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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (10 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—No lo sé —respondió desconcertado el joven.

—Fando, me dijiste que aquí se comía bien ¿y no sabes siquiera qué tienen?

—Dije que éste era un lugar acogedor, no que yo hubiera comido aquí —replicó con un encogimiento de hombros.

Jean regresó con el vino, a tiempo para escuchar el comentario de Fando.

—Nuestra especialidad, tal como indica el cartel, es el conejo salteado en salsa de vino con guarnición de
makshee y cushaw
.

Larissa reconoció las palabras «conejo» y «vino», y con eso tuvo suficiente.

—Huummm, suena delicioso —dijo.

El tabernero saludó y los dejó solos; la bailarina observaba a su nuevo amigo con mirada crítica.

Fando era la persona más rara que había conocido jamás; aún no se había tomado la molestia de explicar cómo la había visto cuando era invisible, y había reaccionado de forma extraña cuando le preguntó su nombre. ¿Por qué deseaba ocultar su identidad? De haberse tratado de cualquier otra persona, esa conducta la habría puesto en guardia de inmediato, pero Fando había demostrado ser digno de confianza y amistad.

—Háblame de ti —le dijo impulsivamente.

—No hay gran cosa que contar —repuso con su franca sonrisa—; seguro que tu vida es mucho más interesante que la mía.

—No lo sé. Me gustaría conocer a la persona que es capaz de verme cuando soy invisible —replicó Larissa; tomó un trago de vino e intentó ocultar un gesto de repulsión. Al parecer, ese año la cosecha no había sido la mejor.

—Buen argumento —reconoció él—. Bien, veamos. —Se recostó en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza, mientras asumía una expresión de concentración. El contraste entre su cara infantil y su hermoso cuerpo juvenil resultaba muy atractivo—. Nací en esta isla, y aquí he pasado toda mi vida. Mi madre era de Puerto de Elhour, pero no le gustaba mucho la vida de la ciudad y a la gente no le gustaba ella tampoco, de modo que nos fuimos a los marjales cuando yo no era más que un crío.

Larissa se quedó helada, aunque conservó una calma aparente. La madre se había llevado a su hijo a los marjales… Tuvo una imagen instantánea de cipreses cubiertos de musgo, de oscuridad húmeda y de una extraña iluminación que no provenía de antorchas. Desechó la idea, furiosa consigo misma.

—No me imagino cómo se puede crecer allí —comentó con voz neutra.

—A mí no me pareció tan malo.

—¿Tenías amigos?

—Bueno…, sí —sonrió de modo peculiar—, aunque eran… muy diferentes de los niños de la ciudad. El único inconveniente, ahora que he vuelto aquí, es que de vez en cuando digo o hago cosas que a muchos les parecen fuera de lo normal.

—Pero ¿cómo es que me viste, a pesar del colgante? —insistió Larissa.

Fando iba a contestar, pero calló al ver que Jean llegaba con la comida. Larissa olisqueó con ganas; no conocía las verduras que acompañaban la jugosa carne, pero las atacó con ansia y las encontró deliciosas. Fando la contempló unos segundos y después tomó cuchillo y tenedor y se dispuso a comer también.

Larissa con los ojos cerrados saboreaba el tierno conejo perfumado de vino; después de todo, Fando tenía razón.

—¿El colgante? —le recordó entre bocado y bocado.

—¿Cómo se hace magia? —preguntó el joven a su vez—. ¿O cómo se reconoce, o cómo se sabe la forma de contrarrestar sus efectos?

—Bueno, supongo que hay que estudiar… ¡Oh! —Lo miró al comprender de pronto. La gente del pueblo había obligado a su madre a marcharse…—. Hacía magia, ¿no? Tu madre, quiero decir.

—Aprendí encantamientos de memoria, al igual que otros niños aprenden cuentos —confirmó con una leve sonrisa—, y a veces me olvido de dónde estoy.

—Como esta noche.

—Como esta noche —repitió con un gesto burlesco de tristeza.

Guardaron silencio unos momentos mientras degustaban la exquisita comida de Jean con la atención que merecía. Larissa se sentía mejor con respecto a Fando. La forma en que había crecido explicaba en gran parte lo extraño que resultaba, aunque no bastaba para justificar lo grato que le era estar a su lado.

Levantó la mirada sin saber cómo formular esa pregunta. Él la miró a su vez, y la muchacha se perdió en sus ojos brillantes y sinceros. Ésa era la única explicación que encontraba: sencillamente, se perdía en sus ojos. Se sentía plena de sensaciones agradables, emocionada y asustada. No tenía nada en común con los hombres que había conocido hasta entonces: jovencitos chalados que sólo pretendían llevársela a algún rincón oscuro. Aquellos ojos castaños reflejaban respeto y admiración, y un sentido innegable del… juego.

—Tengo que marcharme —balbució Larissa. Alargó la mano con gesto automático hacia el bolso que solía llevar cuando bajaba a tierra, y entonces se dio cuenta con disgusto de que no se había cambiado desde el desfile.

—Fando, ¿tienes…? —dejó la frase inacabada al ver la expresión tímida con que el joven sacaba el forro de los vacíos bolsillos.

Jean, al percatarse de la situación, se acercó a la mesa.

—Tengo dinero en el camarote —comenzó Larissa—. Venid conmigo, o acudid mañana y preguntad por mí; o puedo venir yo misma…

Fando dedicó una sonrisa radiante al tabernero.

—Sí, Jean, acércate al barco mañana y no sólo recibirás todo el dinero que te debemos, sino que además serás recompensado con un paseo por el barco. ¿No es cierto, señorita Bucles de Nieve?

Fando la miró con sus carismáticos ojos, pero ella no perdía de vista al tabernero y asintió con énfasis. El hombretón sonrió y enseñó unas encías en las que faltaban varios dientes.

—¡Contemplar semejante navío por dentro! ¡Sí, querida señorita! ¡Iré mañana a visitaros…, a vos y a ese magnífico barco!

—Gracias, Jean —agradeció ella con una sonrisa de alivio—. Por mi parte, diré a todos que pasen por el Dos Liebres cuando bajen a tierra.

En esos momentos se produjo un retumbar distante, y Larissa se puso en tensión creyendo que los tambores habían comenzado de nuevo, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de un trueno y dejó escapar el aire en silencio, más tranquila. Sin embargo, los demás dejaron las jarras y el dinero en las mesas y se apresuraron hacia la puerta; incluso Jean palideció un poco y se dispuso a cerrar el establecimiento sin decir una palabra más.

—¿Qué sucede? —preguntó Larissa sin comprender.

—Hay un dicho en Souragne —explicó el joven con aire solemne—, según el cual la muerte cabalga en la lluvia. Los souragneses desean y temen las lluvias al mismo tiempo; carecen de pozos porque el agua está corrompida y, naturalmente, la del pantano no es potable, de modo que dependen de la lluvia por entero para llenar sus depósitos, pero… —No completó la frase—. De todos modos ya querías marcharte.

Larissa se estremeció sin saber por qué, aunque se alegraba de regresar a la seguridad del barco, al terreno conocido. Creyó que Fando le preguntaría por qué quería marcharse tan de repente, pero no dijo nada mientras avanzaban por la plaza del mercado, que ya se había quedado vacía.

La tormenta volvió a rugir y el aire se llenó de un aroma penetrante y limpio. Casi habían alcanzado el puerto cuando los cielos se rasgaron y el agua comenzó a caer a torrentes y los empapó en un instante. Larissa contuvo el aliento y se puso a temblar por el frío y la humedad repentinos; Fando la rodeó con el brazo y le procuró cobijo con su propio cuerpo al tiempo que se dirigía hacia el precario resguardo que ofrecía la entrada de un comercio.

—No creo que dure mucho —dijo Fando—. Estos chaparrones suelen terminar enseguida.

Su cuerpo estaba cálido y, a pesar de todo lo que le habían enseñado, Larissa sabía que no sucedería nada por aceptar ese calor; sus brazos la protegían y la cobijaban, nada más.

Pero se sobresaltó con violencia al percibir la repentina tensión del joven.

—¿Qué ocurre?

—¡Oh, no! —susurró; la empujó hacia el interior todo lo que pudo y después se situó delante de ella. El pánico le martilleaba los oídos con intensidad, y la muchacha trató de rebelarse—. No mires afuera —le dijo Fando con la voz teñida de temor.

Larissa dejó de forcejear pero no pudo evitar echar una ojeada a la calle por encima del hombro de Fando. Además del repiqueteo de la lluvia y del fragor de los truenos oía otra cosa: unos cascos de caballo que se acercaban cada vez más.

Una silueta negra se recortó sobre el gris de la plaza; un caballo enorme, negro como una pesadilla, pasó al galope moliendo los guijarros del suelo bajo sus herraduras. Larissa no vio nada del jinete excepto el vuelo de una capa igualmente negra; después desapareció y el ruido del frenético galope fue engullido por la tormenta. No sabía por qué pero se alegraba muchísimo de no haber atisbado más del siniestro jinete.

—Se ha ido —dijo Fando con suavidad, al tiempo que se apartaba de ella amablemente.

—¿Quién…, qué?

—No hagas preguntas —le rogó con voz grave—, pero demos gracias porque no se haya detenido.

Larissa deseaba con desesperación llegar al barco, donde se sentiría segura.

—Te he asustado, ¿verdad? —preguntó Fando sin preámbulos—. No sólo por el…, por el jinete, sino por mí. Te he asustado.

Una negativa rápida y amable acudió a sus labios, pero fue incapaz de mentir a aquel rostro franco y a aquellos ojos llenos de preocupación.

—Sí —admitió en voz baja—, pero, de verdad, no sabría decirte por qué; tal vez sea sólo porque esta noche estoy un poco alterada. Vámonos.

Salieron del escondite. La lluvia había amainado bastante y se había convertido en una suave llovizna. Larissa quería decir algo antes de separarse, pero no encontraba las palabras.

Fando la miró largo rato, pero no hizo el menor movimiento para tocarla, por respeto a su confusión. Después, como si hubiera tomado una decisión, tiró de un bramante que llevaba al cuello y sacó una gargantilla de aspecto rústico hecha de hebras fuertemente trenzadas en torno a una especie de raíz; antes de que la joven pudiera protestar, ya se la había deslizado por la cabeza.

—Te protegerá —explicó Fando—. No te la quites nunca, por favor.

Larissa se llevó la mano al curioso collar mientras reconsideraba la acción de Fando. Dumont siempre la había puesto en guardia con respecto a aceptar regalos de desconocidos, y sus labios se tensaron un momento. No obstante, quien más temor le había inspirado esa noche había sido Dumont, y no ese solícito joven. Supo de pronto, con certeza absoluta, que, fuera mágico o no, aquel collar no le haría nada malo porque venía de Fando.

—Gracias —replicó con sencillez; le dedicó una breve sonrisa y echó a correr por la rampa, sin mirar atrás.

Se dirigió a su camarote, cerró la puerta por dentro y se preparó para dormir; sentada todavía, y apoyada en las almohadas, se tapó hasta la barbilla con la colcha.

No concilio el sueño hasta que las primeras luces de la aurora iluminaron el camarote; tampoco se quitó la gargantilla que le había dado aquel extraño personaje llamado Fando.

Marcel salió del Dos Liebres maldiciéndose a sí mismo. Amenazaba lluvia desde la mañana y tendría que haberlo previsto, pero ahora ahí estaba, en el sitio más inoportuno cuando…

Furioso, el músico se envolvió en la capa protegiendo la flauta al mismo tiempo, pero el fino tejido apenas lo libraba de la opresiva humedad y enseguida quedó empapado. Arropó el estuche con el instrumento contra el pecho lo mejor que pudo y avanzó presuroso.

Miraba a uno y otro lado con inquietud, y los pies se le hundían en los charcos hasta el tobillo. Pronto se encontró en el centro de la plaza; su casa se encontraba al final de la calle de El Arrendajo Enfadado, y su corazón comenzó a alegrarse cuando vio el letrero que crujía en la repentina ráfaga de viento. Tuvo ganas de reír; ¡por las patillas de Panzón, iba a conseguir llegar!

De improviso, oyó el ruido de los cascos.

El corazón se le paró y casi se le cae la flauta al suelo; echó a correr a trote ligero y después a toda velocidad, con la capa flotando a la espalda. Trataba de mantener la calma, pero era inútil. «Hay más gente en el pueblo que tiene caballos, además de
él
…, y a lo mejor es otro que se apresura a llegar a casa, igual que yo».

El galope sonaba melodioso ahora, sobre los guijarros de la calle, pero se oía algo más también: una especie de crujido que no lograba identificar.

El estuche de la flauta se estrelló contra los brillantes adoquines cuando una mano de gran tamaño se cerró en torno a la garganta de Marcel.

SEIS

Había sido una mala noche para el capitán Raoul Dumont.

Tal vez el joven no mintiera al decirle que la había visto correr hacia la Avenida del Ciprés Viejo, pero él no logró encontrar a su protegida. Estuvo una hora aproximadamente recorriendo los prostíbulos de la calle y haciendo preguntas sin obtener ningún resultado. Algunas de las muchachas eran bonitas, pero no tenía ganas de probar sus encantos esa noche; después de comprobar que la asustada jovencita no se había refugiado en ninguna de aquellas casas, supuso que había ido a esconderse en el barco.

Alrededor de la medianoche, ascendió la pasarela a furiosas zancadas sin dejar de pensar en Larissa, pero el curioso recado que le dio Caleb, el marinero de guardia, lo distrajo.

—Ha venido a veros un hombre, señor; dice llamarse Lond y, por lo visto, tiene algo muy importante que hablar con vos.

Dumont clavó la mirada en el desventurado Caleb, un joven que apenas tenía edad para afeitarse.

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