le dio la mano, y al instante se calmó de nuevo. Vio el pantano a través de sus ojos: un lugar de muerte para los imprudentes, cuajado de peligros y de miradas vigilantes. La oscuridad y la malevolencia habitaban, con toda seguridad, en los recovecos donde el sol no llegaba, pero también albergaba a numerosas criaturas inocentes. Allí, la vida y la muerte formaban parte de un ciclo; no entraban en conflicto.

—¡Ojalá pudiera ir contigo! —decía Fando cuando Larissa volvió en sí—, pero es imposible. —A pesar de la visión tan tranquilizadora que había proporcionado a la muchacha, ésta permanecía indecisa todavía—. Sí, tienes el coraje necesario —respondió a su muda pregunta—. Tu vida, y tal vez tu alma, depende de ello, y la vida de otros muchos. ¿Irás, Larissa?

Se humedeció los labios resecos y miró a Fando a los ojos, henchidos de preocupación, con la esperanza de expresar confianza.

—Sí, iré. Dime lo que tengo que hacer.

Los invitados habían partido y los miembros de la compañía se habían retirado a sus camarotes; sólo Brynn, que hacía guardia sin reposo, vio salir a Dumont en dirección a la proa del buque.

El capitán se quitó el pañuelo blanco que llevaba al cuello y lo sacudió por un lado con un ruido seco, para ceñírselo luego a la garganta con cuidado.

Una hermosa joven delgada apareció en la superficie del agua levantando una leve ola; tenía el cabello rubio y pegado a la cabeza y sus ojos, verdes como esmeraldas, brillaban llenos de lágrimas. Miró a Dumont con labios temblorosos mientras avanzaba sobre el agua.

—Buenas noches, Ondina —saludó Dumont. Ella permaneció mohína y en silencio—. Has vuelto a intentar engañarme, ¿verdad?

—No, capitán Dumont; no lo intento nunca.

—¡Ay, mentirosilla! —exclamó Dumont—. Te vi con Caleb anoche; querías convencerlo de que me robara el chal y te lo devolviera. Bueno, no te salió bien.

A un gesto suyo, el tripulante más joven del barco se acercó. Había sido convertido en zombi hacía poco, por lo que podía pasar por vivo con facilidad; sin embargo, la nereida percibió que los ojos de Caleb estaban apagados y gimió porque su intento había sido descubierto. Dumont frunció los labios y silbó una serie de notas; el chal empezó a arder por un extremo.

La nereida, dolorida, arqueó la espalda y se tapó la boca con las manos para ahogar los gritos. A pesar de la agonía, sabía que Dumont podía infligirle mayores torturas aún si se quejaba en voz alta. Al cabo de un momento, el fuego desapareció.

—Tal vez ahora te moderes un poco. Quiero internarme en el pantano, de modo que nada delante de nosotros y adviérteme de cualquier problema que se presente; ya sabes lo que haré con esto si nos haces encallar.

Ondina suspiró y asintió; se sumergió en el agua y desapareció sin perturbar la superficie. Dumont sonrió y se marchó de allí. Con la nereida, que exploraba las aguas, la lechuza por tierra y los conocimientos de Fando, la travesía debería transcurrir sin contratiempos.

Al amanecer salieron del puerto. Al contrario de lo que se esperaba, fue una despedida alegre, pues toda la población de Puerto de Elhour salió a decirles adiós pese a lo temprano de la hora, decididos a despedir adecuadamente la embarcación. La orquesta tocaba mientras el alcalde Foquelaine pronunciaba un discurso en honor del barco-teatro y de la compañía. Larissa vio a un grupo de jovencitas que hacían esfuerzos por contener las lágrimas y dedujo que, a pesar de la brevedad de la estancia, Sardan había tenido tiempo de romper unos cuantos corazones.

Mientras se alejaba, la nave saludó al puerto con su propia música, procedente del enorme silbato que adornaba la proa. Todo el mundo salió a la cubierta principal a decir adiós al pueblo que los había acogido, mientras el muelle se alejaba lenta e inexorablemente.

Larissa disfrutaba cuando el barco se ponía en movimiento; el ruido de la colosal rueda de paletas al girar en el agua y el suave zumbido de los motores que vibraban por todo el bajel eran cosas que señalaban el principio de algo nuevo, pero en esa ocasión no eran más que una forma de avivar su miedo. Sólo le quedaba un día a bordo del elegante navío, pues tenía la intención de escaparse esa misma noche.

Los árboles parecían cernirse sobre
La Demoiselle
a medida que se adentraban en el pantano, y el musgo verde grisáceo de los cipreses no tardó en cerrarse en un dosel que tapaba el cielo; las largas lianas vegetales y los zarcillos de las enredaderas se enroscaban en las barandillas, y
La Demoiselle
parecía festoneada de lazos sucios.

Larissa se encontraba en la cubierta principal, en la proa, observando la rueda roja que giraba sin parar levantando con el agua las raicillas de los árboles y volviendo a sumergirlas, como una marea en miniatura; habría jurado que la vegetación se cerraba tras ellos para aislarlos definitivamente de la bahía. «Seguro que es sólo mi imaginación —se dijo—; los árboles no se mueven».

—¡Cielos, que vista tan deliciosa! —exclamó Sardan con sarcasmo, al tiempo que se acercaba a su lado y seguía la dirección de su mirada. Le ofreció la manzana que estaba comiendo.

De repente, se le ocurrió una idea a la joven bailarina, y miró al cantante con una sonrisa.

—Sí —repuso, sin dejar de mirarlo con coquetería—, una vista deliciosa.

Aceptó la manzana que le ofrecía y tomó un bocado pequeño. Si conseguía que Sardan le hiciera compañía hasta el momento de partir, habría menos posibilidades de que Lond o Dumont se acercaran y la amenazaran de alguna manera.

Sorprendido, Sardan se sacudió su habitual displicencia y se quedó mirando a Larissa, encantado por la inesperada atención que le deparaba. Era unos centímetros más alto que ella y su pecho, ancho de por sí, se hinchó aún más de vanidad. Charlaron un rato, y Sardan le contó algunas cosas interesantes. Casi todo lo que tenía que decir ya lo sabía Larissa, pero fingió escucharlo con gran interés. Al cabo de un rato, y con ánimo de lucirse, Sardan señaló hacia un tronco que flotaba.

BOOK: La danza de los muertos
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

PrimalDesign by Danica Avet
Snow Follies by Chelle Dugan
El puente de los asesinos by Arturo Pérez-Reverte
Linger Awhile by Russell Hoban
Death by Dissertation by James, Dean