—No es ningún juego, señor. Yo no maté a Walter Yate, y no tengo ni idea de quién lo hizo.
—¿Era él tal vez el autor de esas terribles notas? ¿No será esa la razón por la que una persona (y quién sabe quién podría ser esa persona) hizo caer la justicia sobre su indigna cabeza?
—Que yo sepa, señor Ufford, Walter Yate no tenía nada que ver con las notas.
—Entonces, ¿por qué le habéis hecho algo tan terrible?
—Ya os he dicho que no fui yo. Pero si descubro quién lo mató, creo que podré saber quién os envió las notas.
Ufford se rascó el mentón, considerando mis extrañas palabras.
—Mmm… Bueno, si creéis que con esa investigación vuestra encontraréis a quien me acosa, supongo que es una forma aceptable de utilizar vuestro tiempo. Está bien que procedáis de ese modo, siempre y cuando no perdáis de vista vuestro verdadero objetivo.
A estas alturas había llegado a la conclusión de que responder directamente a las palabras de Ufford era una pérdida de tiempo, así que pensé que lo mejor era decidir yo mismo los pasos que debía seguir.
—¿Habéis recibido más notas?
—No, pero no he dado ningún sermón. Quería hacer creer a quien las envía que ha logrado su propósito.
No acababa de ver yo la diferencia entre lo uno y lo otro, pero quizá era problema mío.
—Señor Ufford, ¿os habíais entrevistado alguna vez con Walter Yate o tenéis algún motivo para creer que pudiera tener relación con las notas?
—Yate era, con diferencia, el más amable de todos ellos. Hablé con él una o dos veces, y aunque le alegró mi interés por los estibadores no parecía creer que mis palabras pudieran ayudarles. Veréis, esta clase de hombres desconocen el poder de la palabra, para ellos es como creer en la magia, pues es algo que no pueden coger con sus manos. Pero Yate y yo no éramos especialmente amigos, si es a eso a lo que os referís.
—¿Y qué me decís de Billy Greenbill?
—Ese es mucho menos agradable. Nunca ha querido hablar conmigo. Y le dijo cosas muy feas a mi hombre cuando se lo mandé.
—Decidme —quise saber para terminar—, ¿qué intereses tenéis en las elecciones?
Él me miró con curiosidad.
—No creo que sea de vuestra incumbencia. Los judíos no tienen derecho a voto, ya lo sabéis.
—Ya sé que los judíos no votan, y menos aún un asesino fugado. Os pregunto por vuestros intereses, no por los míos.
—Soy un gran admirador de los tories. Eso es todo. Creo que los estibadores estarán mucho mejor bajo un mandato de los tories que de los whigs, porque a los whigs solo les interesa utilizar a los hombres mientras les sirven y luego se deshacen de ellos.
—¿Y vos queréis que los estibadores entiendan eso y apoyen al señor Melbury?
—Exacto. Melbury es un buen hombre. Cree en una Iglesia fuerte y en el poder de las familias vinculadas a la tierra.
—Pero ¿de qué va a servirle a Melbury el apoyo de los trabajadores de Wapping? No pueden votar. E incluso si pudieran, Wapping no está ni remotamente cerca de Westminster. Está en la otra punta de la ciudad.
Él sonrió.
—No es necesario que voten para hacer notar su presencia, señor. Si consigo poner a esos chicos de parte de Melbury, no solo habré hecho un favor a los tories, habré privado a los whigs de un arma.
Ahora lo entendía. Los estibadores harían de matones para Melbury. Al menos eso es lo que Ufford quería. Podían intimidar a los votantes durante las votaciones. Si era necesario, podían provocar disturbios. El interés de Ufford por ayudarlos solo era para asegurarse de que podría utilizarlos a favor de los tories.
Su plan no me pareció nada bien, pero tampoco estaba particularmente interesado en darle lecciones de ética… ni en informarle de que en los muelles había oído a los estibadores a los que quería utilizar coreando consignas contra los jacobitas, los papistas y los tories, todo lo cual parecía indicar que, por el momento, sus intentos habían fracasado. No, en vez de eso, volví sobre cuestiones más apremiantes.
—Señor, ¿no se os ha ocurrido que las notas podrían ser del mismo Dennis Dogmill? Después de todo, él es quien saldría más beneficiado si fracasaran los grupos de trabajadores. Solo lo he visto una vez, pero me pareció capaz de cualquier clase de amenaza y violencia.
Ufford chasqueó ligeramente la lengua.
—No me gusta el señor Dogmill, que es un destacable whig, pero debo recordaros que es un hombre de John's.
Yo no sabía qué quería decir con aquello.
—¿Un hombre de John's?
—Quiero decir que estudió en Saint John's College, en Cambridge, donde estudié yo también, aunque en una fecha anterior. Quizá no reparasteis en que la nota que os mostré delataba una total falta de educación, pero para mí esos errores resultaban penosamente evidentes, y os aseguro que ningún ex alumno de Saint John's escribiría de esa forma.
Dejé escapar un suspiro.
—Quizá escribió de esa forma para engañaros, o hizo escribir la nota a un hombre que no ha tenido la suerte de estudiar en vuestra universidad.
Él negó con la cabeza.
—Estoy seguro de haber oído que Dogmill estudió en Saint John's, y por tanto lo que decís es impensable. —Levantó una mano—. Un momento. Ahora que lo pienso, recuerdo que lo expulsaron. Sí, es verdad. Lo expulsaron por algún acto violento. Después de todo quizá tengáis razón.
—¿Qué acto violento?
—No lo sé con exactitud. Creo recordar que fue muy duro con uno de sus tutores.
—Un hombre que es agresivo con un tutor sin duda sería capaz de escribir una nota amenazadora con faltas de ortografía —dije animándolo.
—Sí, es posible —concedió él.
—Y; puesto que imagino que no se ensuciaría las manos matando estibadores, ¿tenéis idea de a quién puede haber utilizado? ¿Tiene algún matón que le hace el trabajo sucio? ¿Alguien que siempre esté con él?
—No lo conozco tanto como para contestar a eso. Ni a ninguna de vuestras demás preguntas. ¿Creéis que la ley podría castigarme por haberos dejado entrar en mi casa?
Me di cuenta de que empezaba a inquietarse y decidí que había llegado el momento de cambiar de tema.
—¿Qué me decís de vuestro señor North? —le pregunté a modo de conclusión.
—Oh, él también es de John's. Por eso lo admití como coadjutor. Siempre se puede confiar en un hombre de John's.
—Me refería a otra cosa. ¿Creéis que sabe quién soy y, de ser así, confiáis en que no dirá que me ha visto?
—Ignoro si os conoce o no. ¿Os conocía antes de vuestros actuales problemas? Con las ropas que lleváis, yo mismo no os he reconocido al principio, pero no puedo hablar por otros. Y por lo que se refiere a su silencio, puedo pedirle lo que quiera, pues sé que obedecerá. No le pago treinta y cinco libras al año por nada, y un hombre con cuatro hijos no debe hacer enfadar a quien le paga.
—Una cosa más. Durante mi juicio, uno de los falsos testimonios habló de un tal señor Johnson. ¿Conocéis a alguien con ese nombre?
Él negó con la cabeza con gesto imperioso.
—Nunca he oído hablar de nadie con ese nombre. No, ciertamente. Es un nombre muy común. Debe de haber miles de hombres que se llamen así.
—Esperaba que conocierais a algún señor Johnson que tuviera alguna conexión particular con el asunto de las notas o con el señor Yate.
Volvió a negar con la cabeza.
—Pues no. ¿No os lo acabo de decir?
No diré que pensaba que mentía, aunque no estaba convencido de que hubiera dicho la verdad. Mi incertidumbre era tal que decidí que lo mejor era no seguir rompiéndome la cabeza con aquello; por el momento no tenía ningún sentido. En aquel entonces no podía saber la importancia que el señor Johnson acabaría teniendo en el desarrollo de los acontecimientos. Así que me puse en pie y me limité a dar las gracias al cura por el tiempo que me había dedicado.
—Si tengo más noticias o más preguntas, os visitaré. Por favor, pedid a vuestro lacayo que en lo sucesivo sea menos rígido conmigo.
—No creo que mi casa sea el mejor sitio para reunimos —dijo él—. Y por lo que se refiere a mis sirvientes, sería muy triste si no pudiera pedirles que hagan una selección de las visitas por mí.
—Pues tendrá que ser muy triste.
En cuanto al coadjutor contratado por Ufford, pensé que no estaría de más hablar con él de inmediato. Ufford pronunciaba sus discursos en la iglesia de Wapping, pero North vivía allí, y estaría mucho más al tanto de lo que sucedía entre los estibadores. Así pues, me dirigí hacia allí en un carruaje, con la esperanza de que ya hubiera llegado a su casa. Tuve que preguntar varias veces para averiguar dónde vivía, pero enseguida me dieron las indicaciones necesarias y pude dirigirme hacia allí.
Debo decir que vivía en una zona muy triste. Las calles estaban sin pavimentar, cubiertas de basuras que flotaban como un inmenso río marrón. El hedor a putrefacción y porquería estaba por todas partes, y sin embargo los niños jugaban tranquilamente. Los hombres iban tambaleándose por efecto de la ginebra, y también las mujeres, algunas con sus bebés sujetos sin el menor cuidado. Si alguna de aquellas criaturas se atrevía a llorar, recibía unas gotas de ginebra.
En aquel barrio no era frecuente la presencia de un lacayo con librea, así que mi vestimenta provocó cierta sorpresa: niños harapientos que me miraban con la boca abierta, mujeres ajadas que fruncían los labios y me miraban de reojo. Pero, como cualquier lacayo altivo, yo no presté atención a esa gente y seguí con mis asuntos mientras echaba a un lado la porquería que aquellos miserables arrojaban en mi dirección.
Sin embargo, deambulando por las calles descubrí algo muy interesante. Mi fuga ya era de dominio público, y me había convertido en una especie de celebridad. No creí que los periódicos hubieran tenido tiempo de publicar el suceso, pero ya había buhoneros anunciando a voz en grito las baladas que narraban mi historia. Y supe de esto de la forma más sorprendente: oí a un hombre que cantaba «El viejo Ben Weaver escapó», con la tonada de «A Lovely Lass to a Friar Came». Me hice enseguida con una de aquellas hojas y leí la letra; era el mayor disparate que se pueda imaginar. La letra iba acompañada de un grabado en madera donde se representaba a un hombre que si se parecía en algo a mí era solo porque tenía piernas, brazos y cabeza. El hombre saltaba desnudo desde el tejado de Newgate como si fuera un gato. ¿Cómo se había difundido la noticia de mi desnudez? Lo ignoro, pero la información corre por las venas de Londres, y una vez se ha puesto en marcha es imposible pararla.
También hablaba de mi encuentro con el señor Rowley, pero en estos panfletos, escritos para gente humilde y pobre, se elogiaban mis actos como la venganza de los reprimidos frente a quienes los explotaban. Esto me produjo no poca satisfacción, así como la forma en que se describía mi fuga, con gran admiración y asombro. Benjamin Weaver, decía la letra, derribó dos docenas de puertas, derrotó él solito a un montón de guardias, con la única ayuda de sus puños frente a las armas de fuego y las espadas de los otros. Saltó desde (¡y hasta!) grandes alturas. Ninguna cerradura pudo retenerlo. Era un hombre fuerte, maestro de fugas y acróbata a la vez. Estos relatos a veces rayaban lo fantástico y me describían combatiendo contra ejércitos de whigs y de corruptos parlamentarios… por no mencionar a los violentos papistas.
Aunque estas versiones de mis aventuras eran fantásticamente exageradas, me halaga pensar que, de no haber aparecido poco después el celebrado Jack Sheppard, que escapó de la prisión media docena de veces de las formas más extravagantes, mi hazaña se recordaría actualmente mucho mejor.
Sin embargo, aunque me complacía ver que mi nombre se pronunciaba con admiración, era consciente de que no hay bien que por mal no venga. Mi hazaña había tenido un alto precio, pues, según me informó el hombre de las baladas —sin sospechar siquiera con quién estaba hablando—, se habían ofrecido ciento cincuenta libras por mi cabeza. En parte me halagaba que se ofreciera una suma tan elevada por mí, pero con mucho gusto la hubiera cambiado por la seguridad de saber que iban a dejarme tranquilo.
El señor North vivía en una de las mejores casas de Queen Street, aunque en esa calle incluso la mejor casa era muy pobre. El edificio estaba lleno de grietas y se caía a trozos, la escalera estaba tan deteriorada que casi no se podía subir, y la mayoría de las ventanas de la parte frontal se habían tapiado para evitar el impuesto de ventanas. La casera me acompañó hasta sus aposentos —dos habitaciones en la tercera planta de ese ruinoso edificio—. El señor North ya estaba en casa, con su mujer y cuatro criaturas que armaban un jaleo espantoso. Cuando me abrió la puerta, tuve ocasión de estudiarlo con mayor detenimiento que la vez anterior, y vi que su levita estaba gastada y llena de parches, su lazada sucia y la peluca desordenada y sin empolvar. En resumen, era un parco representante de la Iglesia.
—Estabais con Ufford. ¿Qué queréis? —preguntó, tratándome de forma tan hosca sin duda por mi librea. Me pareció muy desagradable que mirara por encima del hombro a un hombre de mi supuesta posición, pero no había ido allí para que fuéramos amigos.
—Os pido que me concedáis un momento de vuestro tiempo —le dije—. En privado, si no os importa.
—¿Por qué asunto? —Su impaciencia le hacía parecer mayor que los escasos años que tenía. Frunció el ceño y enseñó los dientes como un perro sarnoso.
—Un asunto de gran importancia que solo podemos discutir en privado, sin que la casera trate de oír lo que decimos. —Reprimí una sonrisa cuando la oí arrastrar los pies unos escalones más abajo.
—Tendréis que decirme algo más si queréis que os conceda una audiencia —insistió.
—Es en relación al señor Ufford y su vinculación con un grave crimen.
Dudo que hubiera podido decir algo más efectivo. Me hizo pasar a la habitación posterior, un pequeño dormitorio que obviamente compartía con toda su familia. Solo había un gran colchón en el suelo, montones de ropa y unas pocas sillas hechas con pedazos de todo tipo de cosas. Luego salió, le dijo a su mujer unas palabras que no pude oír, volvió conmigo y cerró la puerta. Con la puerta cerrada, me sentí bastante incómodo en aquella habitación mal iluminada que olía a sudor y fatiga.
—Bien, habladme de ese asunto.
—¿Qué sabéis de la relación del señor Ufford con Walter Yate y un comerciante de tabaco llamado Dennis Dogmill?