—¿Y si me veo en la necesidad de hacer algún interrogatorio algo brusco? ¿Esta versión tan blanda de mí mismo vacilará a la hora de abofetear a un hombre?
—Yo diría que sí. Esa es la razón por la que tú, tu verdadero yo, aparecerá de vez en cuando, pero en Smithfield, en Saint Giles, en Covent Garden y en Wapping, los lugares más miserables de la ciudad. La clase de lugar donde se espera que se esconda un hombre desesperado.
Reconozco que había empezado a perder interés en lo que me pareció otro de los caprichos filosóficos de Elias, pero en este punto abrí mucho los ojos.
—Estarán tan ocupados mirando mi mano derecha que no se les ocurrirá mirar lo que hago con la izquierda.
Él asintió sabiamente.
—Veo que lo has entendido.
—¡Ajá! —grité, y di un golpe en la mesa—. Elias, te has ganado tu bebida —le dije, cogiendo su mano y estrechándola con gran entusiasmo—. Creo que has encontrado la solución.
—Bueno, yo también lo creo, pero me alegra oírtelo decir. ¿Qué vas a hacer?
—De momento cogeré habitación aquí.
Pedí pluma y papel y juntos hicimos una lista con unas doce tabernas que conocíamos de nombre pero donde nadie nos conocía. Quedamos en que nos encontraríamos cada tres días a esa hora en una de aquellas tabernas, por el orden en que aparecían en la lista. Por supuesto, cada vez Elias tendría que asegurarse de que no lo seguían.
—En cuanto a mañana —le dije—, reúnete conmigo debajo del cartel del Cordero Durmiente, en Little Carter Line.
—¿Qué hay allí?
—La mano derecha. Ya veremos qué guante le ponemos.
Le había pedido a Elias que se reuniera conmigo en un taller donde un sastre llamado Swan ejercía su oficio. Hacía ya unos años que lo consideraba un hombre competente y amable (es decir, que no insistía más de lo necesario cuando quería cobrar); un día acudió a mí —tal vez año y medio antes de los sucesos que narro— porque necesitaba de mis servicios. Al parecer, su hijo había estado divirtiéndose ni más ni menos que en Wapping, cerca del muelle, y había bebido demasiado, razón por la que no se mostró tan dócil como sus compañeros cuando la patrulla de enganche cayó sobre ellos. Habían puesto al hijo de Swan al servicio de la Marina de su majestad.
Como bien sabe el lector, un joven de clase media, aprendiz de comerciante, no es el tipo de persona que buscan las patrullas de enganche, así que el señor Swan hizo todo lo posible por que soltaran a su hijo, pero no recibía más que negativas y desprecios. No podían hacer nada, le decían. Lo cual siempre es mentira. En realidad lo que querían decir es que no podían hacer nada porque no valía la pena molestarse por salvar al hijo de un sastre de servir a su país en el mar. De haber sido Swan un caballero con quinientas o seiscientas libras de renta anuales, habrían podido hacer mucho más. Pero el caso es que lo despacharon con impaciencia y le aseguraron que no podían encontrar al chico, pero que seguramente estaría mucho mejor a bordo de un barco.
Sin embargo, cuando el apenado padre acudió a mí, descubrí que podían hacerse muchas cosas, entre ellas contactar con un caballero que conocía yo en la autoridad portuaria; en una ocasión me contrató para que recuperara ciertos objetos de plata que habían robado en su casa. Fue lo bastante amable para preguntar. Localizaron al chico y lo soltaron unas horas antes de que su barco zarpara.
Unos seis meses después visité al señor Swan para que me hiciera un traje nuevo y lo encontré más servil que de costumbre. Puso especial atención y cuidado en tomar las medidas, insistió en utilizar los mejores tejidos y se aseguró de que estuviera bien comido y bebido mientras me atendía. Cuando volví para recoger el traje, me anunció que no tenía que pagarle nada.
—Tanta generosidad es innecesaria —le dije—. Ya me pagasteis por mis servicios, no hay ninguna deuda entre nosotros.
—Sí la hay —dijo él—, porque recientemente he sabido que el barco en el que mi hijo debía partir se perdió en una tormenta. Nuestra deuda con vos es mucho más grande de lo que imagináis.
Esta gratitud que el hombre sentía por mí me inclinaba a confiar en él. Como cualquier otro hombre, sin duda el señor Swan también preferiría tener ciento cincuenta libras —como las que se ofrecían por mi cabeza— a no tenerlas, pero ya me había demostrado que valoraba la lealtad más que el dinero y que se sentía en deuda conmigo. Así que pensé que si en alguien podía confiar era en él.
Había enviado una nota a Swan avisándole de mi llegada, así que salió a recibirme a la puerta y me hizo pasar. Mi sastre era un hombre bajito que se acercaba peligrosamente a la vejez, delgado, con largas pestañas y unos labios grandes que parecían aplanados después de años de sujetar alfileres. Aunque su trabajo era irreprochable, no demostraba interés por su aspecto, solo por el de sus clientes; llevaba siempre chaquetas viejas y pantalones rotos.
—Vuestro amigo ya ha llegado —me dijo—. Debéis pedirle que deje de hablar con mi hija.
Asentí y reprimí una sonrisa.
—De nuevo debo daros las gracias por acceder a ayudarme en este asunto, señor. No sé qué habría hecho si os hubierais negado.
—Jamás haría una cosa tan traicionera. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros a recuperar vuestro buen nombre, señor Weaver. Solo tenéis que decirlo. Corren tiempos difíciles, no lo negaré. Desde que la South Sea se vino abajo, los hombres ya no compran ropa como solían, pero nunca son tan difíciles como para que uno no pueda ayudar a un amigo de verdad.
—Sois demasiado bueno.
—Sí, sí, pero está ese asunto de mi hija.
Entramos en su taller y vi a Elias sentado a una mesa, tomando un vino y charlando sobre ópera con la hermosa hija de quince años de Swan, una joven de cabellos y ojos oscuros, con el rostro tan redondo y rojo como una manzana.
—Un espectáculo tan maravilloso… —decía Elias en ese momento—. Los cantantes italianos haciendo gorgoritos, el impresionante escenario, los trajes maravillosos. Oh, algún día tendríais que verlo.
—Estoy seguro de que lo hará —dije— y no quisiera que le estropearas la sorpresa, Elias. Así que deja de contarle óperas.
Él me miró muy serio, pero me entendió perfectamente. Yo sabía que no insistiría.
—Bien. —Se restregó las manos—. Ahora que estamos todos, podríamos empezar.
Swan despachó a su hija y cerró la puerta.
—Solo tenéis que indicarme qué queréis y lo haré. —Cogió con desagrado mi librea de lacayo con sus dedos inusualmente largos y delgados.
—Esto es lo que queremos —dijo Elias. Se puso en pie y empezó a andar por la habitación—. Tras meditar el asunto detenidamente, he decidido que el señor Weaver se haga pasar por una persona acaudalada que ha regresado recientemente a las islas procedente de las Indias Occidentales, donde posee una plantación. Su padre siempre ha participado activamente en política, digamos, y ahora que él ha vuelto a su tierra, de la que no sabe apenas nada, ha decidido que le gustaría ser político.
Yo asentí con gesto de aprobación.
—Parece un buen disfraz —dije, pensando que el hecho de que no conociera las islas explicaría mi torpeza en sociedad—. ¿Y la ropa?
Elias dio una palmada.
—Esa es la cuestión, Weaver. Nuestro querido señor Swan debe actuar con sumo cuidado. Si hacéis esto bien, Swan, os prometo que en el futuro os encargaré siempre mi ropa.
—No se me ocurre ningún incentivo mejor —comenté— que los encargos de un caballero que nunca paga sus facturas.
Elias frunció los labios, pero por lo demás no me hizo caso.
—Si queremos que no reconozcan a Weaver, debemos lograr que en él no haya nada que llame la atención. Así pues, sus ropas deben ser elegantes y corresponderse con su supuesto estatus, pero no deben ser llamativas en modo alguno. Quiero que cuando alguien mire a Weaver, piense que ha visto a cientos de individuos como él y no se fije más. ¿Entendéis lo que quiero decir, Swan?
—Perfectamente, señor. Soy vuestro hombre.
—Me alegra oírlo —exclamó Elias—. Podemos utilizar los mismos principios de los juegos de manos para ocultar al señor Weaver aun estando a la vista. Aunque lo mire una persona que lo haya visto en incontables ocasiones, no lo reconocerá. En cuanto al resto de la gente, que lo busca partiendo de una descripción… bueno, estos no lo mirarán una segunda vez.
Swan asintió.
—Tenéis razón, señor. Mucha razón, pues en mi oficio hace tiempo que he aprendido que cuando conocemos a una persona lo que vemos son sus ropas, su peluca y el aderezo, y nos formamos una opinión sin fijarnos apenas en la cara. Pero no será fácil elegir las ropas para lo que os proponéis. O, mejor dicho, no será fácil dar en el blanco. Creo que debemos ser cautos.
Y en este punto los dos se enzarzaron en una conversación que yo apenas comprendía. Hablaban de telas, corte, tramas y botones. Swan sacaba muestras de telas que Elias descartaba con desdén, hasta que encontró lo que buscaba. Examinó hilos, encajes, hebillas; rebuscó entre montones de botones. Elias demostró ser tan experto en tales asuntos como Swan; hablaron en su jerga particular durante casi una hora antes de que la orientación de mi guardarropa quedara finalmente decidida. ¿Sería más apropiado una chaqueta de seda o de lana? ¿De color azul o negro? Azul, por supuesto, pero ¿qué tono? Terciopelo, ¡pero no este terciopelo! Por supuesto, ese terciopelo no (aunque a mí me pareció exactamente igual que el que sí podían usar). Y en cuanto a los encajes… bueno, pues que si tenían que ser así y asá. Creo que Elias disfrutó tanto encargando mi ropa nueva como si fuera para él.
—Bien, por lo que se refiere a las pelucas —anunció Elias, cuando toda la ropa estuvo decidida al gusto de ambos—. Ese es otro asunto que requiere especial atención.
—El hermano de mi esposa hace pelucas, señor —dijo Swan—. Él puede encargarse.
—¿Podemos confiar en él?
—Totalmente, señor. Pueden confiar en él totalmente, aunque no hay necesidad. No tiene por qué saber quién es el señor Weaver o si hay algo inusual en él.
—Me temo que sí, porque las pelucas que necesitamos tienen una función muy particular: la de ocultar el verdadero pelo del señor Weaver.
—¿No sería más sencillo si me limito a afeitarme la cabeza? —pregunté. Aunque no soy ningún Sansón, reconozco que sentía cierto apego por mis rizos, que me parecían muy masculinos. Sin embargo, sentía más apego por mi vida, y no veía razón para cargar con la soga del verdugo si podía apañarme con las tijeras del barbero.
—Eso no puede ser —dijo Elias—, porque tendrás que hacer algunas apariciones como Benjamin Weaver; si apareces con una peluca o con la cabeza afeitada todos sabrán que te disfrazas, y los que te persiguen buscarán a un hombre con peluca. Lo mejor es que te exhibas descaradamente, y así a nadie se le ocurrirá mirar bajo el sombrero de un plantador de las Indias Occidentales.
Acepté su razonamiento y coincidimos en que no nos quedaba más remedio que confiar en el cuñado de Swan.
El señor Swan empezó a tomarme las medidas mientras Elias seguía charlando sobre cómo pensaba poner en práctica su plan.
—Tendrás que elegir un nombre, por supuesto. Algo que suene a cristiano, pero no demasiado.
—¿Michael? —propuse, pensando en la versión inglesa del nombre de mi tío.
—Demasiado hebreo —dijo Elias negando con la mano—. Hay un Miguel en vuestras escrituras judías.
—¿Qué tal Jesús? Eso sería bastante antihebreo.
—Yo había pensado en Mateo. Matthew Evans. No es un nombre ni inusual ni demasiado común. Justo lo que necesitamos.
No puse objeciones, así que en aquel instante mi identidad como Matthew Evans salió al mundo a través del vientre de la mente de Elias. No era una forma especialmente agradable de nacer, pero seguramente las alternativas hubieran sido peores.
Swan me informó de que hasta dentro de unos días mi primer traje no estaría listo, pero, mientras esperaba, podía dejarme un traje sencillo y discreto de los que yo llevaba normalmente (estaba trabajando en un traje para otro cliente y solo tuvo que hacer unos retoques para adaptarlo a mí). Ahora ya podía prescindir de mi disfraz de lacayo, pero al hacerlo me arriesgaba a que me reconocieran, pues con aquellas ropas me parecía más a mí mismo de lo que hubiera querido.
El sastre nos llevó al taller de su cuñado, donde encargué dos elegantes pelucas. El hombre se ofreció a cortarme un poco el pelo para que me quedaran mejor, aunque no lo bastante para que un observador circunstancial se diera cuenta de que me habían retocado el pelo. También él dijo que trabajaría día y noche para que mis pelucas estuvieran listas lo antes posible. Matthew Evans no tendría que esperar mucho para hacer su primera aparición pública.
Entretanto, tenía que buscar un lugar donde alojarme, pues me pareció que lo mejor era no quedarme en una misma posada más de un día o dos. Así que busqué un nuevo alojamiento, y aunque el posadero pareció receloso al ver que no llevaba equipaje, inventé una historia sobre un traslado y un equipaje perdido que le pareció suficientemente satisfactoria cuando prometí que pagaría cada noche por adelantado, y por las comidas.
Así, de nuevo con un techo tolerable sobre mi cabeza, inicié mis estudios sobre política, programa que inicié con una visita a Fleet Street para comprar algunos de los periódicos habituales. Aprendí menos de política que de mí mismo, pues descubrí que no había tema más comentado que el de Benjamin Weaver. No hay cosa que nuestros periódicos sigan con más ardor que una buena causa, y ningún escritor mercenario quiere ser tan poco original como para tener el mismo pensamiento que otro, así que no hubiera debido sorprenderme que utilizaran mi nombre continuamente. En el pasado había visto estas erupciones periodísticas en numerosas ocasiones. Sin embargo, me desconcertaba ver mi nombre utilizado tan libremente y con tan poco apego por la verdad. Es una cosa extraña que lo conviertan a uno en metáfora.
Para cada uno de aquellos escritores yo no era más que una representación de sus ideas políticas. Los periódicos whigs lamentaban que un criminal tan peligroso como yo hubiera escapado, y maldecían a los perversos jacobitas y papistas que me habían ayudado. Me describían como un rebelde que conspiraba con el Pretendiente para matar al rey, aunque los detalles que se daban eran extremadamente imprecisos. Incluso yo, ingenuo como pocos en asuntos de política, me daba cuenta de que los whigs solo querían convertir un motivo de vergüenza en un arma política.