—¡Ay, señorita Bucles de Nieve! —exclamó Fando al tiempo que le tomaba las manos y la ayudaba a ponerse en pie—. ¡Cuánto lo siento! ¡Qué torpeza la mía! ¿Os encontráis bien?
Hablaba con preocupación y pesar auténticos, aunque no exagerados. En ese momento notó un crujido en la palma de la mano y la cerró sobre un papel. Los ojos de Fando no la miraban ya con simple amabilidad, sino que brillaban intensamente.
—Bien, sí, claro —logró articular al fin—; estoy bien, gracias. Disculpadme. —Pasó ante él con frialdad y altivez apretando en la mano el papel que le había pasado.
Aguardó hasta llegar a la intimidad de su aposento y cerrar la puerta con pestillo para abrir con manos trémulas la nota de Fando.
Señorita Bucles de Nieve:
Tenemos que hablar de un asunto de la mayor importancia. Estoy a punto de terminar mi turno y te espero en Dos Liebres dentro de una hora.
Ven, por favor.
Se sentó en la cama, pensativa, mordiéndose el labio inferior, y leyó el mensaje dos veces antes de colocarlo en un platillo y prenderle fuego. El papel se retorció entre la llama, humeó y se tornó negro mientras ella lo miraba sin verlo.
Sabía que seguir relacionándose con el joven marinero traería problemas y, a pesar de todo, una hora más tarde esperaba fuera de Dos Liebres. Aunque hacía un día bochornoso, se puso una capa ligera y se caló la capucha porque su pelo resultaba inconfundible y no quería que sus andanzas llegaran a los ávidos oídos de Dumont.
—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo Fando con voz cálida y dulce.
Larissa se giró un tanto sobresaltada porque no lo había oído llegar; dudó ante la mano que el joven le tendía, pero después la estrechó.
—¿Qué te pasa en la mano? —preguntó, casi sin aire, al sentirla rasposa sobre la suya.
Le miró la palma y vio que la tenía llena de postillas y ampollas viejas y recientes. En las zonas limpias, la piel era tan tersa y sonrosada como la suya propia. Fando cerró la mano con rapidez.
—Vamos —dijo en voz baja—. No quiero que los hombres del capitán nos vean juntos.
—¿A dónde vamos?
—A algún sitio donde podamos estar tranquilos —repuso él, tras dudar un momento.
Larissa lo miró con cierto recelo, pero Fando ya se alejaba deprisa de la taberna. Tuvo que contener la avalancha de preguntas que pugnaban por salir de su boca.
Caminaron en silencio un buen trecho, cruzando las calles a grandes pasos. Al igual que la noche en que había salido con Dumont de la plaza del mercado, dejaron atrás el barrio de las tiendas y el centro del pueblo.
Pero Fando no la llevaba hacia la zona de grandes viviendas sino hacia un paraje mucho más montaraz.
Larissa se mostraba cada vez más aprensiva, a medida que el suelo se hacía pantanoso.
—Fando, ¿me llevas a los marjales? —preguntó con voz serena.
—Allí estaremos a salvo —asintió—. Tenemos que…
—No pienso acercarme un metro más a ese lugar infecto. —Se detuvo, con los azules ojos inflamados de rabia, dio media vuelta y comenzó a alejarse por donde había venido, con la espalda rígida y el paso ligero.
Fando le dio alcance al instante y le puso sus cálidas y grandes manos en los hombros.
—¿Por lo que sucedió allí cuando eras una niña? Perdona, no me había parado a pensarlo.
—¿Quién te lo ha contado? —inquirió, librándose de las manos que la detenían y encarándose al muchacho.
—Nadie —repuso azorado. Ella lo miró con desprecio y siguió adelante—. ¡Larissa, espera! ¡Estás en peligro!
—No me cuentes más cuentos.
—Tienes que creerme —insistió agitado, casi frenético—. Podrían matarte o… Tienes que confiar en mí en este asunto. ¿Te he dejado en la estacada alguna vez?
Aminoró el paso y se detuvo; estaba en lo cierto, nunca le había dado motivo de sospecha, hasta ese mismo momento. Se giró hacia él, escéptica todavía.
—Deja que te demuestre que soy digno de confianza; dame la mano.
Poco a poco, a regañadientes, se la dio. Fando puso la suya encima y la miró fijamente a los ojos, como si penetrara hasta su alma. Larissa le sostuvo la mirada pasmada, sin respirar apenas.
—No siempre tuviste el pelo de ese color; se te volvió blanco cuando eras pequeña, aquí en Souragne. —La joven asintió, y Fando continuó hablando—: No tuviste un hogar de verdad durante la infancia porque tu padre viajaba constantemente, y, cuando tú tenías doce años, huyó y te abandonó. Desde entonces, el barco-teatro se convirtió en tu casa. Lo único que conservas de aquella época es un relicario de plata con un mechón de tu propio cabello, que era rubio. Por las noches, oyes tambores que provienen del pantano pero no se lo dices a nadie porque al parecer sólo los oyes tú.
Hizo una pausa y oprimió más aún las manos de Larissa, clavándole los ojos hasta el alma.
—Yo también los oigo, Larissa.
De pronto, la bailarina sintió la boca reseca.
—No has llorado desde que tenías doce años. Temes las lágrimas, temes ser débil porque te espanta la idea de que la debilidad sea tu perdición.
La bailarina tragó saliva. El terror a las lágrimas era su secreto triste, recóndito y orgulloso. Fando no podía saberlo a menos que…
—Has dicho que estaba en peligro —musitó—. Continúa, te escucho.
Era un atardecer magnífico, y Casilda se demoró unos minutos más de lo habitual contemplando el espectáculo; apoyó los codos en la barandilla y reclinó su redondeada mejilla en las manos.
En Souragne, el sol parecía estar más cerca que en cualquier otro lugar de los que había visitado a bordo de
La Demoiselle
, y la isla era la más cálida de todas las que conocía; cuanto más se acercaba el sol al horizonte, más grande se le antojaba. La gran esfera comenzó a hundirse lentamente por el horizonte en todo su esplendor anaranjado y amarillo; los colores del cielo se enfriaron y adquirieron tonalidades crepusculares y el agua también se oscureció. Casilda disfrutaba del panorama, pero sus pensamientos comenzaron a dirigirse a Larissa.
Eran amigas íntimas desde hacía dos años, momento en que la cantante se había unido a
La Demoiselle
en Valachan. Larissa, compañera poco problemática, nunca tenía preocupaciones, detalle que Casilda envidiaba; ella, por el contrario, había llorado en numerosas ocasiones sobre el hombro de su compañera, pero nunca había tenido ocasión de devolverle el favor. Esa mañana, cuando Larissa había salido a dar un paseo por la ciudad, parecía inquieta, y aún no había regresado. Supuso que su amiga se encontraría bien, y seguramente así sería porque la bailarina sabía cuidarse sola.
El sol casi había desaparecido, y Casilda se alejó con un suspiro en dirección al camarote, a prepararse para la función de la noche.
—¡Eh, Casilda! —llamó Sardan—. ¿Me haces un favor? —Estaba asomado a la puerta de su habitación y la miraba mientras manoseaba con nerviosismo los lazos de su amplia camisa—. Me he dejado la mandolina en la cabina del piloto. ¿Me la traes?
Sardan solía tocar para los pilotos, para que no se durmieran y se mantuvieran alerta durante las tediosas horas de guardia, y los marineros se lo agradecían.
—Sardan, querido —respondió la joven con el entrecejo fruncido—, tengo que estar detrás del telón a la misma hora que tú, y ni siquiera he empezado a vestirme.
—¡Oh, vamos! ¡Por favor! —insistió, con una expresión suplicante en su rostro infantil—. ¡Estoy sin pantalones!
—Sabes muy bien que los artistas tenemos prohibido el acceso a la cabina; tú eres la única excepción. El capitán se enfadaría muchísimo.
—Ahora mismo no hay nadie de guardia allí. No te verán. Está en…
—De acuerdo.
—Casilda, mi amor, tuyo es mi corazón.
—Mío y de todas las demás mujeres —replicó.
Aquello le molestaba, pero se apresuró a cumplir el favor y echó a correr hacia la cubierta superior. Echó un vistazo para comprobar si había alguien y ascendió aprisa los escalones hacia la cabina del piloto.
Allí, sobre la silla, estaba la mandolina de Sardan; la recogió y no pudo evitar la curiosidad de husmear un poco. El tamaño del timón la asombró, pues nunca se había imaginado que fuera tan grande. De pronto, se alarmó.
—Ahora mismo voy, Caleb —le llegó la voz de Jahedrin.
Los pasos subían hacia la cabina, estaba segura. Se mordió el labio y entonces vio la escalera que llevaba al camarote del capitán; bajaría por allí y saldría por la puerta del camarote. Sabía que Dumont había bajado a tierra y decidió que sería mejor ir allí que ser sorprendida en la cabina del piloto. Descendió los escalones con el mayor sigilo posible y cerró la puerta tras de sí.
No la habían visto. Cerró los ojos aliviada, asió la mandolina con fuerza y se dirigió a la puerta. Acababa de tender la mano hacia el pomo cuando éste comenzó a girar.
El miedo la atenazó unos instantes; pero enseguida se puso a buscar ansiosamente por la habitación un lugar donde esconderse, hasta que sus ojos tropezaron con un armario semiabierto. Se lanzó hacia allí con la engorrosa mandolina muy apretada contra el pecho y dejó abierta una rendija para no quedar atrapada.
Dumont entró en el momento en que terminaba de entornar la puerta del armario; se acercó a una silla y se sentó en actitud de espera. Unos segundos después se oyó un fuerte golpe. Dumont se levantó, se situó en el centro de la habitación y separó una alfombra bajo la que apareció una trampilla. Tiró de ella al tiempo que Tañe, un hombretón atezado, la empujaba desde abajo.
—¿Puedes tú solo? —preguntó Dumont.
—Sí, señor —replicó Tañe.
Desapareció un momento de la vista y volvió a asomar con el extremo de una caja de algo más de un metro de largo, cargada con algo que parecía vivo, a juzgar por los arañazos y los golpes sordos que se oían.
Ojos de Dragón salió también, empujando el otro extremo de la caja. La subieron hasta el camarote, y el segundo se sentó en el suelo a recuperar el aliento; después se frotó los brazos enrojecidos y se quedó mirando la caja.
—Chico, qué impertinente eres —increpó el semielfo a la caja al tiempo que le sacudía un puntapié malintencionado.
Se oyó un gemido apagado, como una voz de niño, y Casilda tragó con fuerza, encogida en su escondite. ¿Habrían secuestrado a alguien? Pero ¿a quién? ¿Por qué?
—Bien, Ojos de Dragón —tronó Dumont sin perder de vista la caja—. ¿Qué has encontrado?
Tañe procedió a abrir el bulto con una palanca mientras Ojos de Dragón hablaba.
—Una presa fácil, capitán. Lo avistamos dando brincos por ahí. Pusimos una trampa y, ¡pam!, cayó. Tuvimos que atarlo; es un tipo escandaloso, pero estúpido.
Tañe había levantado la tapa y, de momento, no pasó nada. Casilda, poseída por una curiosidad que casi le dolía, contuvo el aliento.
Poco a poco, dos orejas marrones y alargadas aparecieron por el borde; luego asomaron con cautela unos bigotes y un hocico tembloroso, seguidos por una cabeza con enormes ojos marrones y brillantes, rebosantes de miedo. Era el conejo más grande que Casilda hubiera visto en su vida, más o menos de la talla de un perro de buen tamaño.
—Bien, señores. Es interesante, desde luego —declaró Dumont con expresión ceñuda—, pero ya había visto conejos gigantes. ¿Qué puede ofrecernos éste a mi barco o a mí?
Ojos de Dragón esbozó una sonrisa, y sus dorados ojos chispearon.
—Observad —le dijo. Se asomó a la caja, y el conejo se encogió temeroso—. ¡Oye, conejo! —gruñó—. ¡Di algo!
—No —replicó el animal con una aguda voz de tiple, el tono claro e inconfundible de un niño—. No pienso enseñarle que sé… ¡Vaya! —Sus marrones ojos adquirieron una expresión contrita, y agachó las orejas avergonzado.
—Ya lo ves, capitán, es bastante estúpido —acotó Ojos de Dragón tras una sonora carcajada.
La expresión de Dumont había cambiado y se frotaba las manos con alegría.
—¡Es tonto, sí, pero es único!
Tres bien
, Ojos de Dragón. ¿Quién dices que lo encontró?
—Yo —replicó el semielfo, y añadió con honradez—: pero Tañe estaba conmigo.
—Quedáis relevados los dos de la guardia esta noche. Id a ver al administrador y que os dé la paga de una semana. ¡Que os divirtáis, muchachos! —Los dos hombres sonrieron satisfechos—. Pero, antes, llevad a nuestro nuevo amigo abajo con los otros. ¡Eh, un momento! —Dumont miró al conejo—. ¿Qué comes tú, amiguito? —El conejo seguía encerrado en su silencio, moviendo el hocico con inquietud. El capitán exhaló un suspiro profundo y exagerado—. Bien, en ese caso no te daremos nada de comer.
—¡Oh! ¡Eso sí que no! —protestó el conejo.
—Entonces, ¿qué te gusta para comer? ¿Hierba y zanahorias, como los demás gazapos?
—¡No! —exclamó estremecido de asco—. ¡Eso no lo puedo comer! ¡Necesito carne!
—¿Carne? —repitió Dumont sorprendido, enarcando una ceja.
—Sí, sobre todo vísceras. Me gusta el hígado y los riñones… y, más que nada, el corazón. El corazón es mi manjar preferido. ¿Tenéis algún corazón disponible, por favor? Tengo un poquito de hambre.
Enseñó los dientes, pero, a juzgar por la forma en que se encogía, el gesto parecía conciliador; tenía una dentadura afilada como la de un zorro. Dumont sacudió la cabeza.
—Bien, amigo mío; veremos qué se puede hacer. Si cooperas con nosotros todo marchará sobre ruedas. Tañe, dale al conejo un corazón o algo así antes de marcharte con Ojos de Dragón, ¿de acuerdo?
—Claro, capitán —asintió Tañe, volviendo a colocar la tapa en la caja.
El conejo lanzó un gemido. Tañe y Ojos de Dragón levantaron el bulto y lo llevaron otra vez abajo, al pasadizo secreto. Tan pronto como desaparecieron de la vista, Dumont tapó la trampilla con cuidado y salió del camarote. La puerta se cerró, y la habitación quedó por fin silenciosa.
Casilda permaneció inmóvil un buen rato, acurrucada y temblorosa en el fondo del armario; acababa de presenciar una cosa que no debía haber visto, y estaba aterrorizada. ¿Y si Dumont hubiera decidido cambiarse de ropa para la función y la hubiera encontrado espiándolo? ¿Cómo habría reaccionado? Y el conejo… ¡Dioses benditos! ¡Un conejo
carnívoro
! Y… ¿Iban a ponerlo con los otros? ¿Qué otros?
«Vamos, Cas —se dijo—, no te pasará nada, y ese… animal… no te importa para nada». Respiró hondo, echó un rápido vistazo para asegurarse de que no había nadie en la estancia y abrió un poco la puerta del armario.