Después de la visita de su amiga, Larissa había intentado dormir, pero el lejano redoble de tambores empezó de nuevo, y en esa ocasión no logró silenciarlo ni tapándose los oídos con la almohada; afortunadamente, en algún momento de la noche, cesó.
Larissa se dirigió a la cómoda, abrió un cajón, sacó el relicario y acarició con ternura el sedoso rizo de pelo mientras recordaba a Aubrey Helson; los recuerdos de su padre siempre despertaban en ella dolor y resentimiento. Había sido un hombre bueno, pero débil, y las últimas imágenes que conservaba de él eran en plena borrachera y perdido por el juego. Hacía ocho años que la había abandonado y que Raoul Dumont había hecho su aparición para recogerla. Hacía ocho años que había nacido Larissa Bucles de Nieve.
El silbido de la sirena interrumpió las tristes reflexiones de la joven.
—¿Ya? —dijo en un tono quejumbroso, y tomó la capa con que cubría el disfraz durante el desfile.
Casilda abrió la puerta y, con una reverencia jocosa, cedió el paso a su amiga.
—Bien —dijo Dumont—, el desfile está a punto de empezar. Dadme toda la información con rapidez.
—Nada de interés, capitán —respondió Ojos de Dragón sacudiendo la cabeza negativamente—. Si hay algo aquí que valga la pena, lo esconden tan bien como lo callan.
—Son una gente muy supersticiosa —terció Jahedrin—, y hablan mucho de los dioses de la naturaleza; los hay de todas clases: animales, espíritus, seres del pantano… Los marjales los asustan
de verdad
—recalcó con énfasis.
—Dicen que allí mora el señor de los muertos —añadió Ojos de Dragón—, y que prefiere estar solo. Si no se acercan a las ciénagas no corren peligro; aunque, según dicen, algunas veces el pantano los persigue.
Dumont arrugó el entrecejo; la yola que había mandado a explorar no había regresado y deseó que no hubiera sucedido nada malo.
—Todo parece indicar que debemos concentrar nuestros esfuerzos en los marjales —musitó.
Se produjo un incómodo silencio.
—En la taberna Dos Liebres —intervino Tañe— hay buena cerveza.
—Bien, eso sí que es importante —bromeó Dumont con una carcajada que alivió la tensión—. Buen trabajo, muchachos; id a buscar el rancho.
Dumont no estaba enfadado con los hombres, pues sabía que si no habían encontrado nada no se debía a una falta de celo en la búsqueda. Cuando lo dejaron solo, subió la escalera hasta la cabina del piloto y desde allí se dispuso a contemplar con satisfacción el desfile de los actores por la ciudad. Se había congregado tal muchedumbre que pensó que todos los habitantes de la isla estaban presentes en el evento.
Los malabaristas, los tragafuegos y demás titiriteros clásicos abrían la marcha, seguidos por Sardan con su mandolina. Le resultó divertido que las fastidiosas señoras que habían acogido con indiferencia el despliegue de habilidad física admiraran fascinadas la dulce voz y el aspecto juvenil del bardo; Sardan era Florian, el héroe de capa y espada, y Dumont sospechó que en Puerto de Elhour, como en todas partes, al lindo actor de cara aniñada no le iba a faltar compañía femenina.
Después desfilaba Gelaar, que caminaba resueltamente entre la gente, abriéndose paso sin tropiezos; los rostros reflejaban asombro e incluso temor a su paso, pues iba acompañado de un grifo mitológico, un ave fénix y un unicornio ilusorios, que arrancaban exclamaciones y aplausos al público. La calle pavimentada sobre la que pisaba se cubrió entonces de humo y se convirtió en una senda campestre cuajada de flores, y la gente estalló en un aplauso ensordecedor.
Los acróbatas venían detrás derrochando risas y gritos de ánimo, seguidos por los componentes del coro, que lucían trajes parecidos al de Larissa, aunque no tan impactantes. Larissa y Casilda habían pasado delante para preparar la escena en la plaza de la villa; representarían un pasaje del segundo acto en el que la Dama del Mar encarcela a la virtuosa Rose.
Dumont ya se había dado la vuelta para descender la escalera, cuando captó un movimiento por el rabillo del ojo; la yola, una balsa de cuatro maderos atados, regresaba. Sólo veía a un hombre en la embarcación, que bogaba hacia la nave, pero aún estaba lejos como para distinguir de cuál de sus hombres se trataba.
Profirió un juramento en su fuero interno. «¡Qué insensato! ¡No podría haber escogido un momento más inoportuno para volver que durante el desfile!». Volvió a mirar con ansiedad a la gente que aún deambulaba por la calle y comprobó con alivio que el desfile ya se alejaba del muelle y la muchedumbre lo seguía con alegría.
Bajó a la cubierta principal protegiéndose los ojos de los últimos rayos del sol poniente. El hombre de la yola era Brynn, el marinero pelirrojo, y remaba rítmicamente, casi como un autómata. Ya se había acercado bastante, y el capitán percibió que tenía la ropa desgarrada y ensangrentada.
Silencioso como una sombra, Ojos de Dragón se situó junto a Dumont, y el capitán y el semielfo contemplaron con asombro la llegada del marinero a
La Demoiselle
.
Brynn procedía de Invidia, una tierra cuyos habitantes no tenían fama de amables ni de predispuestos a la confianza. El miedo era el sello característico de los invidianos, pero Brynn era la excepción: estaba dotado de unos nervios de acero. Se había unido a la tripulación cuando el barco había anclado en la ciudad portuaria de Karina y, desde entonces, aquel hombre endurecido, con más de un asesinato a la espalda, había salido de «exploración» muchas veces por encargo de Dumont. El capitán sabía que eran pocas las cosas capaces de quebrantar la fría compostura del pelirrojo.
Y, al parecer, había topado con una de ellas, pues Brynn estaba acurrucado contra el fondo del bote, con la ropa desgarrada y cubierta de sangre de innumerables arañazos; temblaba sin control y sus ojos siempre fríos, estaban inyectados en sangre y desorbitados de terror. Ni siquiera hizo el amago de atar la yola al barco.
Ojos de Dragón bajó a amarrar la balsa de maderos a
La Demoiselle
, pero Brynn no pareció darse cuenta y Dumont tuvo que llamarlo dos veces por su nombre antes de que levantara los ojos y parpadeara como deslumhrado.
—¿Capitán?
—Brynn, ¿qué os ha pasado? ¿Dónde están los demás?
No hubo respuesta; el hombre se limitó a humedecerse los labios resecos. Dumont y Ojos de Dragón se miraron, y el capitán frunció el entrecejo.
—¡Maldito seas! ¡Te ordeno que me informes! De lo contrario te tiro a las fieras que vivan en esos malditos marjales.
La amenaza sacó al marinero de su trance.
—¡Los han cogido, señor! —respondió con voz temblorosa—. Primero desapareció Philippe, cuando el… —Se estremeció y apartó la vista—. Y después Kandrix… aunque fue él quien los encontró, capitán; los cogieron entre Astyn y él y los trajeron a la yola. —Hizo una pausa, y sus marrones ojos quedaron vacíos de expresión otra vez. Ojos de Dragón lo sacudió con violencia y el hombre, sobresaltado, prosiguió—: Pero en el agua… aquello…, aquello los atrapó, a los dos, y quería cogerme a mí también pero empecé a remar como loco y aquí los tenéis, capitán. Los traigo aquí. Tomadlos, aquí están…
Dumont, consternado, vio cómo los obsesionados ojos de Brynn se llenaban de lágrimas que caían en regueros por sus pecosas mejillas. Sacudió la cabeza, tendió una mano y ayudó a Brynn a salir del bote; el marinero se quedó de pie sin más, temblando y parpadeando como un estúpido. Dumont suspiró; aquel hombre tardaría un tiempo en volver a ser útil.
—Vete al cuarto de baño, Brynn —le ordenó—. Ojos de Dragón va a prepararte un baño y mandaré a Brock que te lleve algo de comer, además de un buen par de tragos. Pero no salgas del baño hasta que llegue yo, ¿entendido? No lo dejes salir… —recomendó en voz baja a Ojos de Dragón—, ni dejes entrar a nadie más que a Brock.
—Vamos —lo animó el semielfo con una amabilidad inusitada en él, cogiéndolo del brazo—. Un baño caliente te va a dejar como nuevo.
Brynn salió arrastrando los pies ayudado por Ojos de Dragón.
—Cosas como aquello… que un hombre haga… terrible… —murmuraba.
El capitán se quedó mirando al hombre destrozado que se alejaba cojeando; después se volvió hacia la caja, que todavía estaba en el fondo de la yola, y la empujó cautelosamente con la punta de la bota. Al no producirse reacción, la tocó con la mano. La madera estaba cálida al tacto, más de lo que cabía esperar según la intensidad de los rayos del sol poniente. La recogió y volvió a la cubierta; con la misteriosa caja bajo el brazo, se apresuró a alcanzar la escalera que conducía a la cabina del piloto, que se hallaba vacía, y de allí pasó a la intimidad de su camarote.
Dejó la caja sobre la mesa y la examinó por un momento; curiosamente, aún conservaba el mismo calor. Se sentó frente a ella, cerró los ojos y comenzó a cantar en voz baja una melodía que habría desconcertado a cualquiera, pero que en realidad era un fragmento de
El placer del pirata
. El camarote del capitán estaba protegido por numerosos encantamientos, al igual que todo el barco, pero Dumont no estaba dispuesto a correr riesgos. Ignoraba lo que contenía la caja, aunque sabía que tenía relación con la crisis nerviosa de Brynn.
Terminó el encantamiento y abrió los ojos: la caja seguía exactamente igual. Con gran cautela levantó la tapa, sólo una rendija.
Del interior emanó una luz blanca que le acarició las manos con suavidad. Era una sensación muy placentera, pero el capitán estaba desconcertado. Volvió a cerrar, y el placer cesó; se dispuso a abrirla de nuevo y, con el corazón acelerado, atisbo en el interior.
Una nube de diminutas luces blancas titilaba y revoloteaba con inquietud en el interior. La luminosidad que desprendían le dio en el rostro, y de pronto se sintió inundado por recuerdos de la infancia: cuando salía a montar a caballo con su padre por los campos; cuando su hermana menor, Jeanne-Marie, todavía vivía; cuando la sombra aún no se había cernido sobre su vida plena de energía.
Rebosante de felicidad, levantó la tapa un poco más sin darse cuenta…, y otro poco más…
La cerró con violencia en cuanto las lucecitas trataron de escapar después de llevarlo a un estado de ensoñación casi total. Comenzó a reír estentóreamente. ¡Qué hallazgo! No tenía la menor idea de lo que serían aquellas criaturas minúsculas, pero sí sabía cómo sacar provecho de las sensaciones agradables que producían.
—¡Bien hecho, Brynn! —exclamó, pensando para sus adentros que semejante tesoro bien merecía la vida de los tres hombres y la cordura del cuarto.
Si Brynn se recuperaba lo suficiente, lo premiaría con una noche en la ciudad que no olvidaría jamás.
Tomó la preciosa caja entre las manos con sumo cuidado y se acercó al armario, la posó en el suelo y después cerró el mueble con un conjuro. Dudó un momento; la curiosidad lo impulsaba a quedarse y experimentar más con aquellas cosas, pero el sol ya se hundía en el horizonte poco a poco, y tenía que apresurarse para llegar a tiempo a la representación.
La plaza del mercado de Puerto de Elhour carecía de rasgos relevantes; era una plaza cuadrada, común, flanqueada por escaparates de tristes comercios y callejas oscuras. La irregularidad del terreno dificultaba el paseo, y la gente prefería cruzar por los lados, donde se alineaban las tiendas. En el centro había una especie de cisterna grande que utilizaban para recoger agua de lluvia, y en los tejados había cañerías y aljibes de gran capacidad. Todo resultaba funcional, y nada más.
Ese escenario ramplón era lo único que habían visto los habitantes de Souragne a lo largo de los años; pero no aquella tarde, pues Gelaar les había proporcionado una muestra del paraíso. Unas finísimas arenas blancas sustituían a las irregulares piedras grises; los cipreses se habían convertido en palmeras, y las fachadas de los comercios, en el océano abierto. Una mujer, abrazada a su hijo, lloraba profusamente ante tanta belleza.
Florian yacía en la playa, muerto al parecer; Sardan había estudiado la forma de tumbarse para destacar su amplio pecho y sus fuertes muslos. Rose sollozaba arrebatadora sobre el cadáver, y atacó el aria «¡Ay! Mi amor se ha ido».
Larissa presenciaba la representación, apretando en la mano el colgante que llevaba alrededor del cuello: una esmeralda con un azabache incrustado, todo ello engarzado en un óvalo de plata; parecía una especie de ojo abierto y, cuando se «tapaba» con la mano, volvía invisible al portador, como a la joven bailarina en esos momentos.
Dumont llevaba muchos años coleccionando objetos mágicos diversos, que utilizaba para aumentar el atractivo de
La Demoiselle
. El Ojo, como él lo llamaba, era uno de sus tesoros más preciados, e indefectiblemente sorprendía al público cuando la persona que lo llevaba lo descubría y aparecía en el escenario por arte de magia. La bailarina escuchaba a Casilda y contuvo la respiración en el momento en que la canción entró en los últimos compases. «¡Concéntrate, Casilda —pensó para sí—, ya verás como llegas a esa nota!».
¡Ay! ¡Mueren mis esperanzas como la luz en los ojos de mi amado, como los sueños al llegar el alba, como el estío dorado, muere mi amado!
La voz de Casilda iba elevándose hacia la nota clave… y desafinó, como le sucedía siempre. No había sido terrible, pero sí lo suficiente como para que Larissa supiera que después de la representación tendría que consolar a su amiga. Sacudió la cabeza con gesto de compasión, se colocó en su sitio y descubrió el Ojo.
El público se quedó sin respiración por la sorpresa al ver aparecer de la nada a la espléndida Dama del Mar con su blanco cabello. Se acercó a la arena como una perversa hada del agua, bella y peligrosa; cerró los ojos y se dejó arrastrar por la música y el papel.
Raoul Dumont la contemplaba desde el público con ojos brillantes. Siempre que presenciaba la actuación de la primera bailarina, los ardientes deseos que se ocultaban en su interior estallaban en llamas; ese personaje en particular exponía la gracia y la perfección del cuerpo de la joven, y Dumont sonrió como una fiera salvaje. Esa noche la haría suya, siempre que el idiota de Jack se acordara de desempeñar bien su papel.
Larissa saltó en el aire y estiró las piernas al tiempo que arqueaba la espalda, y su cabello, regado con conchas marinas, se agitó como una ola, se posó sobre el cuerpo de Florian y lo despertó. Una parte de la joven se alegraba de ejecutar bien su papel; la representación estaba saliendo a pedir de boca, y ella sentía fluir la música por sus músculos como si fuera la sangre. Pero a la otra parte, no le preocupaba hacerlo mejor o peor; se limitaba a disfrutar del movimiento.