Tragó saliva al percibir una sombra que se movía, justo en el límite de su campo de visión. Enseguida reconoció a Lond, el pasajero nuevo, que avanzó despacio hacia ella al tiempo que se retiraba la capucha. A la bailarina se le desorbitaron los ojos de horror.
—Creo —dijo Lond en un tono amenazador, vertiendo en la enguantada palma derecha unos polvos de un frasco pequeño— que tu sustituía va a tener que debutar esta noche.
—¿Que Dumont tiene esclavos? —repitió Larissa incrédula, con una mirada severa—. Fando, eso es imposible. Lo conozco muy bien; me he criado en ese barco.
Fando la miró con compasión, pero continuó exponiendo lo que tenía que decirle.
—¿Crees que el hombre que conoces sería capaz de matar con sus propias manos a uno de su tripulación? ¿Crees que sería capaz de perseguirte por todo el pueblo acosándote?
Larissa no quería recordar, pero se vio obligada, y la última palabra de Jack
el Hermoso
le vino a la memoria: «Liza». También rememoró la inesperada transformación de Dumont, de cariñoso protector a guardián depredador.
Sintió en el estómago una sensación de vértigo a medida que la doble personalidad de su tutor tomaba forma en su mente. Fando hablaba de criaturas con sensibilidad, no de curiosidades de zoológico, y mantenerlas prisioneras para poner sus poderes mágicos al servicio del barco era una forma de esclavitud. Ni por un instante dudó que Fando hubiera visto a esos animales; la fe que tenía en su amigo era absoluta.
—Cuando era pequeña, hacia los quince años más o menos —comenzó con voz grave—, tío Raoul me dejó bajar sola a la ciudad por primera vez.
Sonrió levemente por el recuerdo.
—Me sentí muy orgullosa de mí misma, demasiado, y al final me robaron el bolso donde llevaba todo el dinero. Mi tío se enteró de lo sucedido y se puso furioso; descubrió al ladrón y, al principio, intentó que la cuestión se resolviera pacíficamente. «No me gusta provocar peleas en el lugar que nos acoge», decía siempre. Pero, como era de esperar, los ladrones no estaban dispuestos a devolver el dinero ni al afable capitán Dumont ni a nadie, de modo que mi tío regresó al barco hecho un basilisco y puso a todo el mundo a trabajar. Arrastraron una gruesísima maroma y la ataron a la casa donde vivían los ladrones; después mi tío les dijo: «Si no devolvéis el dinero de mi protegida antes de que terminemos de tensar la cuerda, os veréis nadando en el río con casa y todo».
La descripción de aquella escena causó la hilaridad de la muchacha, a pesar de las horrendas novedades que Fando le había comunicado, y prosiguió.
—Jamás vi a nadie moverse con esa premura. Me devolvieron hasta la última moneda de cobre. ¿Comprendes? Aquellos hombres conocían a mi tío, y sabían que cumpliría su amenaza. —Su sonrisa se borró y levantó los ojos hacia Fando con gran dolor—. Ése es el único Raoul que he conocido en mi vida, y que me digas que tiene esclavos… —Una reflexión le acudió a la mente y el dolor que sus ojos reflejaban se hizo más hondo—. Pretende utilizarme —dijo en voz baja—; ya me utiliza, igual que a esas otras criaturas. Yo también soy su esclava.
Estaban sentados a la vera de un camino poco frecuentado y alejado del centro. Larissa levantó las rodillas hasta el pecho y se abrazó a ellas. Fando, conmovido, le apartó un mechón de la cara.
—Lo siento.
Larissa lo miró con determinación.
—No lo sientas —dijo en tono seguro—. Ahora que sé la verdad, puedo defenderme.
—Tampoco confíes en Lond ni por un instante —advirtió Fando—. Es tan poderoso al menos como Dumont, y probablemente más peligroso.
—No te preocupes —replicó sonriendo con dureza—, no confiaría jamás en ese hombre. No comprendí por qué Dumont lo aceptaba como pasajero; nunca los había admitido hasta ahora. Además, me pareció un tipo tan… arrogante y siniestro…
—Más vale que regresemos —señaló Fando con tristeza—; si llegas tarde a la función, Dumont puede sospechar. Tengo muchas más cosas que decirte y no sé cuándo vamos a encontrar el momento, pero no es conveniente que hablemos en el barco…
—Ya encontraremos algún rincón —repuso con seguridad.
Estaba pesarosa por la amarga información que acababa de recibir, pero se alegraba de que Fando se lo hubiera comunicado; a partir de ese momento podría tomar precauciones con respecto a las fuerzas oscuras vinculadas a
La Demoiselle du Musarde
. Le dio la mano y se dirigieron hacia Puerto de Elhour.
Subieron a bordo por separado, para no levantar sospechas, y Larissa se fue volando a su camarote; se vistió aprisa y de repente se dio cuenta de que tenía que ir a ver a Dumont para pedirle el colgante del Ojo. Un escalofrío de miedo le erizó el vello, pero se lo sacudió con firmeza. Si se comportaba con normalidad y se mantenía alerta, no se metería en situaciones arriesgadas.
Fue al camarote de Dumont, respiró hondo y llamó a la puerta. Silencio. Volvió a llamar e intentó abrir, pero estaba cerrado con llave, como era de esperar. Bien, los de la cabina del piloto sabrían dónde se encontraba.
—¿Qué querías, querida mía? —le ronroneó Dumont al oído.
Se sobresaltó; él sonreía pero sus ojos tenían una expresión acerada que indicaba recelo.
—¡Tío! No… te he visto llegar. Necesito mi amuleto.
Larissa procuró que su voz sonara tranquila y normal, aunque el corazón le latía desbocado, y extendió la mano para recibir el colgante. Dumont frunció el entrecejo, y por un momento la joven creyó que la había visto con Fando.
—
¿Tu
amuleto?
—Perdona, tío —repuso, aliviada—. Quise decir tu amuleto, claro.
—Naturalmente —asintió satisfecho—. Entra, querida.
Dumont abrió la puerta y le franqueó el paso; Larissa prefirió no sentarse cuando le ofreció una silla y se quedó de pie mientras el capitán buscaba el Ojo. Tenía sus tesoros repartidos por varios rincones de la habitación, no todos en el mismo lugar, y el amuleto se encontraba en los cajones que había en el armario. Cuando abrió la puerta del ropero, Larissa vio la mandolina.
—Un momento —lo interrumpió, cuando ya cerraba de nuevo—. ¿No es la de Sardan? —Se acercó a Dumont y se agachó a recoger el instrumento—. ¿Cómo ha venido a parar aquí?
—A veces toca en la cabina del piloto. Seguro que Tañe o Jahedrin la dejaron aquí para que se la devolviera.
La explicación no la convenció pero asintió como si lo creyera.
—Se la llevo yo —se ofreció. Tras un momento de duda, Dumont le pasó el dije—. Nos vemos después de la función, tío. —Le dedicó una sonrisa resplandeciente y salió en dirección al teatro.
Los espectadores ya ocupaban sus asientos. Larissa se colocó el amuleto alrededor del cuello y apretó el Ojo en una mano; tan pronto como se hizo invisible llegó sin dificultad a los bastidores. Sardan paseaba nervioso de arriba abajo cuando la joven soltó el dije y apareció ante él con la mandolina.
—¡Larissa, cásate conmigo! —exclamó, cogiendo la mandolina como si fuera un hijo perdido—. Casilda dijo que me la traería, pero supongo que se le olvidó.
—No es propio de Cas. Generalmente…
—Buenas noches, damas y caballeros —saludó Dumont, que en ese instante se acababa de situar frente al público—. Lamento comunicaros que nuestra querida Casilda Bannek se encuentra indispuesta y no acudirá a la representación de hoy. Su suplente, la señorita Elann Kalidra, la sustituirá en su papel de Rose; espero que la señorita Bannek vuelva a encontrarse pronto entre nosotros. Gracias.
Un murmullo de insatisfacción se elevó desde el público, y Larissa sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Sardan no había vuelto a ver a su compañera desde que le había pedido el favor de ir a buscar su instrumento, y ahora estaba enferma, aunque por la mañana se encontraba perfectamente.
—¿Sabes qué le sucede? —preguntó la bailarina a Sardan, con un presentimiento nefasto cada vez más apremiante.
El atractivo actor se encogió de hombros.
—El capitán ha dicho que son las fiebres del pantano.
La bodega con los prisioneros de a bordo estaba situada justo debajo del teatro, y cuando Fando abrió la puerta oyó retazos de «¡Ay! Mi amor se ha ido».
Había expresado su satisfacción por los esclavos de una forma tan convincente que había conquistado a Dumont por completo, y el capitán había comunicado a la tripulación que el marinero nuevo se encargaría de alimentar a los animales. Fando portaba un gran saco de carne recién cortada, pues todos los prisioneros eran carnívoros.
Silbó la melodía que Dumont le había enseñado y la llave giró sin dificultad. El interior estaba a oscuras, pero llevaba una antorcha, que se dispuso a colocar en un candelero. De pronto, sintió una profunda mordedura en el tobillo, dio un grito y estuvo a punto de dejar caer la tea sobre la paja seca.
Miró al pseudodragón, que siseaba en la jaula; tenía una larga cola delgada que cabía entre los barrotes, terminada en un aguijón de buen tamaño, y dedujo que ésa era la criatura que lo había atacado.
El animal lo miraba fijamente; estaba encerrado sin poder escapar, pero Fando había cometido la torpeza de acercarse demasiado. Los otros prisioneros lo observaban en silencio y sus ojos brillaban en la luz incierta.
El joven frunció el entrecejo, dejó la antorcha y el saco, y se arrodilló junto al pseudodragón, aunque a una distancia prudencial para no sufrir un segundo ataque.
Amigo dragón, no quiero hacerte daño. He venido a liberarte
.
El animal estrechó los ojos, y Fando sintió que sondaba sus pensamientos con cautela. No intentó zafarse de la prueba ni un segundo y, al cabo de unos instantes, acercó los dedos hacia los barrotes para tocar al reptil.
Tengo un aguijón peligroso, pero me alegro de que el veneno no te afecte
.
—Has convencido al dragón, pero, por mi parte, yo no confío en ti —terció el zorro.
—Ni yo tampoco —añadió una tercera voz, cargada de tristeza—. Ya no confío en nadie.
Fando miró en dirección al último interlocutor y sus ojos se abrieron desmesuradamente con horror.
—¡
Panzón
!
Se acercó corriendo a él y se arrodilló al lado del tembloroso conejo. Panzón tenía grilletes en las cuatro patas y un collar en el cuello que lo obligaba a permanecer sentado, porque si se relajaba el collar se cerraba más. Fando alargó los brazos hacia el animal atrapado, y el conejo se revolvió.
—¿Quién eres? —le preguntó, con un tono agudo y asustado.
—¿No me…? ¡Ah, claro! Con esta forma no puedes reconocerme, ¿verdad? Vengo de parte de la Doncella.
—¡Has venido a rescatarnos! —exclamó Panzón con los ojos muy abiertos. Los demás inquilinos de la bodega se pusieron en tensión y permitieron que un rayo de esperanza asomara a sus ojos—. Más vale que te des prisa —advirtió el conejo mirando al zorro de soslayo—; Cola Bermeja no para de amenazar con devorarme.
Fando lanzó al zorro una mirada reprobadora, y el animal se encogió.
—¿Qué quieres que haga? Yo soy zorro y él conejo, ¿no?
—Este conejo podría comerte si quisiera. Pero tú, ¿qué clase de criatura eres?
—Me llamo Cola Bermeja —replicó, muy tieso y ofendido—, y soy el
loah
de los zorros.
Fando asintió respetuosamente. Los
loah
eran espíritus de animales, héroes mágicos que representaban a su especie y que estaban vinculados a la tierra de la que procedían. El hecho de haber sido arrancado de su tierra original, Richemulot, había debilitado sin duda los poderes de Cola Bermeja y debía de causarle gran pesar.
—En ese caso, este amigo mío y tú sois iguales, porque Panzón también es héroe de los suyos.
—¿Ése, un héroe? —replicó Cola Bermeja.
—Panzón tiene poderes, pero no mentales —arguyó Fando sonriente—. Yo creía que los zorros eran inteligentes. ¿Cómo logró cazarte Dumont, Cola Bermeja?
—
Touché, mon amí
—gruñó el zorro de buen humor—. Acabas de ponerme en mi lugar.
—¿Qué planes tienes? —interrumpió Yelusa—. Si es que de verdad has venido a rescatarnos.
Fando miró a la lechuza, encadenada cerca del cuervo. Tenía un cuerpo menudo y liviano, casi infantil, y en su rostro redondo dominaban los ojos, hundidos y turbios, que lo miraban a su vez; el cabello enmarañado y castaño claro le llegaba justo hasta los hombros.
Fando posó la mirada después sobre la noble ave encerrada en la jaula; los seres alados eran los que más compasión le inspiraban, pues la tortura del encierro debía de resultar doblemente penosa para las criaturas del aire. Se acercó a Yelusa y se arrodilló a su vera.
—Señora, me he enrolado en el barco para espiar. Todos los hombres, incluso Dumont, tienen total confianza en mí. Mi intención no es hacerles daño, pero sí pretendo poner fin a todo esto —aseguró, al tiempo que señalaba las cadenas—. De momento no he concebido ningún plan, pero no os abandonaré. —Se levantó y procedió a repartir comida. Todos se lanzaron sobre la carne cruda y empezaron a devorarla con apetito—. ¿Cuántas veces al día os dan de comer?
—Sólo una vez cada tres días —respondió Yelusa con la boca llena; un hilillo de sangre le caía por la barbilla—. Dumont dice que no quiere cebarnos.
El pseudodragón, atareado con su ración, envió a Fando una imagen de Dumont agonizando en medio de diversas torturas. El muchacho sonrió; por lo menos el dragón conservaba cierta integridad de ánimo. Se sentó a contemplar cómo comían.