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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (22 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—¡Papá! —lo regañó—. ¡Las has asustado!

El padre se lanzó contra los seres luminosos y sacudió los brazos con frenesí sin dejar de chillar, poseído por la furia y el miedo. Todos los seres voladores se alejaron, excepto uno.

—¡Por todos los dioses, Rissa, creí que te había perdido! —Aubrey, jadeante, levantó en brazos a la pequeña traviesa y la abrazó estrechamente.

Pero a Larissa no le había gustado ser rescatada de entre las bonitas lucecitas.

—¡Papá, diles que vuelvan! —le exigió enfadada.

Aubrey la miró detenidamente y tragó saliva con fuerza; en los últimos instantes, el cabello de su hija se había tornado de un blanco puro. Los cansados labios del hombre adoptaron una mueca férrea, y la niña frunció su sonrosada boca en un puchero de determinación. Se debatió cuando su padre la tomó en brazos y se apresuró a regresar al pueblo, a la cálida y familiar luz de las antorchas, con su preciosa carga contra el pecho. La cabeza de la pequeña asomó por encima del hombro de su padre y vio que una de las luces todavía la acompañaba. Con una queja angustiada e inútil, unió las manos suplicantes y se dirigió a la criatura.

—¡No me dejes! —imploró con lágrimas en los ojos.

La esfera de luz se mostraba preocupada, parpadeaba nerviosa y zigzagueaba como enloquecida. Siguió al padre y a la niña unos momentos más iluminando el rostro convulso y lloroso de la pequeña. Al aproximarse al pueblo, se detuvo y su luz reflejó angustia, hasta que comenzó a oscurecerse y a alejarse en dirección a sus compañeras.

Recuerdo…, recuerdo

—El pantano necesitaba tu magia y los
feux follets
te llamaron. De haber tenido la posibilidad de responder a su llamada, de no haberte alejado tu padre de aquí, habrías terminado convertida en un ser como yo: parte integrante de los marjales.

—Pero yo no tengo magia —arguyó Larissa.

En el mismo momento en que esas palabras salían de sus labios, supo que no eran ciertas; todavía reconocía en su cuerpo aquella sensación hormigueante y cálida, un estadio primario del júbilo salvaje que había experimentado al bailar el día en que Sardan tocaba para ella. Cerró los ojos y volvió a sentir el poder que rebullía en su interior y se extendía por sus venas casi sin control.

—Tenías esas fuerzas en potencia, por eso el pantano te escogió. ¿Cuándo comenzaste a bailar?

Sorprendida por la brusca pregunta, abrió la boca y contestó:

—Cuando tenía seis años más o menos, creo.

—¿Quién te enseñó? —inquirió de nuevo la Doncella en tono indiferente, como si ya conociera la respuesta. Unió las manos formando un cuenco, y las palmas comenzaron a brillar tenuemente. Larissa, movida por la curiosidad, se quedó mirando sin responder, y la Doncella levantó los ojos hacia ella—. ¿Quién te enseñó? —repitió con más severidad que antes.

—Esto… nadie —contestó. La luz de las manos de la Doncella comenzaba a tomar forma—. Empecé a bailar, sin más; me divertía y parecía que lo hacía bien.

La forma se solidificó y su color cambió de verde claro a azul oscuro. Con una leve sonrisa, la Doncella le tendió a la asombrada joven las manos repletas de bayas.

—La danza es el don que te fue concedido por el pantano en el momento en que te convertiste en mata-blanca —aclaró mientras Larissa empezaba a comer—. Tomamos el color de tus cabellos y quedaste marcada como escogida del pantano; también te concedimos lo necesario para controlar y utilizar tus habilidades mágicas. Tu cuerpo ha descubierto su magia y tu alma conoce los secretos, pero tu mente aún no los ha aprendido. Por eso ahora te digo: posees cualidades mágicas; si te enseño a manejarlas, ¿las usarás para combatir el mal a bordo de
La Demoiselle
?

—Sí —replicó la joven, sorprendiéndose a sí misma con una sonrisa.

—Entonces, comencemos. Cuéntame lo que hacías a bordo del barco.

—Soy la Dama del Mar en una obra musical titulada
El placer del pirata
—comenzó Larissa, al tiempo que tomaba entre los dedos la última baya dulcísima.

La Doncella hizo un gesto afirmativo con la cabeza que agitó sus musgosos mechones.

—Puesto que estás familiarizada con el elemento líquido, empezaremos por el agua.

—A duras penas podrían compararse las ilusiones de
El placer del pirata
con magia auténtica —objetó la joven.

—Eso no es necesariamente cierto. ¿Quién coreografiaba las danzas?

—Yo.

—Bien; en ese caso, parte de la obra nace de ti, ¿comprendes? —Larissa negó con un gesto, y la Doncella rió con la dulzura de la lluvia sobre el agua—. No importa. Ahora, baila tu papel para que yo lo vea.

Sintiéndose súbitamente nerviosa, la joven se levantó y se dirigió con torpeza hacia una parcela de terreno llano; aseguró su peso sobre los pies y se imaginó el cuerpo tendido de Florian y a la llorosa Rose, procurando no acordarse de Casilda y de lo que le habían hecho. «Piensa en la danza», se recomendó con severidad.

Al principio bailaba desmañada y hacía muecas de desagrado, consciente de que debía de parecer muy rígida. Pero poco a poco fue relajándose, a medida que repetía los pasos de siempre.

La Doncella la observaba con atención, sin apartar la mirada del ágil cuerpo, de los pies saltarines, de la ondulante mata de pelo blanca. ¡Oh, sí! Había magia en esos músculos estilizados. ¿Cómo no la sentía ella?, se preguntaba la mujer; aquella muchacha irradiaba magia. Larissa dio un salto, sacudió el cabello y, sudorosa, arqueó la espalda y ejecutó la última pirueta. Después miró hacia la Doncella para ver su reacción, pero encontró un rostro impasible.

—Tienes mucho que desaprender —le dijo la mujer vegetal—. Tus pasos son artificiales, resultado de la práctica, previsibles. Tienes que aprender a olvidarlos y a concentrarte sólo en los ritmos.

—Pero si no hay música —protestó Larissa tomando aliento. Le humillaba un poco no haber logrado sorprender a la dama.

—Sin embargo, existe. Mientras dure el aprendizaje, los árboles movedizos tocarán para ayudarte, pero después tienes que buscar en tu espíritu el ritmo que te conduzca a los poderes que persigues. Ahora, obsérvame; yo no tengo el don de la danza como tú, pero he aprendido lo suficiente como para enseñarte. —Se levantó grácilmente y alzó una mano para indicar a Larissa que se sentara—. Árbol movedizo marcado por el fuego —dijo a un árbol con una inclinación de cabeza—, toca para que yo enseñe a esta mata-blanca.

El colosal árbol, que tenía verdaderas señales de haber soportado un gran incendio, se agitó en respuesta, y dos macizas raíces salieron de la tierra y comenzaron a percutir sobre el tronco.

Producían un sonido profundo, y algo enterrado en las profundidades del alma de la joven brincó ante el estímulo. Respiraba entrecortadamente mientras contemplaba las evoluciones de la delgada figura de la Doncella.

La mujer se agitaba hacia adelante y hacia atrás, con los ojos cerrados para concentrarse mejor; comenzó a mover las caderas con la cadencia de agua que cae y elevó las manos como si fueran olas; los zarcillos que formaban sus dedos ondeaban como si quisieran desprender gotas de lluvia. El ritmo tenía el arrullo del océano, la risa del río, y Larissa deseaba, por encima de todo, ponerse en pie y unirse a la danza de la Doncella. —¡Tierra! —exclamó la mujer con brusquedad. El árbol respondió con un sonido más amortiguado y profundo si cabe, como el latido de un corazón, el latido del corazón de la tierra. Los movimientos de la bailarina cambiaron también, se tornaron más pesados, menos fluidos; cayó de rodillas y después se tendió boca arriba y tomó tierra del suelo a puñados para dejarla escapar entre los dedos. Larissa volvió a sentir la atracción de la danza, pero continuó sentada; no la habían invitado, aún no.

—¡Aire! —ordenó la Doncella.

El ritmo cambió una vez más y se tornó ligero y flotante, como un ave al viento. Por primera vez desde que la conocía, la Doncella levantó los pies del suelo, y la silvestre criatura comenzó a saltar con ligereza. Su largo y musgoso cabello volaba al viento, y Larissa tragó saliva ruidosamente ante la belleza pura y fluida del espectáculo.

—¡Fuego!

Larissa presintió que aquél debía de ser el más difícil y peligroso de los elementos invocados y se puso en tensión sin saber muy bien por qué. El árbol producía un sonido más intenso, cortante y seco, y los movimientos de la Doncella evocaban llamas y relámpagos, fuerza y energía puras, evoluciones bruscas… Larissa cerró los ojos.

De repente, todo quedó en silencio. La joven abrió los ojos de nuevo y, al ver a la dama delante de ella, se levantó temblando sin remedio. Había pasado la vida entera suspirando, sin saberlo, por lo que acababa de presenciar. Ahora, hasta sus saltos más potentes parecían sujetos a la tierra, y sus piruetas, sosas y carentes de significado. No podía soportar la idea de no poseer el arte de la Doncella.

—Tengo que aprender —dijo con voz trémula—; es imprescindible que aprenda a bailar como vos. Enseñadme.

TRECE

—Para comenzar, no puedes bailar así ataviada —declaró la Doncella con sequedad.

La bailarina se miró. Iba vestida como siempre que bajaba del barco: falda hasta los pies, un corpiño que se ataba por delante y una camisa debajo.

—¿Qué tienen de malo, aparte de estar sucios?

—Te constriñen en exceso. No te pongas nada que restrinja tus movimientos.

Larissa se sintió molesta porque la Doncella la obligó a quitarse la ropa y hacerla pedazos para improvisar otro atuendo. Se ciñó al pecho una tira de la falda y se sujetó al estrecho talle la tela de la camisa, que era más liviana; después miró a la Doncella en busca de su aprobación.

—No —la regañó. Le arrancó la falda y se la volvió a colocar en torno a las caderas.

—Sólo llevo tan poca ropa cuando me baño —musitó la joven, aunque no rechazó el extraño arreglo.

—Existe una razón para que sea así. Cada parte del cuerpo corresponde a un elemento —le explicó la Doncella del Pantano—. El cabello es el aire, y la forma en que lo muevas y juegues con él contribuye a la magia del aire. Con ese elemento se puede mandar sobre el viento, conjurar a los seres aéreos, manipular los fenómenos atmosféricos…

—¿Sólo con esto? —inquirió, pasándose la mano por el cabello, todavía pegajoso; la Doncella asintió con seriedad.

—Los brazos son el fuego —prosiguió, ejecutando movimientos ondulantes, emulando los de las llamas con los dedos y los delgados brazos verdes. Larissa la imitó—. Fuego, los elementales del fuego, la electricidad, la luz y el calor, se generan con sus movimientos. El agua —continuó, balanceando las caderas—, reside en el centro. —Procedió a contonear el tronco hasta hacerlo rotar—. Por eso necesitas tener libre el centro; es imprescindible que aprendas a dominar el agua, aquí en los marjales. Y la tierra —dijo; levantó los pies del suelo y dio un salto— está en los pies, con los que entramos en contacto con nuestra madre. Ha llegado el momento de la primera lección. —El corazón de Larissa se aceleró de emoción—. Túmbate en el suelo.

—¿Cómo? —preguntó, atónita y decepcionada.

—La danza es lo último —rió la Doncella al ver a la joven tan ansiosa—. Los hechiceros no empiezan a practicar hasta que conocen el peligro al que se enfrentan y la forma más eficaz de combatirlo; ni hacen encantamientos sin antes reunir los ingredientes necesarios.

—Pero ahora se trata de la danza, no de hacer encantamientos —arguyó Larissa. La Doncella le rozó la mejilla con suavidad.

—¡Cuánto tienes que aprender, pequeña! En primer lugar, aprende a enraizarte. —Al ver el aire desconcertado de la joven, le explicó—: Adquirimos fortaleza del terreno sobre el que se asientan los pies, sea tierra, agua o la madera de una embarcación. Voy a llevarte a tu primer viaje; túmbate y cierra los ojos.

Larissa hizo lo que le decían. Notó el suelo húmedo, pero no encharcado y, tan pronto como consiguió relajarse, empezó a sentirse cómoda. Entonces, comenzó a hundirse.

Gritó y se sentó sobresaltada, pero la Doncella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Confía en mí —le dijo impaciente, con su suave voz de follaje, al tiempo que poco a poco la tendía en el suelo otra vez.

En esta ocasión, Larissa tardó más en relajarse y, mientras lo lograba, comprendió que no se hundía literalmente en la tierra, sino que era su mente la que emprendía el viaje.

Confía en mi
—resonó en su mente la voz refrescante de la mujer—.
Confía, en ti misma
.

Se encontraba enterrada en el suelo fresco y fragante y sentía el latir impalpable de la tierra, homogéneo y perpetuo. Sin darse cuenta, hundió los dedos como si quisiera llevar el cuerpo a donde se encontraba la mente, sin el menor recelo ya. ¿Quién podía temer a la tierra?

Siente la vida, Larissa; siéntela, atrápala, utiliza su energía para darle tu forma propia
.

Ésa era la fortaleza, la energía: vida, crecimiento. Sí… Ya lo sentía; oía cómo crecían las plantas, cómo las raíces buscaban sus nutrientes en el rico suelo… Se acercó con la mente y acarició esa fuerza, y la tierra acogió con agrado el roce de prueba. Después, concentró sus esfuerzos en moldear aquella energía.

—Larissa —sonó la voz de la Doncella. La bailarina abrió los ojos; sentía el cuerpo pesado y, por unos instantes, el movimiento le resultó difícil en extremo. Se sentó con un gran esfuerzo y se desentumeció—. Mira hacia tu mano derecha —dijo la Doncella, con un intenso placer en sus verdes ojos. Larissa obedeció y encontró un pequeño macizo de violetas en medio de la tierra desnuda—. No estaban cuando te tumbaste.

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