El hombre entrecerró los ojos.
—¿Qué es esto?
—¿No podéis contestar a la pregunta?
Él me miró pestañeando unas cuantas veces, y entonces sus ojos se abrieron como manzanas.
—Sois Weaver, ¿verdad?
—Mi nombre no tiene importancia. Por favor, contestad.
North retrocedió un paso, como si pensara que iba a atacarlo. No podía culparlo, con todas aquellas noticias que circulaban sobre mi fuga y sobre orejas cortadas.
—Ufford me dijo que os había contratado para que descubrierais quién le enviaba esas notas. Debéis de ser un hombre muy entregado cuando seguís con vuestra investigación a pesar de estar huyendo de la ley.
—Estoy huyendo de la ley a causa de la investigación —dije—. No he matado a nadie, y estoy convencido de que si descubro quién envió las notas, descubriré al verdadero asesino y limpiaré mi nombre.
No veo en qué puedo ayudaros. Nunca se me ha invitado a participar en los proyectos del señor Ufford, ni lo hubiera querido, pues sus ideas son demasiado fantásticas y su manera de pensar es absurda. Seguro que os ha dicho que quiere ayudar a los trabajadores porque es un buen cristiano, pero si les quiere ayudar es porque cree que cuando están contentos son mucho más manejables.
—Vos no estáis de acuerdo.
—No me hallo en posición de estar o no de acuerdo, pues yo mismo soy pobre. Estudiar en una de las universidades de nuestra nación tal vez dé conocimientos, pero no da riqueza… y desde luego tampoco sabiduría. —Hizo una pausa—. ¿Puedo ofreceros algo de beber? No tengo nada de calidad, pero sin duda huir debe dar mucha sed.
Rechacé su ofrecimiento, pues prefería seguir con mis pesquisas.
Él se aclaró la garganta.
—Entonces permitid que me sirva algo. Esta conversación está resultándome muy perturbadora, y me está dejando la garganta muy seca. —Salió de la habitación y cogió un vaso de peltre de manos de su mujer. La besó en la mejilla y le susurró algo con afecto. Luego sonrió débilmente, volvió al dormitorio y cerró la puerta.
—¿Sabéis si el señor Ufford tenía tratos con Griffin Melbury? —pregunté.
—Melbury —repitió él. Dio un sorbo a su vaso—. ¿El tory que se presenta al Parlamento? Puede ser. Los dos son tories, así que es posible que hayan tenido alguna relación, pero ignoro de qué índole. Aunque os diré que, por lo que sé del señor Melbury, sus intenciones son honorables, no sé si me entendéis, y quizá eso no le guste al señor Ufford.
—Me temo que no os entiendo.
—Oh, digamos que Ufford está bastante descontento con nuestro actual monarca.
Reconozco que no sabía tanto de política como para entender del todo lo que North quería decir.
—Por favor, no seáis tímido, señor. Decid exactamente lo que pensáis, para que no haya confusiones.
Él sonrió afectadamente.
—No sé si se puede hablar más claro. Muy probablemente, el señor Ufford es jacobita. Apoya al viejo rey. ¿Lo entendéis?
—Puesto que es tory, no es ninguna sorpresa. Pensaba que tories y jacobitas no son más que variantes de una misma cosa.
—Ajá —dijo él—. Eso es lo que los whigs quieren que creamos. En realidad, son muy distintos. Los tories son partidarios de la Alta Iglesia; quieren que la Iglesia vuelva a sus viejos días de gloria. Representan a las antiguas familias, el antiguo poder, los privilegios, ese tipo de cosas. En general, son lo opuesto a los whigs, que defienden una Iglesia más libre y laxa. En cambio, los jacobitas quieren restaurar al hijo de Jacobo II al trono. ¿Sabíais que Jacobo II tuvo que huir hace treinta y cinco años para salvar su vida?
—Había oído algo, sí —dije tímidamente.
—Sí. Jacobo era católico y el Parlamento no pensaba consentir que un rey católico ocupara el trono. Así que huyó; pero ahora hay quienes desean que su linaje vuelva al poder. Probablemente, el señor Ufford está entre ellos.
—Pero si Ufford es jacobita y los jacobitas no son lo mismo que los tories, ¿por qué apoya a Melbury, que es el candidato de los tories?
—Los jacobitas siempre se hacen pasar por tories. Y si los tories ganan las elecciones, los jacobitas seguramente lo interpretarán como una señal de que el pueblo está cansado de los whigs y de nuestro actual rey. Las elecciones en Westminster son especialmente importantes porque tiene el mayor número de votantes de todo el país. Es probable que lo que suceda en Westminster determine el destino del reino, y por lo visto Ufford espera poder decir algo en el asunto.
—¿Y eso tiene relación con su interés por los estibadores?
—Cree que todos esos trabajadores están vendiéndose a un puñado de whigs sin escrúpulos. Así que se le ha ocurrido tratar de dirigir su ira contra los whigs y utilizarla para una invasión jacobita. Está convencido de que los estibadores podrían convertirse en soldados del Pretendiente.
—Y si se descubre el proyecto jacobita del señor Ufford —comenté—, habría que nombrar a un nuevo párroco para la parroquia.
North se encogió de hombros.
—Es cierto, pero no me inventaría una historia de traiciones por la posibilidad remota de ocupar el puesto de Ufford. Si lo arrestan, lo más probable es que yo me quede sin trabajo. Simplemente, os digo lo que creo que pasa, que Ufford quiere ganarse a los estibadores para la causa del Pretendiente.
—Por lo que he visto, con sus trifulcas en contra de papistas y tories, no parecen muy propensos a la causa jacobita.
—No creo que Ufford los conozca lo bastante como para saber cuáles son sus ideas o si son o no maleables. Sin duda sabéis que los pobres, los que sufren, los desesperados, tienen más simpatías por los jacobitas, no porque crean que el Pretendiente sería mejor rey que Jorge, sino porque Jorge es el rey que tienen ahora, y con él son desgraciados. Por tanto, es lógico que piensen que con otro rey estarían mejor. Creo que el señor Ufford quiere aprovecharse de esto. Pero os agradecería que no dijerais que os lo he dicho yo.
—Vamos. No me diréis que teméis a esos hombres. Hace treinta y cinco años que están tratando de recuperar el trono y no tienen nada. No pueden ser tan terribles.
—Puede que no hayan recuperado el trono, pero os aseguro que en estos treinta y cinco años han aprendido algunas cosas. Saben cómo actuar en secreto y cómo protegerse. Están escondidos por todas partes, utilizan códigos secretos, contraseñas y señales. Y debéis recordar que se les puede colgar por sus ideas. Si han sobrevivido todo este tiempo ha sido únicamente por su habilidad para pasar inadvertidos. Hacedme caso, Weaver, alejaos de ellos.
—Y si no, ¿qué me pasará? ¿Qué puedo temer que no me haya pasado ya?
North rió.
—Buena observación.
—¿Y qué hay de Melbury? Decís que no tiene conocimiento de esta trama.
—Ignoro lo que sabe o deja de saber. Ni siquiera sé con seguridad si Ufford es jacobita. Podría ser solo un rumor. Lo único que puedo decir es que, por lo poco que sé de él me cuesta creer que apoye semejante intriga. Yo lo veo como el perfecto político de la oposición, no como alguien capaz de urdir una traición. Solo son suposiciones, pero creo más bien que es un ardiente defensor de la Iglesia y que no le gustaría que nuestro país cayera en manos de los papistas.
—Por supuesto. Y vos ¿sois tory?
—No soy de ningún partido —dijo—. La política es para los que se ganan la vida con eso o no tienen necesidad de ganarse la vida. Yo no tengo la suerte de ser ninguno de los dos. Me ocupo de una importante parroquia por treinta y cinco libras al año. No tengo tiempo para preocuparme por quién está en el Parlamento y quién se opone al rey. Y tampoco tengo derecho a voto, así que mi opinión no importa. Pero apoyo la idea de una Iglesia fuerte, así que seguramente apoyaría al partido tory.
—¿Habéis oído alguna vez el nombre de Johnson? —pregunté—. En relación con Ufford o sin ella.
—Cuando era pequeño y vivía en Kent tenía un vecino que se llamaba Johnson, pero murió en un incendio hará unos quince años.
—No creo que sea el que busco.
North se encogió de hombros.
—Es un nombre muy común, pero no me dice nada… y no se me ocurre ningún Johnson que esté en el círculo de Ufford.
Me daba perfecta cuenta de que sobre este particular mis preguntas no llevarían a ningún sitio, así que le di las gracias al señor North por su tiempo y me excusé.
—¿Estáis seguro de que no queréis beber nada?
—Seguro.
—Algo de comer, entonces. Imagino que en vuestra situación debe resultar difícil encontrar tiempo para comer. Mi esposa y yo no tenemos gran cosa, pero con mucho gusto compartiremos con vos lo poco que tengamos.
—No quisiera abusar de vuestra hospitalidad —dije. Pero entonces me detuve. No veía ninguna buena razón para que un hombre pobre como él insistiera tanto en dar de comer y beber a un desconocido buscado por la ley. En cambio, sí veía una mala razón. De pronto se me ocurrió que las palabras que había susurrado al oído de su esposa quizá no eran de amor.
Por un momento pensé en golpear a North por haberme traicionado, pero hubiera sido una pérdida de tiempo. Es más, me di cuenta de que, para él, aquello no era una traición. No me conocía de nada y no tenía motivos para sentir ninguna lealtad hacia mí. Yo no era más que un asesino fugado, y si un hombre con cuatro criaturas y un sueldo miserable ve la ocasión de asegurarse cuatro veces el sueldo de un año cumpliendo con su deber de británico, no se le puede culpar por hacer lo que hubiera hecho casi cualquier hombre.
Así que me limité a darle la espalda, abrí la puerta de golpe y corrí hacia la puerta, asustando a la esposa y a los hijos de North. Sin duda la señora del coadjutor sabía cuánto se jugaban, pues se puso delante y trató de evitar que las ciento cincuenta libras de recompensa escaparan. No tenía tiempo para andarme con delicadezas, así que la eché a un lado y empecé a bajar los escalones de dos en dos y de tres en tres.
Cuando casi había llegado abajo, vi que un par de guardias entraban en el edificio pistola en mano. Apenas tuvieron tiempo de levantar la mirada, porque me abalancé sobre ellos y los derribé como un par de bolos. En algún lugar, la casera gritó, pero no tenía tiempo para eso. Con un poco de suerte no intentaría algún acto heroico como golpearme en la cabeza con una olla.
Los dos guardias se quedaron momentáneamente desorientados, circunstancia que yo aproveché para cogerlos de los pelos, pues no llevaban peluca, y hacer chocar sus cabezas con la suficiente fuerza para que quedaran fuera de combate; luego me hice con sus pistolas y corrí al exterior.
Una fría lluvia había empezado a caer sobre las calles, empujada por un viento fuerte y cruel. El tiempo jugaba a mi favor, pues limitaba mucho la visibilidad. Sin embargo, mientras guardaba mis pistolas recién adquiridas pensé que mi disfraz de lacayo ya no me servía.
Solo esperaba que mi siguiente excursión resultara más provechosa que la anterior. Durante el juicio, los dos testimonios que se presentaron contra mi habían reconocido que estaban allí porque Arthur Groston les había pagado, así que decidí ir a ver qué tenía que decir.
Después de mi arresto, había mandado a Elias a averiguar cuanto pudiera mediante sus contactos entre los abogados de la ciudad. Aunque él no era ningún rufián y temía preguntar entre personas de baja posición social, reunió valor y descubrió que la opinión general era que habría testigos que darían fe de mi culpabilidad. Esto nos pareció muy extraño, puesto que difícilmente puede haber testigos de algo que no ha sucedido. La única conclusión posible era que alguien había pagado a estos testigos, así que envié a Elias a negociar con una docena de destacados proveedores de falso testimonio.
El método que ideé era sencillo. Elias intentaría contratar testigos que declararan en mi defensa. Sabíamos que si alguno de estos proveedores había enviado a sus testigos para que testificaran en mi contra, tendría que negarse o arriesgarse a provocar la ira de quienes le pagaban. De las personas con quienes Elias habló, solo Groston se negó, así que supimos que era nuestro hombre.
Este rufián tenía una papelería en Chick Lane, donde vendía plumas, papel y libros en blanco, además de algunos panfletos sensacionalistas y novelas. Sin duda el grueso de sus ingresos procedía de su otro negocio, negocio que no tenía ningún reparo en promocionar. En la ventana había un cartel donde decía: PRUEBAS.
Me acerqué con cautela, pues me pareció muy posible que los guardias de aduanas hubieran previsto este movimiento, aunque ya hacía tiempo que había descubierto que muy pocos hombres entienden de verdad el delicado arte de la investigación. Un buen cazador de ladrones tiene que saber anticiparse a los movimientos de su presa; sin embargo, la mayoría de estos tipos solo saben reaccionar cuando la encuentran.
El interior era un pequeño taller, atestado de desechos y de fajos de papel. Había muy poco espacio, solo unos tres metros de largo por metro y medio de ancho en los que el cliente podía moverse sin mirar al mostrador que separaba al propietario del resto de la tienda.
Aunque no nos conocíamos, yo había visto a Groston por la ciudad. Era más joven de lo que es habitual en su oficio, veintipocos, y era delgado pero de constitución fuerte. Llevaba el pelo natural colgando en bastos mechones, y su rostro afilado lucía una barba de media semana. Aunque no soy una persona que se deje guiar por la fisonomía, siempre que ponía los ojos sobre aquel sujeto taimado sentía un profundo desagrado.
—Buenas tardes —dijo sin molestarse en levantarse de la mesa a la que estaba sentado, con un vaso de vino tinto aguado—. ¿En qué puedo ayudaros? ¿Estáis interesado en bienes materiales o inmateriales?
—Necesito pruebas —dije—, y por el anuncio de vuestro aparador he pensado que puedo encontrarlas aquí.
—Podéis. Decidme qué os preocupa y comprobaréis que estoy muy bien pertrechado para ofreceros la ayuda que buscáis.
Me acerqué al mostrador y al hacerlo noté un olor muy desagradable. El señor Groston olía a sucio, y muy cerca tenía un orinal que había utilizado hacía tan poco que casi calentaba como una estufa. Nada de lo cual me inclinaba a mostrarme más amable con él.
—Se ha producido una muerte —dije—. Un asesinato.
Él se encogió de hombros.
—Esas cosas pasan, señor. Es mejor no preocuparse más de lo necesario.
—Veo que somos del mismo parecer —le aseguré—. Pero necesito testigos que demuestren la inocencia de mi socio.