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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (33 page)

BOOK: La danza de los muertos
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Fue entonces cuando tomó conciencia de lo fría que estaba; seguía evolucionando con rapidez y seguridad entre los férreos brazos de Misroi pero ya no sentía su propio cuerpo. Un vestigio de temor penetró el velo de poder, y abrió los ojos.

Dejó escapar un grito y estuvo a punto de tropezar; los dedos que apoyaba en la implacable mano de Misroi eran apenas huesos cubiertos de piel gris.

Se estaba convirtiendo en una muerta viviente.

¡
Sigue bailando
!, tronó la voz en su cerebro; y obedeció, sacando fuerzas de flaqueza en un alarde de voluntad. Una sonrisa inexorable asomó a sus labios cuando vio que la piel desecada de la mano recobraba lozanía y vitalidad humanas. Miró a Misroi con el dulce rostro deformado por una salvaje mueca sonriente.

De repente, Misroi la alejó de sí haciéndola girar. Sorprendida, tropezó, pero se recuperó enseguida.

—Has superado la primera prueba —aprobó Misroi, con la respiración un tanto agitada por el esfuerzo—. Ahora, la segunda.

Dio unas palmadas que resonaron en la gran sala como el chasquido de la fusta. Al cabo de un momento, casi una docena de muertos vivientes, desde lacayos hasta labriegos de los campos, se congregó en la estancia. Larissa se quedó mirándolos sin idea de lo que Misroi planeaba.

—Tienen órdenes de matarte —le dijo—. La danza de los muertos, si la ejecutas correctamente, los mantiene confusos el tiempo suficiente para que yo revoque la orden.

—¡Pero si acabo de aprenderla! —argüyó Larissa tras recuperar el aliento—. ¿Y si no lo hago correctamente?

—Entonces, querida mía —replicó con un encogimiento de hombros—, te matarán, y yo tendré una linda criada nueva; es decir, hasta que la carne comience a pudrirse. Voy a encargar un cubierto para ti en la cena… por si sobrevives.

Por un momento, Larissa pensó que se trataba sólo de una broma cruel de Misroi, pero el señor se dio media vuelta, salió de la sala de baile y cerró la puerta con un golpe ominoso. Como si ésa fuera la señal convenida, los podridos muertos vivientes empezaron a caminar hacia ella con una determinación lenta y terrible.

«¡Atrapada! —se lamentó Larissa, demasiado asustada todavía para moverse—. Como una mosca en una telaraña… No. Esta mosca va a defenderse», se dijo con resolución.

Estaba exhausta de la danza anterior y casi temblaba de puro agotamiento, pero de alguna parte surgieron nuevas energías y comenzó a moverse.

Realizó los primeros pasos del vals siguiendo con seguridad la frenética melodía que el clavicordio vomitaba sin cesar. Sus pies, calzados con zapatillas, apenas tocaban los tablones del suelo, y sus manos volaban describiendo gestos propios. La joven se dejó arrastrar por la creciente sensación de poder.

Marcel casi la había alcanzado y ya extendía sus muertos brazos para atraparla. Cuando la fría carne tocó la piel ardiente de Larissa, ésta golpeó los brazos del cadáver y lo rechazó con violencia. El zombi se detuvo, bajó los brazos y no se acercó un paso más.

Después, la criada intentó frenarla, pero la bailarina de los blancos cabellos había probado el sabor del triunfo y se giró hacia el cadáver de la mujer con perverso regocijo. En esa ocasión, la criada retrocedió a trompicones ante la fuerza de las órdenes mentales de Larissa.

Otros dos muertos vivientes sin inteligencia se acercaban ya por lados opuestos. Larissa saltó, bailando con desenfreno, y concentró su voluntad, cada vez más fuerte, en los cadáveres andantes. Las criaturas de Misroi se detenían en seco una a una, sin saber qué órdenes debían cumplir, si las de su amo, hasta entonces la única voz que habían escuchado, o las nuevas, impartidas por aquella mujer de pelo blanco y alma ígnea que danzaba ante ellos.

Una vez conseguido, Larissa se tambaleó hasta poner fin a la danza. Jadeaba, y sentía las piernas como si fueran de goma. El clavicordio había dejado de tocar y la muchacha, presa de debilidad, cayó al suelo.

Tras recobrar el aliento, se puso en pie lentamente. Miró con fríos ojos azules a los cadáveres congelados en diferentes posiciones y marchó al encuentro del señor de los muertos para cenar con él.

VEINTE

A base de voluntad, Larissa consiguió levantar los párpados, y el miedo que se apoderó de ella disipó en parte los últimos efectos de la droga que Misroi le había dado a beber camuflada en el vino.

Se encontraba sola en los marjales. Había estado echada en una postura forzada, con un brazo y una pierna retorcidos bajo el cuerpo, por lo que tenía ambas extremidades dormidas, y no le respondieron cuando intentó sentarse. Después, comenzaron a despertarse con fuertes calambres a medida que la sangre volvía a circular por ellas. Larissa no prestó atención a las punzantes molestias, ocupada como estaba en buscar alguna señal en aquel páramo laberíntico, verde y marrón.

Pero no vio nada: ni cochero ni muerto, ni piragua ni nadie que reconociera. El pánico se agazapaba en su mente como una bestia encadenada que tira de sus ataduras.

«No —se dijo—. Puedo salir de aquí…, creo».

Todavía llevaba puesto el hermoso vestido verde, que entorpecía sus movimientos cada vez que intentaba ponerse de pie. Apoyó la rodilla izquierda sobre algo que crujió y dio un respingo, pero se tranquilizó tan pronto como comprobó que sólo se trataba de un trozo de pergamino doblado y sellado con cera roja. Lo recogió y examinó el sello; era una M grande.

Lo abrió y comenzó a leer.

Mi queridísima señorita Bucles de Nieve:

¡Qué impresión tan horrorosa debes de tener de mis cualidades como anfitrión! Estás en lo cierto. Te doy las gracias por lo refrescante que ha sido tu reciente estancia en mi casa. Fue un gran placer trabajar contigo.

Ante ti tienes la última prueba. Bien, al menos es la última a la que yo te someto. La fusta de montar te será de gran utilidad; sé que sabes cómo usarla. Te deseo la mejor de las suertes en tu camino de regreso al hogar, linda bailarina, aunque dudo que la necesites porque te pareces mucho a mí; nosotros tenemos el destino en nuestras propias manos.

Tal vez volvamos a bailar juntos algún día.

Así lo espero y lo deseo.

Anton Misroi

Arrugó la carta brutalmente y la arrojó al suelo; el papel revoloteó con suavidad boca abajo, y los bordes recortados se abrieron poco a poco como los pétalos de una flor. Vio la fusta de la que hablaba Misroi en la misiva. Estaba entre el barro, como un objeto corriente, con la punta manchada por la sangre de
íncubus
. Se estremeció y respiró hondo para calmar sus crispados nervios.

«Enraízate», se ordenó a sí misma. Se echó sobre la tierra empapada sin preocuparse por el vestido y hundió los dedos con ansia en busca de información y serenidad.

Al contrario que la tierra de la isla de la Doncella, ésta tenía poco consuelo que ofrecer. Sintió un resquemor, una especie de corrupción, como el regusto de un trozo de carne que empieza a estropearse. Con los ojos cerrados, frunció el entrecejo y ahondó más, no para preguntar sino para exigir obediencia.

La tierra se sometió a regañadientes, como un niño caprichoso, y Larissa sintió el peligro que allí había; no debía confiar en la tierra, ni en los árboles ni en las criaturas. La isla de la Doncella estaba aproximadamente a un kilómetro y medio en dirección sudeste. Supo que la tierra no iba a decirle nada más y sintió que el contacto se rompía de forma brusca e inquietante.

Poco a poco volvió en sí y sacó las manos del barro. La tierra la dejó marchar de mala gana, con un sonido como de succión. Ensimismada, se limpió las manos en un montón de musgo.

Lo primero que se le ocurrió fue viajar a través de un árbol; se acercó a un roble gigante y vivo procurando no pensar en el aspecto tan lóbrego que tenía. «No es más que un árbol —se dijo—, y los árboles movedizos han sido respetuosos conmigo y me han ayudado».

Tomó una gran bocanada de aire, alargó un brazo y puso la mano sobre la corteza.

Te saludo. Con tu permiso, quisiera

¡
No
!

La negativa estalló en su cerebro con tal ferocidad que la joven retrocedió asustada y retiró la mano, pero una rama enfurecida se la agarró. El árbol había cobrado vida y sacudía las ramas con rabia oprimiéndola con vigor inusitado.

Larissa reaccionó antes de que la estrujara. No había tiempo para pensar, ni lo necesitaba; a pesar de que tenía las dos manos aprisionadas por las ramas, podía mover los dedos. Arqueó el cuerpo y, allí donde el árbol entraba en contacto con ella, las llamas estallaron. El roble bramó de dolor, la soltó al instante, y empezó a golpear las ramas incendiadas contra su propio tronco hasta extinguir el fuego, que sólo le había lamido la corteza.

Larissa, ya lejos del alcance del inesperado enemigo, lo miró desafiante.

—No deseo hacer daño a ningún ser del pantano —gritó hacia el follaje, atento a sus palabras—, pero, si me obligas a ello, lo haré. Lo único que requiero es paso libre.

Esperó sin saber qué. Por fin, el árbol chamuscado retumbó con voz de bajo:

Continúa tu camino, mata-blanca, pero no pasarás a través de mí
.

Larissa cerró los ojos un momento, agradecida por las enseñanzas de la Doncella; después se volvió hacia el treant con las manos apoyadas en las caderas.

No puedo obligarte a que me franquees el paso a la isla de la Doncella
—le dijo—,
pero ¿me garantizas que no me tirarás al suelo si me subo a tus ramas para ver dónde me encuentro
?

El árbol crujió como la seda, y después asintió.

Puedo volver a hacerte daño
, le recordó.

Entendido
.

Cuando la joven se acercó, el árbol inclinó las ramas para ayudarla a subir. La joven esbozó una sonrisa de satisfacción; no convenía jactarse de la victoria.

A pesar del molesto vestido que llevaba, alcanzó la copa con facilidad. El sol brillaba alegremente, en fuerte contraste con las melancólicas sombras y la penumbra que conformaban el mundo bajo el dosel musgoso del pantano.

Un océano verde se extendía a sus pies. La joven vaciló y buscó apoyo en una rama, que ciñó su mano con la mera intención de procurarle seguridad y de que no resbalara. Una fría sensación de vértigo se le instaló en el estómago al comprobar que la abundancia de follaje le impedía ver dónde empezaban las aguas y dónde había tierra firme, o relativamente firme. Giró el cuello escrutando el panorama, desesperada por localizar…

Allí estaba; exhaló un gran suspiro de alivio al ver la superficie verde y cristalina del lago bajo la luz del sol. La isla de la Doncella apareció como una bellísima esmeralda a los ojos de la joven.

—Ya vuelvo, Doncella —dijo en un susurro.

Descendió con cuidado, se dejó caer desde casi dos metros de altura y aterrizó con suavidad en el blando suelo.

Sus ojos recayeron en la fusta de montar; por un momento pensó en dejarla donde estaba; allí tirada, olvidada en medio del marjal, no haría mal a nadie. No obstante, y sin saber muy bien por qué, se agachó y la recogió.

No le produjo ninguna sensación extraña. No era más que un látigo común, una tira de cuero frío, inofensiva en la palma de la mano.

—Con esto queréis decirme algo, Misroi —pensó en voz alta, mientras la repasaba entre los dedos cuan larga era—. Ignoro de qué se trata, pero me quedo con ella de todas maneras. —«Así al menos sé dónde está», añadió en silencio.

Sin olvidar los buenos modales, se inclinó hacia el treant.

Gracias
, le dijo.

El árbol agitó las ramas en respuesta, y el sonido que produjo le recordó el gruñido de un perro que rehusa un enfrentamiento. Si se trataba de otra prueba de Misroi, y así lo creía ella, le pareció que la estaba superando positivamente.

Se puso en marcha en dirección a la isla de la Doncella, con la fusta en la mano. El suelo estaba empapado pero soportaba su peso, y la joven comenzó a sentirse más animada. Repasó mentalmente la distribución del barco fluvial y se preguntó cuál sería la forma más efectiva de atacar; ante todo, el asalto debía ser nocturno, puesto que las criaturas que acudieran a ayudarla en aquel trance verían perfectamente en la oscuridad. Las húmedas tinieblas nocturnas y la niebla gris que siempre se levantaba a partir del crepúsculo le proporcionarían un camuflaje excelente.

Se preguntó cuántos miembros de la tripulación se habrían convertido en muertos vivientes, y no logró zafarse del recuerdo de Cas, transformada en uno de ellos. Aunque sólo fuera por vengar a su amiga, deseaba acabar con Lond.

Un cálido resplandor destelló a su espalda. La muchacha se volvió, dispuesta a atacar a quien fuera, y sonrió sorprendida al comprobar que sólo se trataba de un
feu follet
, que revoloteaba despreocupado parpadeando con serenidad.

—Bien, me alegro de ver una amable —completó como pudo— rompió a reír— …cara.

La esfera luminosa retrocedió y se acercó de nuevo; se detuvo y flotó sobre la bailarina bañándola en luz amarilla. Un pensamiento repentino acudió a su mente.

—¿Podrías llevarme a la isla de la Doncella? —preguntó, aunque no estaba segura de que la criatura entendiera su lenguaje.

El
feu follet
se detuvo palpitante y después comenzó a moverse despacio hacia un lado. Larissa frunció el entrecejo. Según lo que había divisado desde la copa del roble, el camino más directo era el que tenían justo enfrente, pero el
feu follet
conocía los marjales mucho mejor que ella y, con un encogimiento de hombros, empezó a caminar tras él.

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