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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (13 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—¡Larissa, mírame! ¡Para y
mírame
! —Era la voz de Sardan, que le llegaba como desde muy lejos; con un esfuerzo que la agotó, enfocó la mirada y encontró los ojos despavoridos de su compañero. Estaba pálido y la miraba con terror mientras le sujetaba las muñecas firmemente. El cantante esperó a que Larissa volviera en sí por completo antes de soltarla.

—¿Te encuentras bien?

La muchacha oyó los furiosos latidos de su corazón, se humedeció los resecos labios y asintió despacio. De repente se sentía muy fatigada, y Sardan, como si lo intuyera, la ayudó a llegar al fondo de la sala y a sentarse en una silla; aguardó a que recuperase la respiración normal y después la interrogó.

—¿Qué te pasó cuando bailabas?

—Nada, es que… quería probar unas ideas que se me han ocurrido.

—Hace cuatro años que te veo bailar —replicó Sardan con una sacudida de cabeza, preocupado todavía—, y jamás lo habías hecho como hoy. Ha sido… —rebuscó las palabras— …una danza impecable. —Larissa hizo un amago de protesta, pero Sardan levantó una mano para que lo dejara seguir hablando—. Es así, de verdad; eres perfecta, casi en exceso… Como una especie de monstruo, o de hada, o de un ser no humano. —Hizo una pausa, pero no la miró a los ojos, y su expresión se tornó cautelosa—. Has llegado a asustarme. Era como si no estuvieras aquí.

—En serio, Sardan, no era más que una danza —insistió Larissa, tratando de calmarlo—. Son imaginaciones tuyas…

—Estás agotada —la interrumpió con una ceja enarcada—, eso no lo puedes negar. Si intentas repetirlo todas las noches, dentro de una semana estarás muerta.

—Me encuentro bien… Sólo tengo algo de sed. ¿Me traes un poco de agua? —le pidió, con la esperanza de quedarse a solas unos instantes.

El cantante salió a la carrera, y Larissa exhaló un suspiro; colocó la cabeza entre las manos y deseó que su corazón detuviera el galope desenfrenado. Ya se había sentido transportada por la música en otras ocasiones, pero jamás como entonces. Había llegado al éxtasis durante unos segundos y había sentido el cuerpo inflamado de energía; la sensación resultaba a la vez aterradora e irresistible. Si fuera capaz de utilizar esa energía, de ponerle riendas de alguna forma, ¿qué no sería capaz de hacer?

—Toma —dijo Sardan, tendiéndole un vaso de agua fresca que bebió agradecida.

—No he desayunado todavía —comentó la joven—. Tal vez eso tenga algo que ver.

—Tal vez —repitió Sardan en tono de duda—. Ve a comer algo y después duerme un poco más. Esta noche tienes que actuar. —La ayudó a levantarse y ella respondió con una sonrisa cansada.

—Se diría que te preocupas de verdad —bromeó.

—Me limito a cuidar las posibilidades de seducirte —replicó Sardan fingiendo haberse ofendido.

Larissa había vivido muchas veladas de estreno con
El placer del pirata
, pero ninguna como aquélla; la población de Puerto de Elhour, hambrienta de espectáculos, se había volcado en pleno sobre el barco-teatro, y las localidades se agotaron.

Resguardada tras la magia del colgante, Larissa observaba los rostros maravillados del público y sonreía. No se había producido un solo fallo; las danzas habían sido ejecutadas a la perfección, y tuvo la sensación de que el viejo y manido musical resplandecía de nuevo, si no por talento, sí al menos por su calidez; la historia de amor era muy tierna, y ella, la Dama del Mar, una belleza fascinante y peligrosa.

Se quedó expectante, escuchando «¡Ay! Mi amor se ha ido», interpretado por Casilda; albergaba la esperanza de que el ambiente favorable de la noche contagiara a su amiga. También Casilda se sentía transportada por la emoción y el alborozo de actuar ante un público tan receptivo, y se estaba superando en su trabajo; pese a ello, tampoco en esa ocasión logró dar la última nota.

La bailarina se alegró de que los espectadores no lo advirtiesen; el público aplaudía ensordecedoramente al final de cada número y, puesto de pie, dedicó a toda la compañía una clamorosa ovación final. Cuando salieron del escenario, los actores, sudorosos y eufóricos, se abrazaron unos a otros entre risas de puro regocijo. Las noches como aquélla, cuando las cosas parecían encajar a la perfección, casi como en las ilusiones mágicas de Gelaar, hacían que todo valiera la pena.

Todavía entre nubes, Larissa bajó a su camarote bailando y repartiendo radiantes sonrisas a todo aquel que se cruzara en su camino, fuera marinero, actor o cliente. Se quitó el maquillaje y el disfraz a toda prisa y regresó a la cubierta principal para reunirse con los espectadores, según tenía por costumbre la compañía al final de cada representación; y allí aún la aguardaba otra agradable sorpresa.

El barco resplandecía entre docenas de lucecillas colocadas en las barandillas a intervalos regulares. Titilaban suavemente, como estrellas que hubieran descendido desde los cielos para quedarse un rato; parpadeaban y chispeaban difundiendo su refrescante y deliciosa luz entre los satisfechos actores, los invitados de la ciudad y los miembros de la tripulación, cargados ya de vino. Mientras Larissa observaba, un joven que intentaba conquistar a una alegre muchacha del coro quiso tocar una de aquellas lamparitas; ésta se oscureció al momento y volvió a brillar tan pronto como el muchacho retiró la mano.

Larissa lo tomó por otro truco del ilusionista Gelaar. Buscó al elfo con la mirada y lo descubrió apartado del bullicio, cerca de la rueda. Sonriente, se apresuró a bajar a su encuentro. Él la miró un momento y volvió a concentrarse en los pequeños luceros; acercó una mano hacia uno de ellos, que brillaba intensamente, pero no llegó a tocarlo.

—Son preciosas, Gelaar —lo felicitó con efusión—, una de las ilusiones más hermosas que he visto en mi vida. A todos nos encantan.

—No puedo atribuirme el mérito, señorita Bucles de Nieve —dijo Gelaar fríamente, con una extraña mirada—. Es el capitán quien las ha adquirido para el barco.

—Un trabajo digno de elogio, desde luego —terció la sedosa voz de Ojos de Dragón. Gelaar se giró hacia el segundo de a bordo y su gesto se tornó aún más duro.

Una vaga sensación de incomodidad empañó la euforia de Larissa. El semielfo y el mago elfo respetaban una frágil tregua, en el mejor de los casos, pues eran enemigos naturales, como el lobo y el tigre.

—Más te valdría cuidarte un poco, Gelaar —prosiguió Ojos de Dragón en un tono burlesco de preocupación—. Te veo muy cansado desde hace unos días. ¿Te has mirado al espejo últimamente? —Lanzó una cruda carcajada, y la expresión de odio del sombrío elfo mago sobrecogió a Larissa.

—Disculpadme, señorita Bucles de Nieve —dijo el mago con un tono desprovisto de emoción—. La noche se ha estropeado de repente.

Saludó con cortesía y pasó ante Ojos de Dragón con una dignidad que habría hecho avergonzarse a cualquiera. Pero el semielfo se limitó a mirarlo con indiferencia; después volvió los oblicuos ojos a Larissa, se rozó el flequillo en un gesto de saludo y se marchó también.

Larissa lo observó con descontento en el corazón; sacudió la cabeza como para olvidar el desagradable incidente que acababa de presenciar y se inclinó sobre la barandilla para contemplar mejor las lucecillas parpadeantes.

No brillaban de un modo continuo y a veces se encendían y se apagaban en rápida intermitencia; las miraba fascinada y, para su placer, observó que incluso cambiaban de color, desde el amarillo hasta el verde, desde el azul hasta el morado, pasando por una miríada de tonos intermedios. Empezó a reírse en voz alta como una chiquilla.

—¿Verdad que son formidables? —intervino Casilda.

—Más que cualquier otra cosa que haya visto en mi vida —asintió Larissa, entusiasmada—. Tengo la sensación de estar en…, en una especie de cuento de hadas o algo así.

Ambas mujeres guardaron silencio mientras gozaban del extraño y delicioso espectáculo de luces que festoneaba
La Demoiselle
.

—¡Qué público tan agradecido! ¡Ojalá hubiera llegado a esa dichosa nota! —suspiró Casilda tras el silencio.

—¡Tú sí que eres estupenda! —replicó Larissa al tiempo que le apretaba el brazo—. El público ni se enteró.

—¿Señorita Bucles de Nieve? —llamó una voz insegura. La joven se volvió y se encontró con el tabernero del Dos Liebres, que la miraba tímidamente. El hombre se quitó el sombrero y comenzó a juguetear con él hasta dejarlo reducido a un guiñapo—. He venido a que me enseñéis el barco, ¿recordáis?

—¡Naturalmente! —Larissa sonrió, y Jean creyó ver salir el sol—, Casilda, te presento a Jean; tiene una taberna en Puerto de Elhour con el cartel más gracioso del mundo. —Le describió en pocas palabras los conejos borrachos y Casilda rió.

—Los conejos son los héroes de una leyenda tradicional —añadió Jean, quien se sentía en el séptimo cielo entre las dos encantadoras damiselas—. Uno se llama Orejasluengas y es listo. El otro, Panzón, siempre se mete en líos, y Orejasluengas tiene que salvarlo.

—Si el cartel se refiere a ellos, Panzón va a tener un dolor de cabeza horrible por la mañana —rió Casilda—. Larissa, ¿qué es eso de enseñarle el barco? —Larissa le explicó el asunto sin mencionar a Fando para nada, y Casilda se animó—. Bien, no podemos enseñarlo todo, pero sí dar una vuelta rápida por las cubiertas de
La Demoiselle
.

Jean no daba crédito a su buena suerte. Sabía que estaba en compañía de dos señoritas y que no sucedería nada indecoroso, pero podría vanagloriarse ante sus amigos de la noche en que había paseado por un barco mágico escoltado por una espléndida mujer a cada brazo. Soltó una carcajada estruendosa y cálida que se mezcló con la animada charla del resto de los invitados.

—Larissa, querida —llamó Dumont—, creo que no me has presentado a tu amigo.

La bailarina temía el encuentro con su protector, pero la efervescencia del ambiente parecía mitigarlo en parte, y se volvió sonriente a Dumont.

—Tío Raoul, te presento a Jean, el tabernero de Dos Liebres. Anoche yo no tenía dinero, porque no me había cambiado después del desfile, y él tuvo la amabilidad de disculparme; le prometí que le enseñaría el barco.

Hablaba con una actitud ligeramente desafiante, y lo sabía. El mensaje estaba claro: olvidaría lo sucedido la noche anterior si Dumont también lo olvidaba. El capitán la miraba a los ojos sin pestañear.

—Gentil Jean —dijo por fin—, sois muy amable. Mi protegida hace bien en trataros con la misma hospitalidad que recibió de vos. Que os divirtáis.

Se alejaron los tres hacia la proa mientras Larissa hablaba con entusiasmo de
La Demoiselle
. Dumont los siguió con la mirada. Larissa no parecía enfadada con él, pero tampoco intimidada. Relajó los hombros con un movimiento ostentoso y chupó la pipa al tiempo que se obligaba a pensar en cosas más alegres.

La nave se había llenado hasta rebosar; tanto el público como los actores habían pasado la mejor velada de su vida. Las lucecillas que habían costado la vida de cuatro hombres brillaban alegremente y tenían el don de manipular las emociones, puesto que habían hecho que Dumont se sintiera feliz el día anterior. Ahora que había conseguido dominar su energía, alegrarían la vida a todos en el barco. Semejante hallazgo procuraría un gran beneficio a los negocios, aunque el capitán tenía dudas sobre cómo afectarían a la eficiencia de la tripulación esos vertiginosos efectos mágicos que inducían al placer; tendría que esperar para averiguarlo o, sencillamente, guardar los bichitos de luz durante las horas de trabajo, pensaba para sí.

Se apoyó en la barandilla y siguió con la mirada el reflejo de las luces que rielaba en el agua. Entonces captó por el rabillo del ojo un movimiento en la playa, y aspiró profundamente el humo de la pipa, alertado de pronto.

A medida que los recién llegados se acercaban, distinguió el perfil de Lond, acompañado por una persona vestida de negro con el rostro totalmente oculto. Ambos subieron a bordo, y la alegre y parlanchina multitud les abrió paso sin darse cuenta, sin perder un ápice de felicidad. Lond y su acompañante subieron por la rampa hasta la cubierta principal y fueron hacia Dumont. Cuando se aproximaban, el viento cambió de dirección y el capitán hizo un gesto de desagrado al recibir, con el soplo caliente y bochornoso, el hedor que emanaba de la pareja.

—He terminado la primera parte de mi demostración. ¿Podemos retirarnos a vuestro camarote, capitán? —susurró Lond con aspereza.

Dumont frunció el entrecejo, apretó la pipa entre los dientes y trató de concentrarse en el afrutado aroma del tabaco.

—¿Quién es vuestro amigo? —exigió.

EÍ desconocido seguía con la cabeza gacha y el rostro vuelto en otra dirección.

—Os lo presentaré enseguida, capitán. Vayamos a vuestros aposentos.

—No creáis que vais a jugar conmigo. Si no me presentáis a vuestro maloliente amigo, podéis marcharos ahora mismo.

—Está bien, capitán —suspiró Lond—, aunque en realidad no es necesario, puesto que ya conocéis a este hombre.

Se situó delante del encapuchado y le colocó la capucha de tal manera que el capitán viera su rostro con toda claridad. Dumont retrocedió con los ojos desorbitados. Era Jack
el Hermoso
.

El feo rostro del piloto todavía era reconocible, pero estaba marcado ya por los primeros signos de descomposición tras los dos días que llevaba muerto; su piel tenía un color gris enfermizo y no enfocaba los lechosos ojos. La mirada atónita de Dumont descendió hasta el estómago del hombre y separó la capa lo suficiente como para ver la sangre seca incrustada en la camisa blanca.

—¡No! —musitó—. ¡Estás muerto!

—Sí, capitán Dumont, lo está —corroboró Lond—. Y ahora ¿podemos dirigirnos a vuestro camarote?

OCHO

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