—¿Dónde decís que queréis ir? —El hombre se puso pálido.
—Al pantano —repitió Dumont al límite de la paciencia—. ¿Conoces las vías practicables de las ciénagas?
—Lo lamento, capitán Dumont —se excusó el aspirante a marinero al tiempo que hacía un vigoroso gesto negativo con la cabeza—. Me encantaría unirme a vuestra tripulación pero no estoy dispuesto a acercarme a ese lugar. Ahí hay magia mala, sí, ¿es que no os lo ha dicho nadie? ¡Ahí vive el señor de los muertos!
Era la decimocuarta vez en la mañana que le daban el mismo «consejo», y necesitó reunir hasta el último ápice de control sobre sí para no levantarse y estrangular al aspirante allí mismo.
—Sí, ya me lo han dicho —replicó el capitán—. Si no quieres apuntarte, puedes retirarte.
El hombre abrió la boca como para añadir algo, pero una mirada oportuna al furioso rostro del capitán lo hizo cambiar de opinión; inclinó la cabeza con torpeza y bajó aprisa la rampa.
Dumont, sentado a una mesa en la proa de la cubierta principal, frunció el entrecejo. Había supuesto que sería fácil reclutar unos cuantos marineros de refresco después del éxito de la noche del estreno, pero no había tenido en cuenta el terror que los marjales inspiraban a aquellas gentes.
—Son más cerriles que los lobos que conocí antaño en Arkandale —gruñó a Ojos de Dragón, que haraganeaba apoyado en la barandilla.
—No hay que preocuparse. Encontraremos a uno o dos ansiosos por enfrentarse al pantano, estoy seguro —replicó el segundo de a bordo, concentrado en su trozo de madera.
El viento le agitó los plateados cabellos. Se mantenía al margen de los asuntos, pero sus oblicuos y ambarinos ojos observaban con discreción hasta el último detalle; sólo su actitud y su vestimenta eran descuidadas.
Dumont, por el contrario, vestía uniforme completo; el sol se reflejaba con fuerza en los botones dorados y en los galones de la casaca azul, y sus verdes ojos examinaban a los aspirantes de manera más manifiesta que los de su compañero. El siguiente marinero en potencia se acercó a la mesa. Dumont lo miró y encontró en él algo que le resultaba conocido.
—¿Nos hemos visto antes, hijo? —inquirió con amabilidad.
—No, capitán —respondió el joven sonriente.
—¿Nombre?
—Fando.
El capitán escribió el nombre en el pliego.
—¿Ocupación actual?
—Ninguna.
—¿Residencia?
—El pantano, hasta hace unos… tres o cuatro días.
Dumont levantó los ojos del papel.
—Tienes que explicarme
eso
inmediatamente —dijo, pronunciando todas las letras lentamente, con un deje sarcástico.
Fando miró a Dumont a los ojos y sonrió de forma irresistible.
—Bien, capitán. Crecí en los marjales; mi madre era ermitaña y me llevó allí cuando era muy pequeño.
El capitán no le quitaba la vista de encima, pero aun así advirtió que Ojos de Dragón había dejado de tallar, señal de que el candidato había despertado su interés.
—¿Qué experiencia tienes para aspirar a enrolarte en mi barco? —prosiguió Dumont—. ¿Has trabajado en una nave alguna vez?
Fando se avergonzó un poco y su expresión se tornó un tanto tímida.
—Bien, para ser fieles a la verdad, no señor; a menos que tengamos en cuenta las canoas que utilizamos en el pantano. Las llamamos piraguas, y ésas sí que las domino bien; hasta sé construirlas con troncos de ciprés. Además conozco los marjales a fondo.
Se inclinó levemente y apoyó las manos sobre el pupitre. No quedaba rastro de su apocamiento anterior y, en actitud serena, continuó hablando.
—Conozco hasta el último recodo; sé dónde aumentan las corrientes y en qué épocas del año, y lo que hay debajo de cada centímetro de la superficie. Sé dónde se encuentra el peligro y dónde no, y la forma de evitar complicaciones o de enfrentarse a ellas cuando se presentan. Todos los habitantes de estas tierras temen el pantano; no saben nada sobre esa zona más que puras supersticiones y se niegan a acercarse para aprender algo con certeza. Preguntadles y veréis que ninguno quiere ir. Si tenéis intención de internaros en esas aguas, no creo que encontréis a nadie tan apto como yo para que os sirva de guía.
Fando hablaba sin el menor asomo de jactancia, y Dumont dio crédito a las palabras del joven; aguzó su mirada de jade.
Las criaturas de luz que le había traído Brynn eran lo único interesante que sus hombres habían encontrado en Souragne hasta el momento. La pequeña ciudad portuaria, aunque resultaba deliciosamente corrupta en algunos barrios, era vulgar hasta la decepción. Al parecer, escaseaban los aficionados a la magia, y, desde luego, nadie más que Lond tenía la menor idea de algún objeto que pudiera llamarle la atención.
Sería una locura atravesar el pantano sin guía; además, la necesidad de otro piloto era indiscutible, porque Jack
el Hermoso
había sido un borracho, después un cadáver y ahora un muerto andante sin inteligencia. El entusiasta joven que tenía delante parecía un regalo de los cielos.
El capitán volvió a centrarse en el pliego de papel y señaló con un círculo el nombre de Fando.
—¿Dónde puedo localizarte si necesito tus servicios, Fernando? —Cambió el nombre del muchacho adrede; si el chico tenía un ego fuerte…
—Ando de aquí para allá, pero nunca voy lejos. Si queréis encontrarme no tendréis ninguna dificultad.
—Bien, en ese caso, seguiremos hablando más tarde.
—Gracias, capitán Dumont —dijo con una amplia sonrisa. Miró hacia el atento Ojos de Dragón y le dedicó otro saludo igual; después, bajó la rampa brincando y silbando.
Dumont se volvió hacia el segundo de a bordo y, para su sorpresa, lo encontró observando la retirada de Fando con una leve sonrisa en los labios; enseguida dirigió los ambarinos ojos al capitán.
—Me gusta ese hombre, capitán. Sería un error no contratarlo. —Y siguió tallando.
Resultaba curiosa la actitud de Ojos de Dragón, pues era un marinero que no trababa amistad con nadie, excepto con Dumont, y el capitán tomó nota del comentario de su subordinado.
—¿Qué significa eso de que pensáis cruzar el pantano? —preguntó Lond con tono inquisitivo.
El mago y el capitán habían bajado al camarote de éste pocas horas después de que se marchara el último aspirante. En el piso inferior había comenzado la representación de
El placer del pirata
, y de vez en cuando llegaban retazos de música. Las dulces e inocentes melodías contrastaban vivamente con la escena de oscuridad y muerte que se desarrollaba al mismo tiempo alrededor de Dumont.
El capitán, por su parte, no se permitía mostrar cólera. Se mantenía erguido por encima de la estatura de Lond, y ni siquiera los dos muertos que aguardaban al lado del mago le preocupaban.
—Pues significa exactamente lo que he dicho. ¿Queréis salir de Souragne? De acuerdo, os doy pasaje en mi barco, pero
La Demoiselle du Musarde
navegará a través del pantano. Lo único interesante que he encontrado en este agujero aburrido proviene de las ciénagas, y quiero buscar más. Ya os he explicado el funcionamiento del barco, y qué y a quién utilizamos para hacer de él lo que es; me he propuesto llegar a convertir
La Demoiselle
en un navío legendario.
—Si atravesáis esas tinieblas, tenéis asegurado el paso a la leyenda —arguyó el mago.
—¿Qué se oculta ahí que tanto aterroriza a la gente? —Dumont se acercó, y Lond apartó el rostro embozado—. En la primera conversación que mantuvimos, me asegurasteis que sabíais lo que hay. Contádmelo.
La negra figura no respondió al momento; dejó transcurrir unos instantes y carraspeó.
—La muerte, capitán Dumont, la muerte habita en el pantano; pero también vive a bordo de vuestro bajel… y es una muerte sobre la que yo tengo poder.
Pasó por detrás de Brynn y le acarició la espalda casi con afecto. Los dos cadáveres miraban impasibles adelante. Para Dumont, el verdadero triunfo de la poderosa magia de Lond se personificaba en Brynn; el capitán ya había visto zombis con anterioridad, puesto que una persona que viajaba mucho solía encontrar todo tipo de cosas horribles, y él llevaba más de veinte años navegando por parajes recónditos. La aparición de Jack
el Hermoso
lo había sobresaltado mucho, pero no lo había horrorizado ni sorprendido.
Sin embargo, el caso de Brynn era diferente; podía pasar por un ser vivo. El capitán se había encargado de tramar una historia según la cual Brynn había contraído las fiebres del pantano, una enfermedad cuyos síntomas eran languidez y un olor bastante desagradable. El zombi parecía tan vivo que nadie había puesto en cuestión esas explicaciones. Lond había prometido proporcionarle más marineros en las mismas condiciones, esclavos que no comían ni se quejaban y que trabajarían sin descanso.
—Yo también soy un hombre ambicioso, capitán —concluyó Lond—, y comprendo vuestras aspiraciones, pero los sabios valoran el don de la discreción; ya tenéis los
feux follets
, unos seres que sólo existen en este lugar. ¿Acaso no es suficiente?
—¡Oh! ¡Así se llaman esas lucecillas! ¿Habéis dicho
feux follets
? Como los fuegos fatuos, ¿no es así?
—Es imposible que os planteéis seriamente cruzar esas pequeñas vías de agua con un navio tan grande —objetó Lond con tono sombrío.
—Ésa es mi intención —respondió Dumont, mientras cargaba la pipa con displicencia.
—Jack no está en condiciones de pilotar.
—Por supuesto —replicó Dumont con una carcajada cortante tras echar una ojeada al cadáver—. He contratado a un piloto esta mañana, un joven que se ha criado en los marjales; él nos guiará.
—No me dejáis opción —declaró Lond después de un silencio—. Deseo abandonar la isla y me veo obligado a aceptar la ruta que escojáis.
Salió sin añadir una palabra, seguido por Jack
el Hermoso
y Brynn; Dumont abrió la ventana para ventilar la habitación y que se fuera el tufo de la muerte, encendió la pipa y se dirigió al teatro a disfrutar del resto de la función nocturna.
La representación fue perfecta, y Dumont sintió deseos de quedarse un tiempo en Puerto de Elhour; pero no demasiado. Después de la función, pidió a los actores que permanecieran en el salón mientras los espectadores subían a la cubierta principal a tomar un refrigerio.
Larissa no tenía idea de lo que Dumont iba a comunicar a la compañía, pero desconfiaba; Casilda, por el contrario, estaba emocionada.
—Tal vez pasemos aquí unos días; parece que el público se divierte mucho, y desde luego yo también —dijo con énfasis.
—Eso espero, pero lo dudo, no sé por qué —replicó Larissa—. A mi tío no le gusta quedarse mucho tiempo en ningún sitio.
Cortaron la conversación en seco al ver aparecer a Brynn, que se encaminó arrastrando los pies al fondo de la sala sin dirigirles ni una mirada al pasar. Larissa se estremeció por dentro; nunca se había preocupado de Brynn, con sus helados ojos y su halo de violencia fuertemente reprimida, pero desde su recuperación de las fiebres del pantano lo encontraba menos atractivo aún. Estaba más pálido de lo normal, como si la breve enfermedad le hubiera minado la energía, y caminaba con una lentitud que nunca había mostrado; además, hacía días que no tomaba un baño. No parecía del todo intratable, aunque utilizaba pocas palabras. No obstante, lo que más inquietaba a la joven era su mirada, que se había tornado opaca, muy diferente de la de antes, penetrante y escrutadora, como si no hubiera vida tras aquellos iris de color castaño. Casilda tampoco se sentía a gusto en su presencia.
—Me estremezco cada vez que lo veo —le dijo a Larissa en voz baja, y su amiga asintió.
Dumont subió al estrado y se situó frente a los actores y la tripulación.
—Damas y caballeros: sé que hemos disfrutado mucho de nuestra estancia en Puerto de Elhour, pero hay poco público y no sería rentable demorarse. Seguiremos atracados unos cuantos días más y después partiremos.
El ambiente jovial desapareció de pronto.
—A las brumas otra vez —comentó una voz.
—Sí, a las brumas —corroboró Dumont, haciéndose eco del comentario—. Ya las hemos cruzado sin problemas en una ocasión, ¿verdad? Antes de marcharnos de Souragne definitivamente, me gustaría echar un vistazo al otro lado de la isla, de modo que navegaremos por el pantano hacia el sur.
Un murmullo sordo comenzó a extenderse por la estancia; algunos habían oído comentarios sobre los marjales, pero incluso los que no sabían nada sentían escasos deseos de adentrarse en las aguas embarradas y prohibidas.
Larissa palideció y se le abrieron mucho los ojos. «Musgo que cuelga de los árboles…, serpientes enroscadas en el tronco de cipreses altísimos…, aguas oscuras, rotas sólo por las criaturas que habitan en las profundidades…, luces trémulas que atraen…». Sacudió la cabeza con rabia para deshacerse de las perturbadoras imágenes.
—Contamos con una persona que nos guiará a través de las ciénagas —prosiguió Dumont, haciendo caso omiso de la reacción de la gente—. Fernando, ven aquí. Quiero presentarte a los artistas y a la tripulación.
Con una radiante sonrisa paternal, hizo una seña al joven para que se acercara. Fando subió al estrado tímidamente y se situó junto a Dumont; buscó a Larissa con la mirada, le dedicó una amplia sonrisa y le guiñó un ojo.
—Bueno, es bastante atractivo —susurró Casilda—, a pesar de su atrevimiento. ¿Te has fijado en ese guiño?
Larissa asintió ruborizada; en realidad no esperaba volver a ver al extraño joven, y en esos momentos no estaba segura de si se trataba de un encuentro fortuito. ¿Atractivo? Sí, seguramente, sobre todo cuando la luz se reflejaba en sus risueños ojos castaños. Sin embargo, le inspiraba algo más que admiración, con aquella sonrisa y aquellos ojos; un sentimiento que la desconcertaba y hacía tambalearse la cómoda rutina en la que se desenvolvía desde hacía ocho años. Una emoción afloró a la superficie a pesar de las dudas y de la extraña atracción: se alegraba mucho de que se uniera a
La Demoiselle
.
Volvió en sí sobresaltada y se dio cuenta de que Dumont acababa de presentar a Fando. La joven se quedó pasmada. Dumont jamás presentaba formalmente a ningún miembro de la tripulación, y menos aún los animaba a mezclarse con los actores, como estaba haciendo en esos momentos. Enarcó una blanca ceja al ver cómo el joven charlaba animadamente con cada uno, desde Gelaar hasta Sardan.