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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (25 page)

BOOK: La danza de los muertos
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Liza sonrió con alevosía y levantó la mano en alto disfrutando de cada instante de triunfo. El diamante más grande que Dumont hubiera visto jamás adornaba su dedo anular.

—Me lo ha regalado Tahlyn esta noche. Nos casamos dentro de una semana.

—¿El barón?

—Tú lo has dicho.

Dumont apretó los puños, furioso por haber acertado en su predicción, pero se obligó a conservar la calma.

—Enhorabuena, querida; te deseo lo mejor en tu nueva vida.

Su mente trabajaba febrilmente. Liza tenía un ego del tamaño de Darkon, y no dejaría el escenario con tanta facilidad. Si encontrara la forma de convencerla de que se quedara un poco más…

—¡Ah! Pero eso no es todo —añadió la actriz con una amplia sonrisa—. No sólo te quedas sin la primera actriz sino que además pierdes
La Demoiselle
, maldito tirano de esclavos —siseó.

Dumont se quedó paralizado.

—Sé lo que ocultas en las bodegas, y, en cuanto a la luna de ese armario… —se acarició el cabello frente al espejo—, creo que Gelaar se alegrará de saber que, después de todo, su hija no se escapó con ningún espadachín mercenario de Mordent, ¿no crees? Además, estoy segura de que los buenos elfos de Fuentes de Nevuchar apresarán encantados un barco lleno de esclavos.

El miedo y la cólera se apoderaron de Dumont. Veinte años de viajes para crear una sólida reputación a
La Demoiselle
estaban en jaque ahora sólo por el malhumor de una soprano.

—Te tengo bien atrapado, ¿no es cierto, Raoul? Como serpiente que eres, te las habías arreglado para escaparte de entre mis manos hasta ahora, pero por fin te tengo.

Dumont avanzó hacia la mujer, y ella se colocó tras la mesa en la que lo había encontrado trabajando. Tenía las mejillas encendidas y lanzaba chispas por los ojos. El vestido escotado que había lucido durante la cena dejaba al descubierto el comienzo de los senos, y la rabia le confería un atractivo irresistible.

—Hace años que observo cómo miras a Larissa cuando crees que nadie te ve, y no me explico por qué no has intentado asaltarla todavía, pero ya no lo harás. ¿Qué más guardas en esa bodega, Raoul?

Dumont se había quedado helado al oír el nombre de Larissa; las amenazas de desenmascaramiento público no le causaban tanto impacto como la acusación de sus intenciones hacia Larissa, y sus verdes ojos, hasta entonces llameantes, se volvieron fríos de pronto.

—¡Pues muchas cosas dignas de verse! —contestó, sereno—. Un pseudodragón, aunque me causa más problemas de lo que vale, y un gato de colores, esa especie tan escasa de la que nos hablaron en G’Henna. También hay una doncella-lechuza, una nereida y todo un ejército de animales mágicos. Forman una colección aceptable, que hace de mi barco la maravilla que es.

Poco a poco, fue dando la vuelta a la mesa y alargó una mano para recoger un chal blanco, doblado sobre el poste de la cama. El enfado de Liza se había disipado, y la joven retrocedió medio paso hacia la puerta.

—Este chal —prosiguió el capitán— pertenece a la nereida, pero ahora lo tengo en mi poder, igual que a ella. En cuanto a ti… Bueno, eres muy bonita, Liza. El barón Tahlyn tiene un gusto excelente. Creo que vamos a echar de menos tu fabulosa voz; eres un auténtico tesoro, pero muy caro de mantener.

Ahora Liza estaba asustada y, cuando Dumont se lanzó hacia ella, reaccionó con rapidez e interpuso una silla para alcanzar la puerta; el obstáculo lo hizo tropezar pero no le impidió seguir adelante.

—¡Socorro! —gritó Liza, sin recordar que nada se oía desde fuera con la escotilla cerrada.

Dumont profirió un juramento, recuperó el equilibrio y salió disparado tras ella; no había cerrado la puerta con llave y si lograba salir…

La acosada cantante resolló al abrir. Fuera la esperaba Ojos de Dragón, que la asió por un brazo y le tapó la boca con la mano; se apoyó en la puerta y volvió a cerrarla con la espalda. Liza se debatía en vano y, en unos segundos, Dumont llegó hasta ella, le enrolló el chal blanco alrededor de la garganta y lo apretó. Liza siguió luchando un momento, pero al final perdió fuerzas y arrastró la sedosa tela tras de sí al caer.

Dumont, jadeante, miró a Ojos de Dragón; el semielfo le sostuvo la mirada sin una sombra de reproche.

—Sabía lo de los animales, y ese condenado Tahlyn le hizo una proposición de matrimonio. Iba a casarse con él y a acusarme ante las gentes de Fuentes de Nevuchar.

—El pueblo elfo ahorca a quienes poseen esclavos —replicó Ojos de Dragón. Dirigió una mirada hacia el cuerpo inerte—. Voy a echar de menos su voz, aunque su suplente se alegrará. ¿Qué hacemos con el cadáver?

—Tengo una gran idea… —respondió Dumont con una sonrisa cruel.

«Sí —se dijo, bajo los efectos de la bebida—, se me ocurrió una idea muy buena». Una idea que había dado peores resultados de lo que se hubiera imaginado jamás.

—Liza, querida mía —balbució—, si tu maldito fantasma ha encantado mi barco, estoy seguro de que te sientes plenamente satisfecha con la marcha de las cosas.

Tomó otro trago generoso de la casi vacía botella mientras se decía que aquel repiqueteo de carcajadas vengativas que oía en la cabeza debía de ser un mero producto de su imaginación, embotada por el whisky.

Un fuerte trueno despertó a Fando y parpadeó adormilado, confundido por el sobresalto, pero enseguida recordó que debía presentarse en la cabina del piloto. En esos momentos caía un fuerte chaparrón y se estremeció en su fuero interno, pues sabía que el pantano era un lugar peligroso cuando llovía. Como le había contado a Larissa, los habitantes de Puerto de Elhour llamaban a la lluvia «el corcel de la muerte», y con razón.

Bostezó y se restregó los ojos. «Qué cosa tan curiosa es el sueño», se dijo. Al principio le había resultado difícil comprender la necesidad humana de dormir, aunque era una necesidad perentoria. Qué extraño que el cuerpo, sencillamente, dejara de colaborar, que la mente se negara a concentrarse en algo hasta que el humano se acostaba y desconectaba el pensamiento consciente durante unas horas. Se vistió, se lavó la cara con agua fría y salió al aguacero.

Sólo llevaba unos instantes en la cabina cuando Sardan llamó a la puerta.

—Soy portador de presentes, oh, afortunado piloto —dijo el tenor mientras posaba una bandeja con té, dos tazas, pan y lonchas de carne—. Y si mi dama me aguarda donde la dejé… Sí, ahí está. —Recogió la mandolina de la escalera, con una expresión radiante—. Te deleitaré con alimentos para el cuerpo y el espíritu. —Sirvió una taza de té humeante y se la ofreció a Fando, que la aceptó encantado—. Oí que el capitán te había impuesto una guardia con este tiempo tan horrible, así es que se me ocurrió venir a hacerte compañía —prosiguió al tiempo que se servía un té a su vez.

—Gracias, Sardan —contestó agradecido.

—No esparzas rumores porque si no mi reputación se irá a la ruina —bromeó con gesto burlón.

Fando tomó un sorbo de la fragante infusión y lo saboreó; después la dejó a un lado y se dispuso a comenzar su trabajo.

Por la noche no se encendían faroles en la cabina, porque resultaba más fácil navegar a la luz de la luna y de las estrellas, aunque en ese día la lluvia restaba visibilidad. Sardan se sentó en el fondo, entre las sombras, y se puso a rasguear la mandolina; los pensamientos de Fando comenzaron a divagar.

Lond había convertido en servidores no muertos a casi toda la tripulación; los únicos que quedaban eran el personal de cocina y los pilotos, Fando, Tañe y Jahedrin. El joven supuso que Lond daba por sentada la necesidad de que los pilotos tuvieran reflejos rápidos, para poder enfrentarse a cualquier incidencia con que la caprichosa corriente quisiera sorprenderlos.

También los artistas habían sido respetados, a excepción de Casilda. Se alegraba de que no hubieran caído víctimas de la perversidad de Lond, pero no comprendía por qué era así. Cuantos más muertos vivientes hubiera en el barco, tanto mejor para el malvado hechicero; entonces ¿por qué no había tocado a los actores? Tanto ellos como los escasos marineros vivos notaban que faltaba algo; parecían convencidos con el cuento de «las fiebres del pantano», pero Fando se preguntaba cuánto tardarían en darse cuenta de lo que sucedía en realidad.

Sardan terminó una canción de
El placer del pirata
y se dispuso a empezar otra; el piloto rechinó los dientes.

—¿No sabes nada más que los temas de la obra? —preguntó, molesto, al tenor.

—Claro que sí —replicó Sardan de mal humor—. Yo era un bardo de verdad, ¿sabes? Hace mucho tiempo, antes de entregarme a la vida fácil. Pero el capitán prohibe terminantemente toda música a bordo que no sea de la obra, y, además, sólo pueden cantar los artistas. La orden es tajante.

Fando abrió los ojos de asombro, y se alegró de la oscuridad del lugar, porque así Sardan no podría percibir su reacción. Se acordó de cuando iba a ver a los prisioneros y oía fragmentos del aria de Rose; los encantamientos que había visto realizar a Dumont también tenían relación con la música.

—¿
El placer del pirata
es una obra tradicional? —preguntó Fando, procurando no exteriorizar su ansiedad, provocada por una idea que comenzaba a tomar forma en su cabeza.

—¡Es un espectáculo bastante pobre! —rió Sardan—. Cualquier pieza tradicional tendría que ser muchísimo mejor para durar más de una semana. No, la tragedia de Florian y Rose es creación de nuestro querido capitán. En realidad, en honor a la justicia, no está mal para un aficionado.

La sonrisa de Fando se ensanchó; había acertado. Si Dumont había escrito las partituras, seguro que las canciones enlazaban palabras y notas mágicas. Tendría que comunicárselo a la Doncella cuanto antes. Los actores ensayaban todas las tardes y, cada vez que se pronunciaba el encantamiento, las ataduras de los prisioneros se fortalecían.

QUINCE

—Carece de forma —susurró la Doncella a Larissa mientras la joven flotaba sin moverse en la poza—, se expande para llenar el recipiente; conviértete en el recipiente. Interioriza el agua, Larissa; siéntela dentro de ti, siéntela en las manos, en la cabeza, en todo el cuerpo. Toma conciencia de que es parte de ti, de que no puede hacerte daño. Bien, cuando estés preparada, ejecuta la danza y siente el agua en los pulmones.

Tendida en el agua, con los ojos cerrados y la mente serena, Larissa alargó las manos y hundió los dedos en el cabello. «Aire», pensó; contrajo los músculos del abdomen y se arqueó lo necesario para dejar la cabeza bajo el agua. «Agua —se dijo—; respira…».

Se revolvió, desesperada, y ascendió a la superficie tosiendo.

—En verdad no comprendo por qué te resulta tan difícil —comentó la Doncella—. Sal e inténtalo otra vez. No golpees con las caderas, ¡rétalas!

Le escocían los pulmones, pero obedeció y salió del agua. Lo intentaba; llevaba toda la mañana practicando y estaba tan cansada que ni siquiera era capaz de emular los gráciles movimientos de su maestra. La Doncella dejó escapar un suspiro.

—Descansa un poco, querida mía. Volveremos a intentarlo esta tarde. Es imprescindible que domines el agua porque es el elemento primario de Souragne.

Tendió las manos hacia Larissa, y la joven aceptó con ganas las frutas maduras que la Doncella le ofrecía; mordió un melocotón, y el zumo de la fruta madura le cayó por la barbilla.

—Tenemos visita —anunció la mujer-planta ladeando la cabeza.

Larissa se puso en pie y miró hacia el río. Deniri y un hombre alto y musculoso vestido con sucios harapos se acercaban en una pequeña canoa. Sortearon con pericia la fuerte corriente, atracaron sin contratiempos y llevaron la embarcación a tierra.

El hombre parecía tener poco más de cincuenta años, aunque Larissa no podía precisar su edad con exactitud; por una parte, la barba abundante y gris era de hombre mayor, pero, por otra, la musculatura que se apreciaba bajo los harapos y los ojos grises que iluminaban el curtido rostro apuntaban a una edad más juvenil.

—Os saludo, Kaedrin, Deniri. Gracias por acudir. Me permito molestarte sólo porque me veo en un gran apuro —dijo la Doncella cuando se aproximaron.

Antes de que nadie hablara de nuevo, una comadreja asomó la cabeza por un bolsillo de Kaedrin; miró fijamente a la Doncella con ojos brillantes, movió los bigotes y regresó al cálido refugio. Siguiendo el ejemplo de la comadreja, dos ratoncillos emergieron de otro bolsillo y olisquearon el aire con cautela. Un graznido rasposo distrajo a Larissa; un cuervo magnífico descendió planeando desde un árbol cercano y se posó en el hombro del eremita.

Kaedrin le dedicó una sonrisa y le acarició la cabeza, negra como el ébano, con suavidad y respeto. Se volvió hacia Larissa y la observó un momento.

—Te saludo, mata-blanca Larissa —dijo en tono solemne—. Kaedrin, hijo de Mailir, hijo de Ash-Tari, para servirte.

Larissa se dispuso a responder, pero se quedó petrificada. Una larga serpiente con manchas geométricas de color rojizo salió a la luz del sol desde el interior de la camisa del hombre; movía su negra lengua para captar el olor de Larissa y la miraba con fijeza con sus fríos ojos de reptil.

—¡Niña! ¿Qué te…? ¡Ah! —exclamó Kaedrin al comprender—. Ya sé que es venenosa, pero somos amigos y no te hará daño. —Sin el menor asomo de miedo, el guardabosque cogió a la serpiente y se la tendió a Larissa—. Sólo tienes que acariciarla y…

—¡No! —gritó la bailarina, sobrecogida de miedo—. ¡Apártala de mí!

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