La Doncella se acercó a recoger la serpiente y comenzó a sollozar; acarició con la mejilla la cabeza del enorme animal, y éste lamió dulcemente la piel verde con su lengua bífida. Después se la colocó alrededor del cuello sin dejar de acariciarla, y la criatura enroscó su cuerpo en torno a la mujer casi con ternura, hasta que las dos desaparecieron entre los árboles.
La escena se disolvió, y el agua volvió a reflejar los rostros de las que miraban, contra el fondo azul del cielo.
—Alondrin se puso en contra del pantano, en contra de todo lo que había hecho para mantener el equilibrio. Desertó de su puesto como
bocoru y
dejó a los suyos abandonados a su suerte. Fueron muchos los que enfermaron y murieron; otros se lanzaron a luchar contra el pantano sin la preparación necesaria y perecieron, pero a Alondrin no le importó. Su único deseo, deseo que lo consumía, era aprender más y más magia negra. Aprendió lo que saben los fuegos fatuos y los
feux follets
: que las emociones son una fuerza poderosa. Aspiraba a alimentarse de ellas, pero él no es como esos seres y lo único que consiguió fue convertir en placer propio el sufrimiento ajeno. Recorrió los caminos de la magia de la sangre y los huesos, que jamás proporciona satisfacción suficiente sino que genera apetitos más y más insaciables. —Hizo una pausa y miró a Larissa con ojos bondadosos y cargados de dolor—. Lo que te he enseñado hasta ahora es magia de las flores y de las frutas, que obra a favor de la naturaleza, no contra ella. Alondrin prefirió el sendero oscuro y ahora ha aprendido a mandar sobre los muertos. Así es el hombre a quien el capitán Dumont ha ofrecido hospitalidad, e, incluso en estos momentos, los trabajos de Lond campan por sus respetos a bordo de
La Demoiselle du Musarde
.
—Muertos vivientes —susurró Larissa.
Había oído hablar de semejantes seres, y la sola idea la llenaba de aversión: cadáveres animados pudriéndose en cualquier parte, incapaces de pensar por sí mismos.
—Sí… y no —continuó la Doncella tras adivinar los pensamientos de la joven—. Alondrin está ahora sobre el agua, lo cual le confiere mayor poder. Sabe hacer muertos inteligentes, capaces de pensar y de hablar, aunque completamente subyugados a los caprichos de su creador. Muertos vivientes —repitió apesadumbrada, mirando a Larissa con misericordia— que hasta saben cantar.
A Larissa se le revolvieron las entrañas de pavor. «Casilda».
—¡No! ¡Oh, dioses, no! ¡Cas no…!
—Sí, hija mía —afirmó la Doncella con ternura—. Alondrin oculta el rostro y el cuerpo, pues lleva las marcas del mal que revelarían su abominable naturaleza. El amo de esclavos y el hacedor de muertos vivientes han sellado un pacto feroz. Lond desea escapar de Souragne y, a cambio del pasaje, dota al capitán de una tripulación incansable y sumisa.
Larissa hizo un esfuerzo por contener tanta pena y miró a la Doncella con expresión dura.
—¿Cuándo estaremos listas para atacar?
—Cuando te considere preparada, pequeña, no antes; y, aun entonces, quedará un último obstáculo por salvar. —Hizo una pausa—. Aunque todavía hay tiempo para eso, tendrá que haberlo. Has pasado por grandes pruebas ya. Ahora come y reposa; por la mañana volveremos a empezar.
Gelaar avanzaba por la cubierta a paso vivo y decidido, y el muerto viviente que llevaba al lado como guardián no paliaba en nada su impaciencia.
Se apresuraron hacia el camarote de Dumont. Ojos de Dragón abrió la puerta con lentitud, y Gelaar lo empujó a un lado. Con la misma ausencia de emociones, el semielfo cerró la puerta con llave otra vez.
El elfo se dirigió al espejo montado sobre el guardarropa, se detuvo inseguro a unos pasos y musitó unas palabras con una melodía sencilla; su voz no era tan pura como la de tenor de Sardan, ni como el grave barítono de Dumont, pero fue suficiente.
La superficie del espejo se oscureció, y el reflejo de Ojos de Dragón y de la lujosa habitación comenzó a desvanecerse igual que el crepúsculo en la noche. Entonces, como si proviniese de un lugar muy lejano, Gelaar captó un punto ligeramente más claro, que fue acercándose hasta convertirse en una bruma.
El elfo apretó con fuerza los puños a medida que algunas zonas de color comenzaban a despuntar entre la niebla: azul, dorado, tonos de piel…, hasta que los últimos jirones de niebla liberaron por fin la imagen de Aradnia, su hija. El largo cabello dorado le caía alrededor del óvalo de la cara, y miraba a su padre con cariño desde el espejo.
La joven, desde su lado del cristal, alzó las manos ilusionada.
—¡Hola, papá! —saludó con una valiente sonrisa, a pesar de que sus ojos derramaban lágrimas cristalinas.
Gelaar también tenía la mirada empañada; colocó las manos sobre el espejo, que era lo máximo que podía acercarse a Aradnia. —¡Hola, hija!
La joven elfa llevaba un año confinada en un lugar entre las brumas que sólo Dumont conocía, y, cuando cualquiera de los dos quería verla, el espejo se manifestaba y hacía posible la visión y la comunicación. Aradnia no sufría malos tratos, pero estaba condenada a una soledad irremisible y sufría un estado constante de temor que aturdía su capacidad mental.
Con cierto egoísmo, Gelaar hubiera querido pasar la media hora que Dumont le había concedido contemplando sin más a su hermosa niña, pero dejó sus sentimientos a un lado para dedicarle a ella ese tiempo. —¿A dónde quieres ir, querida?
—A un bosque, creo —repuso Aradnia con un deje melancólico en la voz—. Al anochecer, con criaturas bellas.
Antes de proceder, Gelaar echó una ojeada a Ojos de Dragón, que lo contemplaba con la paciencia de los muertos, tranquilamente sentado en una silla.
Un sentimiento semejante a la piedad lo embargó un momento. La gracia felina del semielfo se había transformado en insensible eficiencia; sus ojos dorados ya no chispeaban de humor malicioso y su rostro no reflejaba emoción alguna. Pero enseguida Gelaar recordó las baladronadas que había tenido que soportarle durante años, y su compasión se disipó como la neblina bajo el sol del mediodía. Fuera lo que fuese lo que le había sucedido, lo tenía bien merecido…, no como otros cadáveres andantes a bordo de
La Demoiselle
. El ilusionista abrió los brazos y comenzó a recitar un encantamiento en voz baja.
La luz amarilla de la linterna que sostenía Ojos de Dragón se disolvió en los fríos matices púrpuras del ocaso, entre suaves trinos de pájaros y un ligerísimo murmullo de brisa; una escena comenzó a tomar forma ante los hambrientos ojos de Aradnia.
Aparecieron unos pinos, de un color verde oscuro que destacaba contra el pálido cielo lila, y las vigas de madera del techo fueron reemplazadas por estrellas titilantes. Justo enfrente del espejo se abría un claro de mullida hierba verde, rodeado por un círculo de setas. El canto de las aves se desvaneció y el aire tembló con la música pura y arrebatadora de una sola flauta. La instrumentista, una elfa joven y bella, entró en el círculo.
A ella se sumaron otros seres, como hadas, ninfas, sílfides y un unicornio, y comenzaron a danzar alegremente en el calvero; otra música, interpretada por una orquesta invisible, se unió a la melodía de la elfa flautista.
El mago ilusionista agitó la mano derecha levemente para invocar una hoguera en el centro del círculo maravilloso, y añadió un sátiro chillón a la compañía. El cuadro de ficción se llenó de risas que nadie oía fuera de la habitación.
Era cuanto Gelaar podía hacer para mitigar la tristeza de su hija.
La bochornosa noche de principios del verano se cerró sobre la tierra y la envolvió en un manto de vaho. El aire era más fresco que durante el día, pero igualmente húmedo y denso. Dumont se encontraba sentado en el lado de estribor de
La Demoiselle
y, aunque no le gustaba la sensación de humedad en los pulmones, respiraba profundamente para aclarar y tranquilizar sus pensamientos. Sobre él se cernía el grifo de madera, atrapado para siempre en pleno vuelo.
Era una noche misteriosa y callada. Dumont había ordenado detener la embarcación para efectuar un registro completo de la zona en busca de Larissa; el rítmico chapoteo de las paletas de la rueda no se había vuelto a escuchar desde su desaparición.
—No puede ser cierto —murmuraba para sí—. Larissa no sabe nada de magia. ¡Me habría dado cuenta, maldición!
Lo que Lond le había contado acerca de las «matas-blancas» y la «magia del pantano» parecía un cúmulo de palabras absurdas, aunque, por otra parte, el mago había dado pruebas de poseer unos poderes dignos de consideración. Los muertos vivientes que poblaban el barco eran una buena muestra de ello.
Una sola cosa se imponía con claridad sobre los confusos pensamientos del capitán: había que encontrar a Larissa.
Un destello en la orilla le llamó la atención, e hizo una señal a los cuatro zombis de cubierta para que bajaran la rampa. Fando, Tañe y Jahedrin subieron al barco agotados por el esfuerzo, tras haber estado fuera casi todo el día.
—¿No hay rastro de ella? —preguntó Dumont, ansioso. Fando y los demás movieron la cabeza en gesto negativo.
—Nada —confirmó Jahedrin. Incluso a la luz de las velas, el capitán percibió los ojos enrojecidos y el rostro macilento del tripulante—. Hay muchas cosas peligrosas ahí fuera, mi capitán, y cualquiera de ellas…
—¡No! —lo interrumpió—. ¡Está viva! ¡Lo sé! Fernando, ve a dormir unas horas. Quiero que pongas el barco en marcha hacia la medianoche, río abajo.
—Sí, señor —replicó Fando.
—Al amanecer nos detendremos y reanudaremos la búsqueda. Es fácil que no se haya apartado de la ribera, de modo que si seguimos… —Las palabras quedaron en suspenso.
Giró sobre los talones bruscamente y se precipitó hacia su camarote. Entonó con aspereza la palabra que franqueaba el acceso y empujó la puerta con violencia. Gelaar lo miró furibundo, interrumpido en medio de un gesto. Dumont captó algo de la compleja ilusión que el elfo había creado antes de que las imágenes se desvaneciesen. Aradnia, atrapada entre las brumas, se encogió, temerosa de la furia del capitán.
—¡Fuera! —aulló éste, y señaló la salida. Se plantó ante el espejo y mostró su enrojecido rostro a Aradnia.
—Por favor, capitán —le rogó la joven con mirada suplicante—, concededme tan sólo unos minutos más con mi padre. —Su dulce voz era poco más que un susurro tímido. Dumont entrecerró los ojos y cantó las cuatro notas con malicioso placer. El lindo rostro de Aradnia se desdibujó entre las brumas envolventes; la niebla desapareció, y el espejo volvió a reflejar la estancia.
El capitán sintió la mirada furibunda de Gelaar en la espalda y se volvió despacio.
—Me odias, ¿verdad? —preguntó con suavidad. El mago no respondió a la provocación, pero un músculo cercano a su ojo se contrajo—. Nada te gustaría tanto como ver mi cabeza colgada de una pica, ¿no es cierto? Pues bien, elfo, no eres el primero, ni el último tampoco. ¡Por todas las ratas de Richemulot!
Con gesto displicente, alcanzó una estatuilla de lo alto del armario; a primera vista parecía una simple talla de una linda ninfa, pero, vista más de cerca, mostraba unos colmillos largos y afilados. Dumont blandió la pesada figura de mármol con aire amenazador.
—Un solo golpe con esto sobre el espejo, elfo, y tu querida niña quedará perdida para siempre en las brumas; pero no creo que lo desees. Nadie se aprovecha de Raoul Dumont. Ahora, ¡fuera de mi vista! ¡Los dos!
Ojos de Dragón agarró a Gelaar por la muñeca y se la retorció. El ilusionista lanzó un grito de dolor y se marchó frotándose la mano; a continuación salió el semielfo, que cerró la puerta tras de sí.
Dumont observó la partida de Ojos de Dragón con un nudo de dolor en las entrañas. No creía posible acostumbrarse jamás a contemplar el vacío de los ojos ambarinos de su amigo. Rabioso por esa emoción, abrió el armario y sacó una botella de whisky, la destapó y tomó un trago largo, que le quemó la garganta hasta asentarse en el estómago.
Se sentó en la cama con dosel, volvió a beber y se limpió la boca con el dorso de la mano. «Todo por culpa de Liza —se decía con rabia—, todo». Si no se hubiera entrometido, todavía estarían en Darkon, Ojos de Dragón seguiría vivo y Larissa continuaría dedicándole sus bailes con alegría noche tras noche. Los recuerdos del fatídico encuentro inundaron su mente al tiempo que tomaba otra generosa dosis de alcohol. Todo había empezado con una brusca llamada a la puerta…
—Adelante —respondió sin prestar atención, concentrado como estaba en el libro de cuentas.
Estaban ganando mucho dinero en Darkon, tanto que a Dumont comenzaba a pesarle la tarea de contarlo.
Liza irrumpió como un vendaval; estaba pálida, pero sus ojos verdes despedían chispas y el cabello rojo le caía por la espalda como una cascada de fuego.
—¡Mal nacido! —le espetó.
Dumont no se sorprendió demasiado. Se levantó deprisa y cerró la puerta antes de que nadie pudiera oír a la diva. ¿Qué habría hecho él ahora? Ya había tenido otras muchas rabietas y discusiones con el capitán —por los trajes, por los músicos, por la comida o por cualquier otra cosa—, pero esta vez iba en serio.
—Liza, querida —le dijo, conciliador; pero ella no estaba dispuesta a ceder e irguió la cabeza con soberbia.
—Se acabó, Raoul —declaró con frialdad—. Se ha terminado para siempre; la actuación de esta noche será mi despedida.
—¿A qué te refieres? —inquirió, frunciendo las cejas mientras una horrible sospecha penetraba su cerebro.