La conjura (11 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Yate comprendió enseguida que había llegado el momento de largarse. Abrió la puerta de la taberna de un empujón y me di cuenta de que la conversación tendría que esperar, pues fuera no había donde ocultarse. Había docenas de hombres en la calle, cientos tal vez, peleando entre sí, con los desconocidos, derribando puertas y mujeres. Un hombre había conseguido una linterna y la arrojó contra el edificio del otro lado de la calle. Por suerte, se quedó algo corto y la lámpara se estrelló contra los escalones de piedra, donde solo prendió fuego a un compañero alborotador.

No nos habríamos alejado más de medio metro de la taberna cuando dos hombres volvieron a atacar a Walter Yate. Me hubiera parecido estúpido salvarlo una vez de la muerte y luego dejarlo a su suerte, así que intervine y propiné un buen swing a uno de sus atacantes. Mi puño golpeó con fuerza un lado de su cabeza y vi con cierto regocijo cómo caía, pero entonces otros dos hombres se unieron a la escaramuza y me encontré bloqueando y golpeando solo para evitar los golpes.

Hubo un momento en que, al levantar la mirada, vi un ladrillo agarrado con fuerza por unos dedos blancos que venía directo contra mi cabeza. De no haber levantado Yate su brazo para hacer caer el ladrillo, exponiéndose a los golpes del hombre con el que estaba luchando, no sé si hubiera podido evitar el impacto, sin duda fatal. Derribé a aquel bestia de un puñetazo en la cara, y le di las gracias con un gruñido a Yate, a quien empezaba a ver con otros ojos. Aunque hablaba maravillas del esposo de Miriam —la peor ofensa imaginable—, ahora él y yo estábamos unidos por la hermandad del combate.

Yo aún tenía la habilidad de un púgil, aunque la herida de la pierna que acabó con mis días de boxeador empezó a dolerme mientras brincaba de un lado a otro defendiéndome y tratando de encontrar una salida por donde pudiéramos huir. Pero no había salida. Alguien se me plantaba delante con los puños en alto, y yo repelía su ataque, o lo derribaba o lo esquivaba, solo para encontrar un nuevo atacante detrás. Yate, por su parte, luchaba bien, pero, al igual que yo, lo único que podía hacer era esquivar los golpes.

Aunque estaba muy ocupado protegiendo mi vida, me daba cuenta de que la refriega estaba tomando un giro extrañamente político. Ahora había grupos de estibadores que coreaban «¡Fuera jacobitas! ¡Fuera tories! ¡Fuera papistas!», dirigidos por el rival de Yates, Greenbill Billy. Era frecuente que las refriegas adoptaran un tono de protesta, sobre todo en época de elecciones, pero me pareció curioso que en aquella ocasión hubiera sucedido tan deprisa.

Sin embargo, tenía otras preocupaciones en la cabeza, pues, aunque muchos de los estibadores estaban ocupados coreando consignas y rompiendo ventanas, otros muchos manifestaban una notable afición por pelearse… sobre todo con nosotros. No sabría decir cuánto tiempo estuvimos peleando. Más de media hora, supongo. Yo daba y recibía puñetazos. Mi rostro estaba cubierto de sudor y de sangre. Y seguía luchando. Si alguna vez veía un espacio libre, allá que saltaba, pero enseguida recibía nuevos ataques. Durante los primeros minutos, miraba continuamente para ver cómo le iba a mi compañero, pero no tardé en quedarme sin energías. Lo único que podía hacer era protegerme a mí mismo. Hubo un instante en que conseguí reunir la fuerza para volverme y me sorprendió comprobar que Yate no estaba. O había escapado o la chusma nos había ido separando sin que nos diéramos cuenta. Supuse que sería más bien esto último y, aunque no sabría decir por qué, este pensamiento me llenó de temor. Yo había salvado a Yate y él me había salvado a mí. Su bienestar me preocupaba. Cambié de posición para poder ver mejor, pero no había rastro de él. Noté una extraña sensación de pánico, como si hubiera perdido a un niño pequeño que hubiesen dejado a mi cargo.

—¡Yate! —grité por encima del alboroto de gruñidos, vítores y el ruido de los puños contra la carne. No hubo respuesta.

Y entonces se acabó. Hacía un momento estaba luchando, llamando a gritos a Yate, y al siguiente se hizo un terrible silencio y me encontré dando golpes al aire, girando como un loco en busca del siguiente atacante anónimo. A mi alrededor se congregó una multitud, dejando un espacio de un par de metros. Me sentía como un animal atrapado, peligroso, enajenado. Me quedé allí, respirando con dificultad, medio inclinado, esperando a reunir la fuerza necesaria para preguntar por qué me miraban así.

Entonces, dos guardias se adelantaron y me cogieron de los brazos.

Yo les dejé hacer. No me resistí. Me incliné hacia delante para descansar mientras me tenían sujeto y, en mi agotamiento, oí una voz que no reconocí que decía:

—Ese es. Ese. Ese es el sucio gitano que ha matado a Walter Yate.

Tras esto, me llevaron a la oficina del magistrado.

5

Cuando anochece, Londres no es lugar para el débil, por no hablar de alguien que va desnudo, pero había escapado de la prisión más temible del reino, y di gracias porque aún tenía mis zapatos conmigo. De otro modo, además de humillante, mi situación hubiera sido insalubre, pues me dirigí hacia el sur y, en consecuencia, pasé cerca de Fleet Ditch. Por estas calles es frecuente andar pisando bostas, o los miembros putrefactos de un perro muerto o un tumor que algún cirujano ha extirpado y luego desecha. Sin embargo, después de escapar de la cárcel y estar a punto de morir en una angosta tumba, no era cosa de hacerse el escrupuloso porque algún pedazo de carne de perro o alguna carne amputada me rozara las piernas, sobre todo con aquella lluvia gélida tan purificadora. En cuanto a mi desnudez, aunque hacía frío y llovía, también estaba oscuro —sin duda la mejor de las circunstancias para escapar de una prisión—, y no dudaba que en aquella ciudad, que tan bien conocía, sabría moverme entre las sombras.

Pero no eternamente. Tenía que conseguir ropa, y deprisa, pues, aunque la alegría de haber conseguido mi libertad me corría por las venas haciéndome estar tan despierto como si me hubiera tomado una docena de cafés, notaba una inquietante sensación de frío y empezaba a notarme las manos entumecidas. Los dientes me castañeteaban, y temblaba con tanta fuerza que temí perder el equilibrio y caer al suelo. No me entusiasmaba la perspectiva de arrebatar a otro lo que deseaba para mí, pero la necesidad venció cualquier recelo. Además, no tenía intención de quitarle a nadie toda su ropa y dejarlo como su madre lo trajo al mundo. Solo necesitaba convencerle, por los medios que fuera, para que compartiera conmigo una pequeña parte de sus bienes.

Hay algo en el hecho de haber estado en prisión, y más incluso en el de haber escapado de ella, que hace que un hombre vea las cosas que conoce con otros ojos. Mientras me dirigía hacia el sudoeste, reparé en el hedor del Fleet como si fuera un presuntuoso recién llegado del campo. Oía los extraños gritos de los vendedores de pasteles, los polleros, las mozas que vendían camarones. «¡Camarones, camarones, camarones!» gritaban una y otra vez como aves de los trópicos. Las palabras deslavazadas que la gente garabateaba en las paredes y en las que nunca había reparado —WALPOLE VETE AL CUERNO O JENNY KING ES UN PUTA Y UNA PERRA O VEN A VER LA SENIORITA ROSE Y EL PECADO DE LOS DOS OBISPOS— se me antojaban ahora los garabatos de un alfabeto misterioso. Pero aquella extrañeza con que veía la ciudad apenas aplacaba la sensación de frío; el hambre, tanta que me mareaba, y los gritos de los vendedores de pastel, pescado en salmuera y nabos asados me alteraban grandemente.

Mis andanzas por esta parte más desagradable de la ciudad adoptaron los tintes sombríos e inconexos de una pesadilla. De vez en cuando algún mozo de linterna o algún mendigo me veía y silbaba, pero, para bien o para mal, en una ciudad como aquella, donde la pobreza campa a sus anchas, no es raro ver a algún pobre desgraciado sin vestimenta, y me tomaron simplemente por alguna víctima desesperada de la pobreza que asolaba a la nación. Pasé ante algunos mendigos, que se abstuvieron de pedirme limosna, pero por la mirada vacía de sus ojos vi que sabían que estaba bien comido y por tanto tenía más suerte que ellos. Unas cuantas damas de virtud fácil me ofrecieron sus servicios, pero les expliqué que, en aquellos momentos, no llevaba dinero.

Cerca de Holborn vi a la clase de hombre que necesitaba. Un borracho de clase media que había dejado a sus amigos en alguna taberna de cerveza y había salido a buscar carne barata. Para un hombre ebrio y tambaleante —esto es, que no se muestra excesivamente exigente—, es fácil encontrar carne barata, sobre todo porque, en su estado, es una presa fácil para la mujer que pone el ojo en su bolsa, su reloj o su peluca.

Este individuo de mediana edad, abotagado y calado hasta los huesos, fue dando tumbos hacia una mujer de pelo oscuro que podría describirse en términos tristemente similares. En cierto modo, pensé, le haría un favor si evitaba que intimara con aquella criatura, muy inferior a la que hubiera buscado estando sobrio… una criatura que sin duda le quitaría lo que no le habían ofrecido y le dejaría algún regalo indeseado. Salí de las sombras, le eché las manos a los hombros y lo arrastré al callejón donde había estado ocultándome.

—Dios santo, ayúdame —gritó el sujeto antes de que me diera tiempo a taparle la boca.

—Calla, necio borracho —susurré—. ¿No ves que estoy tratando de ayudarte?

Mis palabras tuvieron el efecto que yo quería, pues el hombre se detuvo a considerar en qué podía querer ayudarle un desconocido que iba desnudo. Mientras él consideraba mis intenciones, yo me hice con su abrigo, su sombrero y su peluca.

—¡Un momento! —gritó, pero no le sirvió de nada. Se incorporó, probablemente para salir en mi persecución, pero resbaló con alguna porquería del suelo y cayó. Y así fue como huí, en mitad de la noche, desnudo, pero con mi botín bien cogido bajo el brazo. Sin embargo, solo tendría que utilizar aquellas ropas durante un breve espacio de tiempo, pues era mi intención robar las ropas a otro hombre, y esta vez con un propósito muy concreto.

Media hora más tarde, por fin me encontré bajo techo, agradablemente cerca de una estufa encendida, enzarzado en una conversación teñida de violencia.

—O haces lo que te digo o te dejo tirado en el suelo —le decía yo a un fornido lacayo que no tendría más de dieciocho años.

El mozo miró al otro lado de la habitación, donde el cuerpo del mayordomo yacía boca abajo, flácido, con un hilo de sangre saliendo de la oreja. Le había hecho la misma propuesta, y el hombre no había sabido tomar la decisión más sabia.

—No llevo trabajando aquí ni dos semanas —me dijo, con un marcado acento del norte—. Me habían dicho que hay rufianes que entran en las casas sin pedir permiso. He visto a hombres furiosos en la puerta, mendigando las sobras, muy furiosos, pero jamás había pensado que vería a un intruso.

Debía de tener un aspecto horrible, con aquel abrigo, una peluca que apenas me cubría el pelo y un sombrero colocado precariamente encima… y empapado, por añadidura. Lo de la peluca se me ocurrió porque, en caso de descubrirse mi fuga, buscarían a un hombre con cabellos oscuros naturales, no a un caballero con peluca. Aunque lo cierto es que me parecía tanto a un caballero como un africano encadenado recién llegado a Liverpool.

—Si no haces lo que te digo te voy a dejar sin sentido, chico. —Tendría que haberme acercado más a él, para resultar más amenazador. Pero preferí retroceder un poco para notar más el calorcillo de la estufa.

Sin embargo, él no se dio cuenta de nada.

—No tengo motivos para dejar que me hieran estando a su servicio —dijo el lacayo, señalando con un gesto otra habitación de la casa.

—Pues entonces dame tus ropas.

—Pero es que las llevo puestas.

—Entonces quizá podrías empezar quitándotelas —propuse.

El mozo me miró, esperando alguna aclaración posterior, pero como vio que la aclaración no llegaba, suspiró, algo confuso, me miró como si yo fuera su padre y le hubiera pedido que diera de comer a los cerdos y empezó a desabrocharse los botones y desatar los cordones. Sin dejar de morderse el labio, se quitó sus ropas, salvo la camisa, y las arrojó en un montón delante de mí. A cambio yo le di mi abrigo recién adquirido, que pesaba mucho porque estaba empapado, y me puse su librea… agradablemente seca, aunque con más piojos de los que hubiera deseado.

Mi objetivo no era engañar a su señor; sabía que solo podría engañarlo un instante. Sin embargo, estaba convencido de que, si me veía con la vestimenta de su sirviente, se sentiría lo bastante confuso para mostrarse más dócil. Además, cuando saliera de la casa, la librea sería un buen disfraz.

Cuando el lacayo se puso mi abrigo lo até con una cuerda que hallé en la cocina.

—¿Hay otros criados en la casa? —le pregunté, echando mano de media hogaza de pan y mordiéndola con frenesí. Era del día anterior, y estaba dura, pero me supo maravillosamente.

—Solo la moza que se ocupa de la limpieza —dijo—. Pero es una mujer virtuosa, sí, y no he hecho nada con ella que pueda manchar su honor.

Levanté una ceja.

—¿Dónde está ahora? —pregunté con la boca llena.

—Es su noche libre. Ha ido a ver a su madre, que cuida a los hijos de una gran dama que vive cerca de Saint James. No creo que vuelva al menos hasta dentro de dos horas.

Consideré la posibilidad de que estuviera mintiendo —sobre la hora en que volvía la moza, no sobre su virtud— y llegué a la conclusión de que no era lo bastante astuto para engañarme. No deseando separarme del pan, lo sujeté entre los dientes mientras cogía un trapo y amordazaba al joven. Entonces le dije que durante unos días hojeara el periódico por si alguien ponía un anuncio pidiendo su abrigo, la peluca y el sombrero. Lo más correcto sería devolverlos a su propietario.

Terminé el pan rápidamente, encontré un par de manzanas —una me la comí, la otra me la guardé en el bolsillo— y decidí que ya era hora de ponerse manos a la obra. Aquella casa no era especialmente grande ni tenía una distribución especial, así que no me costó dar con mi hombre.

Encontré al juez Piers Rowley en un estudio muy iluminado y con cortinas rojas, cojines rojos y una alfombra turca roja. El propio Rowley vestía bata y gorro rojo a juego; apenas lo reconocí sin su aparatosa indumentaria de juez. Esto me pareció buena señal. Quizá también yo sería irreconocible con mi disfraz… al menos durante el tiempo que necesitaba para sorprenderlo. El hombre estaba sentado casi de espaldas a mí, ladeado, para que el fuego de la chimenea iluminara en lo posible una mesa cubierta de papeles. En la habitación había algunas velas encendidas, y le habían preparado una bandeja con peras y manzanas y un decantador que contenía un vino tinto de color muy vivo… oporto, a juzgar por el olor. Personalmente, no me hubieran ido mal uno o dos vasos, pero no podía arriesgarme a que la bebida alterara mis sentidos.

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