Las tres heridas

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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Ernesto, un escritor siempre a la búsqueda de su gran obra, encuentra una antigua caja de latón que contiene la fotografía de una joven pareja, Mercedes y Andrés, junto con unas cartas de amor. Comenzará a indagar en la historia de la pareja a través de los datos que obtiene de las cartas. La intrigante imagen, tomada el día que empezaba la guerra civil, y el posible destino de sus dos protagonistas le ayudarán a escribir su gran novela mientras se convierte en testigo de las heridas del amor, de la muerte y de la vida.

Las tres heridas
es una novela de reconciliación, de sentimientos, de amores y de ausencias que nos descubre las únicas razones por las que es importante vivir y morir.

Paloma Sánchez-Garnica

Las tres heridas

ePUB v1.1

Polifemo7
22.05.12

Título original:
Las tres heridas

Paloma Sánchez-Garnica, 17 de Enero del 2012.

Editor original: Polifemo7 (v1.0 - v1.1)

Aporte: manu911

Corrección de erratas: Mack_i_avelo

ePub base v2.0

A Manolo, por todo y por tanto

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Si te perdiera…

Si te encontrara

bajo la tierra.

Bajo la tierra

del cuerpo mío,

siempre sedienta.

MIGUEL HERNÁNDEZ

POR QUÉ LAS TRES HERIDAS

El título de
Las tres heridas
es un guiño al poema de Miguel Hernández, ya que considero admirable decir tanto y con tanta sensibilidad utilizando tan pocas palabras.

Son tres estrofas cortas, que alternan el orden de tres palabras, las tres heridas: el amor, la vida y la muerte, con la única guía de una frase que introduce el orden de cada estrofa: «Llegó…», «…viene» y «…yo», el poeta nos cuenta el desgarro que siente, lo que aquella guerra cainita ha provocado en su interior. Su penosa convicción, como la de tantos otros españoles, de que sin aquella guerra no habría sufrido el desgarro en su vida, separado de su amor, de su familia; si no hubiera estallado la guerra, no habría sentido el zarpazo terrible de la muerte de su primogénito, ni el hambre incomprensible de su otro hijo pequeño, ni la terrible injusticia de la prisión, de la enfermedad infame que le llevó a la muerte, abriendo con ella otra herida profunda a su viuda y al huérfano, como a tantas viudas y tantos huérfanos, privados del amor del marido, la esposa, el hijo, el padre o la madre, del amigo o del enamorado, obligados esos que consiguieron sobrevivir a continuar una vida distinta, condenados por la muerte injusta y malvada.

La guerra laceró con graves heridas la vida de muchos inocentes, a los que se les fracturó su presente y su futuro con todos sus proyectos, sueños y anhelos. Una guerra que quebró amores con la muerte o la ausencia o el destierro o el olvido. Esa maldita guerra que atrajo a la muerte venida a destiempo, cuando no era bien recibida, cuando quedaba todavía mucho aliento que dar y recibir, que rasgó con una herida mortal no sólo a los que sucumbieron, sino, y sobre todo, a los que se quedaron, penando para siempre esa muerte traicionera que les arrancó la vida y el amor.

CUANDO TODO ACABE

La oscuridad apenas le permitía ver la imagen de la foto, pero Andrés Abad Rodríguez la tenía grabada en su memoria: de pie, junto a la fuente de los Peces, con un vestido hasta la rodilla (que él recordaba de pequeñas flores rojas sobre fondo claro aunque la imagen lo mostraba en colores grises y oscuros), el corte bajo el pecho, que dejaba suelta la cintura que ya delineaba la delicada curva del embarazo, y un pequeño cuello de encaje, Mercedes Manrique Sánchez miraba tímida a la cámara, una mano sobre la cadera y la cabeza ladeada con una leve sonrisa, feliz y tranquila, ajena a lo que estaba a punto de estallar. Gracias a aquel artefacto con fuelle, Andrés tenía en sus manos la imagen que lo había mantenido con vida a lo largo de los dos años y medio que duraba aquel infierno. Acariciaba la foto con mucho cuidado para no estropearla, y cerraba los ojos imaginándose junto a ella. Soportaba el hambre, la sed y el agotamiento, pero su ausencia le causaba un dolor a veces insuperable, incrementado por la angustia de no saber nada, ni de ella ni del hijo del que desconocía todo: si era un varón, como él quería, o una niña, como ansiaba ella.

Hacía tres meses que les habían desplazado desde Nuevo Baztán (donde se había pasado los últimos dos años construyendo una vía de tren inconclusa, cavando zanjas que no protegían, o levantando parapetos que de poco servían) hasta un antiguo preventorio abandonado, cercano al término de Las Rozas, no muy lejos de la carretera y próximo a la línea de los sublevados. La orden inicial había sido el traslado de todo el batallón a Navacerrada, sin embargo, al llegar a la carretera de La Coruña, les hacinaron en aquel lugar inhóspito que parecía estar en medio de la nada. Se pasaban el día sin hacer nada, lo que hacía más penoso el paso del tiempo porque, mucho peor que el trabajo agotador que, al fin y al cabo, les arrojaba a un sueño inconsciente al caer la noche, era la desidia y el aburrimiento de ver transcurrir las horas sin otra ocupación que pensar. Las dificultades del ejército republicano en los distintos frentes eran más evidentes cada día, y el desánimo empezaba a cundir entre muchos milicianos. No se había confirmado oficialmente (al menos a ellos, nadie lo había hecho), pero los rumores apuntaban a que Barcelona había caído sin apenas resistencia, que los nacionales avanzaban imparables por Cataluña, y que cientos de miles de republicanos de toda clase y condición huían hacia la frontera de Francia. Y mientras se resolvía una guerra que no era suya, Andrés llevaba más de dos años realizando trabajos forzados para la causa de la República —según les decían los que les custodiaban—, pasando hambre, frío o un calor insoportable. Siempre le rondó la idea de escapar de aquel infierno, pero nunca se atrevió porque era consciente de que su huida supondría la muerte inmediata de su hermano y de un muchacho con cara de infeliz de nombre Cándido Casas. Sin embargo, en los dos meses que llevaba allí encerrado, se había ubicado y sabía que se encontraba lo suficientemente cerca de Móstoles como para arriesgarse. Si caminaba de noche y regresaba antes del amanecer, podría ver a Mercedes, aunque sólo fuera un instante, y conocer por fin a esa criatura tantas veces imaginada, llegada al mundo en las peores circunstancias. Lo había planeado todo a conciencia. Si salía después del último control del día, cuando todos durmieran, y caminaba toda la noche, podría estar de vuelta antes del primer recuento. Recreaba en su mente los caminos recorridos y bien conocidos. Había hecho el camino de Móstoles a Las Rozas decenas de veces a lomos de la Cordobesa; salía al amanecer y llegaba a mediodía, a pesar de que era lenta y torpe hasta la desesperación; por tanto, si iba a buen paso, podía tardar unas cinco horas y estaría de regreso antes del recuento; al día siguiente era domingo, y los domingos pasaban lista más tarde. La ausencia le dolía y la idea de verla era lo único que le calmaba. Se conformaba con abrazarla sólo un instante, un solo abrazo y estaría dispuesto a volver y soportar lo que fuera.

A pesar del riesgo, se creía con fuerzas suficientes para conseguirlo. Había comprobado que, en aquel lugar, la vigilancia era más laxa; los milicianos parecían más interesados por su propia suerte que por los presos que tenían a su cargo. Había ocultado a su hermano sus intenciones porque trataría de impedírselo. Clemente era tres años mayor que él, y desde el principio había asumido la labor de protegerle. Pedía paciencia cuando la angustia y el llanto desesperado se desbordaban de los ojos de Andrés ante la impotencia de no poder hacer nada, de esperar a diario la muerte, o de asumir ese extraño hado de continuar con vida un día más, una semana más, y así durante más de treinta meses.

—Cuando todo acabe, regresaremos a casa, y volverás a ver a Mercedes y conocerás a tu hijo, y yo podré reunirme con Fuencisla y les contaré cuentos a mis hijos, y les llevaré a ver los caballos de Román, y todo volverá a ser como antes…

—Cuando todo acabe… —murmuraba Andrés, repitiendo las palabras de su hermano, con la vista perdida en la desesperanza—, cuando todo acabe…

—Tenemos que resistir, Andrés, mantenernos vivos…, todo volverá a ser como antes…

Clemente callaba porque sus palabras se ahogaban en la garganta. Todos sabían que aquella guerra, larga y absurda, había transformado a los que consiguieran sobrevivir a ella.

Andrés Abad, tumbado en su incómodo catre sucio y maloliente, con la foto sobre su pecho, presionándola con la palma de su mano, esperaba paciente el momento adecuado para salir. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. En apariencia, todos dormían; más de un centenar de hombres acostados; ronquidos, toses, carrasperas flemáticas o groseras ventosidades rompían el silencio nocturno. Sin embargo, su descanso no era plácido, tan sólo se abandonaban al agotamiento acumulado, al dolor del hambre y al lento transcurrir de un tiempo que les sustraía la vida. Metió la foto de Mercedes entre su ropa y se incorporó lentamente intentando evitar el chirrido de los muelles oxidados bajo su escuálido colchón. Sentado, volvió a observar aquel inmenso pabellón de paredes altas y descascarilladas, rezumantes de oscuras humedades, con enormes ventanales sin cristales, cubiertos, en el mejor de los casos, por cartones o mantas rotas por donde se colaba un aire gélido; decenas de catres de hierro se disponían en hileras, tan juntos unos de otros que apenas dejaban un estrecho pasillo para transitar. Se incorporó lentamente y se puso de pie, pero antes de que pudiera dar un paso, sintió que le agarraban del brazo.

—¿Adónde vas?

Clemente le sujetaba con fuerza, barruntando sus intenciones.

—A mear.

Apenas le veía la cara, pero sintió el gesto de reprobación de su hermano.

—Vuelvo en seguida… —murmuró, intentando desasirse, pero Clemente le agarró con más fuerza.

—Te lo advierto, Andrés, no hagas ninguna tontería de la que te puedas arrepentir…

La voz grave y firme de su hermano se le clavó en el pecho como un fino cuchillo. La fuerza de los dedos sobre el brazo se fue aflojando poco a poco hasta liberarlo. Los dos hombres mantuvieron la mirada en la penumbra espesa y cargada, en un silencio mortal, lúgubre, como una extraña despedida que alteró el corazón de Andrés.

Clemente se tendió y le dio la espalda. Sólo entonces, Andrés se alejó, buscando los espacios para meter las piernas por los huecos que quedaban entre las camas; estaban tan juntas que se arañó la piel con los hierros. Cuando alcanzó la ventana respiraba con dificultad y sudaba a pesar del frío reinante. Apoyó la espalda en la pared e intentó mantener la calma. Nadie parecía haberse percatado de su noctámbulo paseo. Algo más sereno, se asomó con cautela al exterior; miró a un lado y a otro; no había ni una sola nube en el cielo, y por fin se había disipado la espesa niebla tras días de cubrirlo todo de un halo blanquecino e impenetrable; la luz cenital de la luna aclaraba levemente el terreno que circundaba aquella cárcel improvisada. Nadie vigilaba esa zona del preventorio. Andrés saltó al exterior, pero al posar el pie algo punzante se le clavó en el talón y tuvo que morderse los labios para no emitir un grito. Tensó todo el cuerpo y, poco a poco, expelió con el aire de los pulmones el intenso dolor. Agazapado entre los matorrales y moviéndose con mucho sigilo, se palpó el pie. Tenía un corte del que ya empezaba a manar la sangre. Se arrancó un trozo de camisa y se la ató a modo de venda. Se calzó las alpargatas y emprendió el camino. A lo lejos se oía el rumor de voces de los que hacían la guardia. Cojeando, se deslizó cauteloso junto al muro, y al llegar al final se asomó para otear el puesto de guardia. Todo permanecía tranquilo. Anduvo agachado hasta que tuvo la certeza de que no podría ser visto; ya incorporado, miró al cielo y se situó. Tenía que ir hacia el sur. Conocía de sobra los caminos, pero prefirió evitarlos y avanzar por el monte guiándose por las estrellas. De niño, su padre le había enseñado a orientarse por el campo; siempre le decía que, durante la noche, antes de mirar al suelo había que mirar al cielo. Emprendió la marcha con paso ligero y constante; no quería agotarse demasiado, debía dosificar sus fuerzas para regresar. El frío era tan intenso que parecía azotar su maltrecho cuerpo. Cruzó los brazos sobre el pecho. El talón le dolía cada vez que lo plantaba porque la fina suela de esparto de las alpargatas apenas le protegían del terreno; intentaba no pensar en ello; sabía cómo controlar el dolor, era una de las cosas que había aprendido durante aquellos meses atroces en los que, a diario, había tenido que sobreponerse a esa penosa sensación.

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