La conjura (19 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Y lo mismo sucedía con los tories, cuyos periódicos defendían que yo era un héroe que había tratado de demostrar su inocencia ante un corrupto tribunal whig. Merecía que me elogiaran por haber tomado el asunto en mis manos cuando el gobierno me había traicionado. Y, puesto que a los whigs se los conocía por su relativa tolerancia con los judíos (una consecuencia de su mayor laxitud en cuestiones de religión), y a los tories por su intolerancia, me pareció curioso que ni los unos ni los otros mencionaran que yo pertenezco a la nación hebrea.

Sin embargo, nada de todo esto me pareció tan interesante como un anuncio que encontré en el
Postboy
. Decía:

El señor Jonathan Wild anuncia que está en posesión de una caja de
lienzo
desaparecido y quería devolverlo a su verdadero dueño. Si el tal caballero tiene a bien personarse en la taberna El Jabalí Azul este lunes a las cinco, y se asegura de venir por el lado de la
mano derecha,
descubrirá que muchas de sus preguntas más apremiantes han encontrado respuesta.

Sin duda ahí había un mensaje secreto, puesto que el verdadero nombre de mi familia era Lienzo, y en hebreo mi nombre significa «hijo de la mano derecha». Entendí el mensaje enseguida. Wild, mi antiguo enemigo, el mayor criminal de la historia de la ciudad y el hombre que, contrariamente a lo que esperaba, me había defendido en mi juicio, ese hombre quería reunirse conmigo.

Pensaba descubrir sus intenciones, desde luego, pero no tenía intención de presentarme indefenso en su guarida. No, tomaría un camino muy distinto.

9

El mensaje secreto de Jonathan Wild me indicaba que debía visitarlo el lunes, pero yo lo leí el jueves, y no tenía intención de esperar tanto para averiguar las respuestas que necesitaba. Seguía pensando que la bella mujer del pelo de color panocha y de las herramientas hábilmente escondidas era de los suyos, pero no podía estar seguro. Solo era una intuición, pues sabía que Wild solía mandar a bellas señoritas disfrazadas a hacer sus encargos. Pero, incluso si había ayudado a preparar mi fuga, no creí ni por un momento que fuera inmune al atractivo de las ciento cincuenta libras de recompensa. No creía que esperase que me presentara en su cuartel general en El Jabalí Azul —una taberna situada frente al Little Old Bailey, a unos pasos de donde la ley había ordenado mi muerte— para que pudiera disponer de mí a su antojo. En el pasado Wild me había jugado malas pasadas, y ni siquiera las palabras amables que dijo en mi juicio me harían confiar en él.

Así pues, decidí averiguar más sobre sus propósitos, pero de una forma distinta. Visité a un carnicero en una zona de la ciudad donde no me conocían y le compré unos cortes escogidos de ternera, que según vi estaban envueltos en un papel de periódico donde aparecía la historia del destacable villano Benjamin Weaver. Después estuve en una taberna hasta que oscureció, y entonces me dirigí a Dukes Place, mi barrio, donde no había estado desde hacía más de dos semanas. Fue extraño volver a un lugar tan familiar para mí, escuchar la charla de la gente en portugués e inglés con acento, y ocasionalmente en la lengua de los tudescos del este de Europa. Las calles olían a las comidas que se cocinaban para preparar el sabbat, que empezaría a la caída de la noche del día siguiente, y el aire estaba impregnado de olor a comino, jengibre y, aunque menos apetitoso, a col. Traperos, vendedores ambulantes de baratijas y fruteros pregonaban sus mercancías. Todo me resultaba muy familiar, pues solo estaba a unas calles de mis alojamientos, que sin duda el Estado habría desvalijado tras mi condena por asesinato. Sentí la extraña necesidad de ir a comprobar qué habían hecho, pero no soy ningún necio.

No, lo que hice fue ir a la casa que buscaba, que no estaba precisamente bien vigilada; no me fue difícil colarme por una ventana que daba a un callejón y subir a la habitación que quería. Que la puerta estuviera cerrada con llave no fue un obstáculo, pues, como ya sabe el lector, anteriormente ya he demostrado mi pericia con la ganzúa.

En cambio, los ladridos y gruñidos que oía al otro lado de la puerta sí podían plantear algún problemilla. Sin embargo, había oído decir que aquel hombre mimaba y alimentaba a sus perros como si fueran criaturas. Sin duda aquellas bestias jamás habían probado la carne humana. Al menos eso esperaba.

Cuando abrí la puerta aquellos bichos —dos enormes mastines de color chocolate— se abalanzaron sobre mí, pero yo estaba preparado y saqué la carne. Si algún interés tenían por defender su territorio, lo dejaron a un lado para destrozar el pequeño paquete; devoraron la carne con papel y todo. Yo, por mi parte, cerré la puerta y me instalé en una silla que me pareció conveniente, actuando en todo momento como si no hubiera cosa más natural que estar en aquella habitación con los perros. Es un truco que descubrí hace mucho tiempo. Perciben como nadie la actitud de la persona, y responden en consecuencia. Actúa con miedo y se echarán sobre ti. Pero ante un hombre tranquilo y relajado demuestran indiferencia.

Cuando tomé asiento, la carne ya había volado y mi mayor desafío fue manejarme con el afecto de aquellas criaturas. Uno de los perros se puso panza arriba para que lo acariciara. El otro me puso la cabeza en el regazo y me miró hasta que accedí a rascarle las orejas.

Tuve que esperar dos insoportables horas de aquella forma, aspirando el fuerte olor de aquellos bichos, hasta que oí que giraba el pomo de la puerta. No sabría decir si notó que habían manipulado la cerradura, pero el caso es que entró con una vela encendida y saludó a los perros, que se habían apartado de mi lado para saltar sobre su amo.

En cuanto cerró la puerta a su espalda, se encontró con mi pistola en la nuca.

—No te muevas.

Oí una pesada exhalación, una risa tal vez.

—Si yerras el tiro, tendrás que enfrentarte a los perros y a mí.

Le clavé mi otra pistola entre las costillas.

—Apuesto a que las dos no fallan. ¿Y tú?

—Dispárame si quieres. Seguirán quedando los perros. No saldrás con vida de aquí —dijo Abraham Mendes, el hombre de confianza de Wild. Al igual que yo, era un judío de Dukes Place, y habíamos crecido juntos. Si bien este accidente geográfico no nos convertía en amigos, entre nosotros había una especie de entendimiento forzoso, y me sentía mucho más inclinado a tratar con él que con su amo.

—Ya he aplacado la ferocidad de tus bestias.

—Mira, Weaver, puede que ya no temas a mis perros, pero aunque no te estén despedazando en este momento, no dudes de que lo harán si se lo ordeno o si me haces daño. Sin embargo, esta demostración de fuerza es innecesaria. Una palabra mía y estarías muerto. Que no haya dicho nada ya indica que me interesa que sigas con vida. Sin duda, después de la intervención de Wild en tu juicio ya sabes que no vamos a por ti. No debes temer nada ni de él ni de mí.

—En mi juicio no se ofrecían ciento cincuenta libras de recompensa.

—No le interesa esa recompensa, ni a mí —dijo—. Te doy mi palabra.

Me sentía reacio a aceptar la palabra de un hombre que en parte se ganaba la vida cometiendo perjurio, pero no tenía elección, así que aparté mis armas.

—Mis disculpas —musité—. Espero que comprendas que era necesario.

—Por supuesto. Yo hubiera hecho lo mismo. —Mendes encendió dos lámparas y llamó a sus perros. Si sentían algún remordimiento por haberle traicionado, nadie lo hubiera dicho. Tampoco manifestó Mendes ningún resentimiento por su simpleza. Sacó del bolsillo un poco de carne seca, poca cosa sin duda en comparación con su premio anterior, pero los perros no protestaron.

Me resultó extraño ver a aquel hombre voluminoso y feo, con unas manos que parecían lo bastante fuertes para aplastar el cráneo de aquellos dos bichos, mostrándose tan cariñoso con unos simples perros. Pero hacía ya tiempo que sabía que las personas no son las criaturas uniformes que quieren hacernos creer las novelas, sino un compendio de impulsos contradictorios. Mendes podía querer a aquellas bestias con todo su corazón y descargar su pistola contra la cabeza de un hombre cuyo único crimen era que a Jonathan Wild no le gustaba. Y solo Mendes sería capaz de ver la coherencia de semejante comportamiento.

—¿Un poco de oporto? —preguntó.

—Gracias. —Por un momento consideré la posibilidad de que me envenenara la bebida. Pero no era su estilo. Hacer que me despedazaran los perros estaba más en su línea, y puesto que no lo había hecho, supuse que podía beber tranquilo.

Mendes quiso entregarme la copa de peltre, pero se le escurrió entre los dedos. Cuando golpeó el suelo de madera, vi que estaba vacía y me di cuenta de que había sido una treta.

Antes de que pudiera reaccionar, me encontré con un puñal contra mi garganta… un largo cuchillo notablemente afilado. Mendes apretó la hoja contra mi piel y yo retrocedí; sentí que el filo casi me cortaba. Él siguió empujando, y no tardé en encontrarme contra la pared.

—Guardia —dijo con voz serena. No entendí qué quería decir hasta que me di cuenta de que era una orden para los perros. Los animales se acercaron y se plantaron ante mí con las patas muy separadas. Me miraron y gruñeron, pero no hicieron más. Esperaban órdenes de Mendes.

La hoja se movió menos de un centímetro, pero noté que la piel de mi cuello se abría. No mucho, aunque sí lo bastante para sangrar.

—Había pensado dejar pasar el insulto —dijo Mendes. Notaba su aliento en la cara, caliente y cargado—. Entiendo que pensabas que tenías que amenazarme con una pistola, que no podías arriesgarte hasta que estuvieras seguro. No se me escapa todo esto, así que había decidido olvidar el asunto. Pero no puedo olvidarlo, Weaver. Me has apuntado con una pistola y me has amenazado, y ahora quiero una compensación.

—¿Y en qué compensación estás pensando? —pregunté. Hablé muy despacio, para evitar que la piel rozara más contra el filo.

—Una disculpa.

—Ya me he disculpado —comenté.

—Te disculpaste por cortesía. Ahora quiero que te disculpes por miedo. —Me miró muy fijamente a los ojos sin hacer ademán de apartarse—. ¿Tienes miedo?

Por supuesto que tenía miedo. Mendes era impredecible y violento, dos cualidades poco deseables en un hombre que tiene un cuchillo contra mi pescuezo. Por otro lado, su voz era tan desafiante que no podía rendirme… al menos no como él quería.

—Estoy inquieto —dije.

—Inquieto no es suficiente. Quiero oírte decir que tienes miedo.

—Estoy preocupado.

Él pestañeó.

—¿Cómo de preocupado?

—Mucho.

Dejó escapar un suspiro.

—¿Y lo sientes?

—Desde luego. Siento mucho haberte apuntado con una pistola.

Apartó el cuchillo y retrocedió.

—Supongo que con eso será suficiente. Tú y tu orgullo irracional… nos hubiéramos pasado todo el día así. —Dicho esto me dio la espalda, supongo que para demostrar su confianza, cogió un trapo y me lo arrojó, presumiblemente para que me limpiara la sangre.

—Bueno —dijo agachándose para recoger la copa de peltre—, ¿qué tal si nos tomamos ese oporto?

Al poco estábamos sentados frente a frente, con los rostros enrojecidos por el fuego de la chimenea, charlando como si fuéramos viejos amigos.

—Le dije a Wild que no irías —dijo Mendes con una mueca de satisfacción en su cara llena de cicatrices—, pero insistió en que si veías el anuncio, surtiría efecto. Parece que tenía razón. Lo único que quería era darte la información, y en tu situación actual eres un hombre difícil de localizar.

Me alegré de que fuera así. En el pasado, si Wild quería localizarme enviaba a sus hombres para que me atacaran y me arrastraran a su casa en contra de mi voluntad.

—¿Y qué información es esa?

Mendes se recostó en su asiento, tan satisfecho como un lord después de una exquisita comida.

—El nombre de la persona que te ha acarreado tantos problemas.

—Dennis Dogmill —dije yo llanamente, tal vez con la esperanza de que se le bajaran los humos.

Él se inclinó hacia delante, sin poder disimular su decepción.

—Eres más listo de lo que Wild cree.

—Wild piensa que él es el único listo, así que no puedo ofenderme porque me tenga en menos. Sin embargo, me gustaría que me dijeras qué sabes.

Él se encogió de hombros.

—No gran cosa, me temo. Nos enteramos de que habías estado investigando entre los estibadores de Wapping. Dogmill llevaba meses enfrentado a los grupos de trabajadores, aunque en realidad sea él quien pone a los unos en contra de los otros. Ese Yate le estaba causando muchos problemas. Y es más fácil matar a un estibador que a una rata.

—Eso lo sé. Pero ¿por qué culparme a mí por el crimen?

—Wild esperaba que tú nos lo dijeras.

Sentí el amargo sabor de la decepción. Sin embargo, que Wild supiera que Dogmill era la causa de mis problemas me hizo pensar que sabría algo más.

—Ojalá. Creo que esa es la clave de todo esto.

Mendes me miró con escepticismo.

—Vamos, Weaver. La verdad.

—¿Por qué no iba a decirte la verdad?

—En el periódico se insinúa que no eres leal a nuestro actual rey.

Me reí.

—Los whigs están tratando de convertir un asunto bochornoso en un arma política. Fue uno de sus jueces quien me condenó descaradamente a pesar de las pruebas. Espero que no serás tan necio de creer lo que lees en los periódicos partidistas.

—No lo creo, pero siento curiosidad. ¿No estarás metido en algún complot jacobita, verdad, Weaver?

—Por supuesto que no. ¿De verdad me consideras tan necio para participar en una traición? ¿Qué interés puedo tener yo en ver a Jacobo III en el trono?

—Reconozco que me parecía improbable, pero corren tiempos extraños, y hay maquinaciones por todas partes.

—Pues yo no sé nada. Hasta hace muy poco, apenas conocía la diferencia entre tories y whigs, o tories y jacobitas. Me interesa mucho más salvar el pellejo que restituir a un monarca destronado… y no quisiera ver que cambia un gobierno que ha tratado tan amablemente a mi pueblo.

—Creía que serías más favorable a los whigs, puesto que el hombre que se casó con la bella viuda de tu primo es tory. En otro tiempo quisiste casarte con ella, ¿no es cierto?

Lo miré furioso.

—No te tomes tantas libertades conmigo, Mendes.

Él alzó una mano inmensa.

—Controla tu genio, amigo. No he querido insinuar nada.

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