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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (36 page)

BOOK: La danza de los muertos
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La crueldad infinita que Lond exhibía al torturar con brutalidad a un congénere de Panzón ante sus mismos ojos era más de lo que el
loah
podía soportar. Con un alarido de desesperación total, saltó hacia adelante pateando y retorciéndose con frenesí; fue necesaria la fuerza de dos muertos vivientes para reducirlo. Fando, ligado al
loah
, perdía por momentos los escasos restos de cordura que le quedaban. Con un gran esfuerzo de voluntad, se concentró en el recuerdo de Larissa, en su largo cabello blanco y en sus risueños ojos azules, pero la imagen se le borró por empatia ante el torbellino rojo de terror que estalló en la mente del conejo.

—Si me dices lo que quiero saber, no seguiremos adelante —le aseguró Lond.

—¡Lo que sea! —gritó el
loah
, enloquecido.

Pero sabía muy poco en realidad, y Lond tuvo que conformarse con una lacrimógena confesión que sólo sirvió para confirmar los datos que poseía: que la Doncella aún seguía viva y en plena posesión de sus facultades, que Fando estaba a su servicio y que se estaba preparando una especie de partida de rescate. Panzón no tenía más información que ofrecer.

—Tu amigo sufre atrozmente —comentó el hechicero dirigiéndose al
feu follet
—, y unas pocas palabras bastarían para aliviarlo, y también —añadió en beneficio del
loah
— a su protegido.

—¡Fando, haz que deje de torturarlo! —rogó Panzón al
feu follet
—. ¡No lo quiere para alimentarse! ¡Hazlo parar!

El corazón de Fando se anegaba en lástima por la criatura, pero no estaba dispuesto a traicionar a Larissa ni a la Doncella por nada del mundo; su silencio era la única esperanza de liberación que tenían los seres esclavizados en
La Demoiselle
. No podía responder y bajó la mirada al suelo.

El conejo que Lond sujetaba por las orejas todavía forcejeaba, con las patas traseras teñidas de escarlata. El hechicero se levantó y se dirigió a la mesa; el gran recipiente que había en el centro tenía incrustadas unas manchas marrones.

—Tú podrías detener esto, Fando —dijo el hechicero, al tiempo que acercaba el cuchillo al pescuezo del aterrorizado conejo.

Fando hizo un gesto negativo con la cabeza, y no dijo una palabra; cerró los ojos y se preparó para recibir la oleada de pánico espeluznante que inmediatamente lo envolvería. Los lamentos de Panzón le desgarraban el alma, y le quedaban escasas defensas contra la roja tormenta de locura que el
loah
de los conejos le enviaba a terribles embestidas.

Fando miró a Lond idiotizado, con el intelecto embrutecido por el terror de Panzón; ya no podía pensar ni comprender las palabras. Veía que el hechicero quería algo, pero el discurso de Lond degeneraba en furibundos alaridos y chillidos sin sentido. Fando y Panzón se limitaban a mirarlo fijamente y a gemir impotentes.

Lond gruñó de asco y ordenó que bajaran a las celdas a los dos prisioneros.

Una vez roto el contacto físico, Fando comenzó a recuperar el sentido poco a poco. Durante la segunda noche pasada a bordo de
La Demoiselle
, Tañe y Jahedrin lo habían emborrachado a conciencia; no recordaba gran cosa de aquella ocasión pero sí guardaba una impresión precisa del martilleante dolor de cabeza, de la agudización de las impresiones sensoriales y de la languidez de la mañana siguiente. En esos momentos se sentía igual.

Panzón se estremecía y lloraba solo en un rincón. Desde el ataque anterior, los zombis habían separado al conejo del zorro, y el
loah
miraba a Fando con unos enormes ojos inyectados de horror.

—Díselo —musitó—. Yo no sé nada del ataque; si se lo dices, dejará en paz a mi pueblo.

—¡Panzón! ¡No puedo! —exclamó Fando—. Echaría por tierra la única posibilidad que nos queda de salir de aquí. ¿Es que no lo comprendes?

El gato de color echó una mirada a Fando. El
feu follet
había descubierto que era un ser inteligente, aunque incapaz de hablar o de comunicarse telepáticamente; aun así, aquella mirada no dejaba lugar a dudas con respecto al pensamiento del gato, que en ese momento era de color púrpura: creía que los planes de fuga no existían en absoluto.

—Fando —dijo Cola Bermeja con la voz desgarrada—, tenemos que detener a Panzón. Se está hiriendo a sí mismo.

Agotado, el joven miró al conejo y se quedó horrorizado ante lo que vio. Panzón había llegado al límite de su resistencia y estaba royéndose, lenta y deliberadamente, una pata delantera para librarse de los grilletes.

—¡Panzón!

El conejo se detuvo y miró a Fando con la boca y los bigotes impregnados de su propia sangre; en sus vidriosos ojos marrones se reflejaba la ferocidad muda de la bestia.

—¡No sigas, Panzón! ¡No servirá de nada!

El
loah
hizo caso omiso de la advertencia y volvió a su tarea, obsesiva y atroz.

—¡Querido amigo, escúchame! —lo increpó Cola Bermeja tirando de sus propios grilletes. Estaba tenso y preocupado, y en su voz no vibraba el habitual tono insolente—. Imagínate que te roes las cuatro patas; moverte te resultaría muy difícil, ¿no? ¿Cómo echarías a correr si no podrías siquiera saltar? Y, además, todavía tendrías el collar metálico.

Panzón no escuchó los ruegos disuasorios de sus amigos. Fando, reconcomido por el sufrimiento y la culpa, miró hacia otra parte. El acto del conejo era más doloroso aún por lo fútil, puesto que los miembros roídos volverían a crecer en pocas horas; ni siquiera ese gesto desesperado aportaría nada.

—¡Toda la culpa es mía! —gimió—. ¡Toda la culpa es mía! —Rompió a llorar con violentas sacudidas. Levantó la mirada al entrar Ojos de Dragón, trocó el dolor en cólera y tomó aliento—. ¿Qué quieres tú ahora?

—Fando, ¿me oyes?

El
feu follet
se quedó sin respiración. ¡Ojos de Dragón había movido los labios pero la voz era la de Larissa! Estuvo a punto de gritar de alegría, pero enseguida receló.

—¿Es un truco para engañarme? Muy listo, Lond, pero te ha salido mal.

—Soy yo de verdad, amor mío. ¿Recuerdas cuando compartiste tu nombre conmigo?

—Sí, te lo dije —confirmó, cauto todavía.

—Me lo enseñaron tus compañeros
feux follets
—dijo Ojos de Dragón con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo es que hablas a través de un muerto? Larissa, ¿qué te ha sucedido? ¿Estás…?

—Mi amor, estoy bien. Escúchame, no puedo quedarme aquí mucho tiempo. Volveremos pronto y necesito que me digas todo lo que sepas sobre Lond y Dumont. ¿Qué sucede ahí ahora? No te veo, sólo te oigo.

—Estoy en la bodega de los esclavos. ¿Podrías hacer que Ojos de Dragón nos soltara?

—No. Dice lo que yo digo, pero sólo puedo inducirlo a hacer movimientos a los que esté acostumbrado; si lo obligo a soltaros pierdo el contacto.

—Bien, al menos me oyes. Nos han torturado a Panzón y a mí para que confesáramos, pero los dos estamos bien —mintió.

Echó un vistazo al conejo, se estremeció y apartó la mirada. Panzón había empezado con la otra pata delantera y estaba sentado en medio de un charco rojo de su propia sangre.

—Nos encontramos en la bodega que hay más allá de los almacenes, en las cuadras del ganado —prosiguió—. Dumont tiene una llave en su camarote; se llega aquí por el teatro o por una trampilla oculta en la habitación del capitán. Lond está bien pertrechado; la Doncella sabe a lo que me refiero. Tiene frascos de todas clases, y velas y…

—¿Cómo estáis atados?

—Yo sólo con unos grilletes; los demás están en jaulas o con correas, algunas encantadas y otras no.

—Valor, amor mío. Ya no tardaré mucho.

Ojos de Dragón enmudeció, se dio media vuelta despacio, se marchó y cerró la puerta de nuevo. Fando se quedó desolado, asustado por el poder de la bailarina para manipular a los muertos.

—¡Ay, Larissa! —musitó—. No sé qué acuerdo habrás tenido que aceptar.

VEINTIDÓS

—Odio el musgo —murmuró Jahedrin, que escrutaba el agua oscura y pantanosa por entre las paletas de la rueda.

Ciertamente, el piloto aborrecía el musgo gris verdoso que se enredaba como un sudario entre los árboles; tampoco le gustaban los cipreses retorcidos y gibosos ni el agua de color chocolate, que más bien parecía barro líquido. No soportaba la poca profundidad del curso fluvial, casi nunca superior a la «marca uno» —de poco menos de dos metros—, ni el olor empalagoso e infecto del lugar.

Sin embargo, lo que detestaba por encima de todo era los estragos que el aire fétido de Souragne había causado en sus compañeros. Todos, excepto los pilotos y los cocineros, deambulaban por el barco con movimientos mecánicos y ojos vacíos.

—Parece que esas fiebres del pantano les hayan sorbido el alma —había dicho Tañe el día anterior—. ¿Te acuerdas de lo que nos contó el tipo aquel de Invidia?

—Sí —había contestado Jahedrin—; un hombre que andaba dormido y que pilotaba el barco mejor que cualquiera de a bordo.

—Sí, pero dijo que no estaba dormido, sino muerto. —Miró a su amigo con malicia—. Eso lo hace pensar a uno, ¿verdad?

Aquella idea trastornó tanto a Jahedrin que tuvo que aporrear a su compañero hasta sacudirse todo el miedo.

En esos momentos, Jahedrin dejaba caer la cabeza adelante y atrás para relajar la tensión del cuello y los hombros. Otra cosa que no soportaba era el turno de noche en
La Demoiselle
. Cuando se turnaban con Jack
el Hermoso
o con Fernando era mejor, pero, ahora que Jack había sido asesinado en Puerto de Elhour y Fernando había desaparecido, sólo quedaban Tañe y él. Se frotó los soñolientos ojos y siguió escudriñando las sombras verdes, grises y negras que conformaban el pantano.

El piloto sólo tenía que tocar ligeramente el colosal timón de
La Demoiselle
y, con ese gesto leve, el barco seguía su curso.

—Gracias, Sardan —dijo en voz alta al bardo, que le hacía compañía—. Creo que me quedaría dormido de pie aquí mismo si no fuera por tus canciones.

El rubio cantante rasgueaba la mandolina con actitud indolente.

—No te preocupes. Desde que Larissa… Bueno, los actores están muy aburridos últimamente; es que no aguantan más el pantano.

—No son los únicos —repuso el piloto con un bufido, al tiempo que soltaba el timón—. Me voy a poner muy contento cuando dejemos este pozo asqueroso; es casi un milagro que aún no hayamos embarrancado en un arenal. —Bostezó una vez más—. Lond, el amigo del capitán, dice que saldremos de aquí dentro de un día o así.

—El capitán no se va sin Larissa —arguyó Sardan poniéndose de pie al lado de su amigo.

—Pues a lo mejor tiene que dejarla. Buscarla en este sitio… Bueno, echo de menos a esa niña tan bonita, pero me parece cosa de locos.

—Al capitán no.

—¿Crees que va a encontrarla? —inquirió preocupado, tras un silencio.

Sardan se encogió de hombros con fingido aplomo.

—Eso espero.

Un poco más adelante, el río, espeso y vegetal, describía un meandro que se perdía en la oscuridad. La luna llena destelló un momento en la superficie, pero el brillo acentuó más el ambiente siniestro del paisaje. Sardan movió la cabeza negativamente; costaba creer que Larissa estuviera en algún punto de aquella malévola oscuridad. Deseó que se encontrara a salvo.

—Oye —dijo al cansado Jahedrin mientras posaba la mandolina con cuidado—, ¿por qué no me dejas llevar el timón un rato? Debes de estar agotado.

—Si el capitán se entera… —replicó vacilante.

—¡Eh, venga! Ya le hice el favor a Tañe anoche; llevé el timón la mitad de la guardia.

Jahedrin levantó las cejas desmesuradamente y lo miró con mala cara.

—¿De verdad? ¡Qué mal nacido! ¡Maldición! Si él se pasa la guardia durmiendo, yo al menos merezco media hora de descanso.

—Si surge algún contratiempo te despierto. ¡Anda, echa una cabezada! Te prometo que no te dejaré dormir mucho rato.

El piloto miró hacia el río. Sólo el chapoteo regular de la rueda de paletas rompía el silencio; no parecía un tramo difícil. Cerró los ojos un instante y asintió.

—Está bien, pero despiértame inmediatamente en cuanto veas algo raro, ¿de acuerdo?

Sardan asintió con aparente normalidad; en realidad, estaba muy emocionado por conseguir al fin ponerse al timón de
La Demoiselle
. Había mentido con respecto a Tañe. Fernando le había contado muchas cosas de la teoría de la navegación e incluso le había dejado llevar el timón unos minutos en algunos tramos, pero Jahedrin acababa de confiarle la tarea para que la realizara solo, sin vigilancia. El bardo se sentía eufórico.

Con un gruñido de placer, Jahedrin se echó en el diván.

—¡Ay, qué bien se está! —musitó.

Sardan ya no oyó nada más que un ronquido profundo y regular. El tenor acarició el timón como un amante, con una sonrisa en los labios.

Sardan sabía que
La Demoiselle
estaba protegida mágicamente, y que Dumont manejaba todas las claves, pero el simple hecho de pilotar la nave le infundía una sensación de poder que lo emocionaba. «Pero ¡qué cosa tan bonita eres! —se dijo, pensando en el navio—. ¡No me extraña que tengas nombre de mujer!».

Durante la hora siguiente no se presentaron incidentes de relevancia, y la caprichosa mente de Sardan comenzó a aburrirse; empezó a tararear en voz baja, y fue subiendo el volumen paulatinamente mientras sus pensamientos divagaban. Pero, al mirar de nuevo hacia adelante y ver lo que allí había, el corazón se le subió a la garganta; a unos cuantos metros de la nave, algo grande se removía en el río. El bardo palideció.

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