Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (10 page)

BOOK: La conjura
5.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ella apartó la mirada.

—¿Cómo podéis preguntar eso? ¿Por qué queréis trastornarnos a los dos con semejantes preguntas?

—Porque debo saberlo. ¿Lo amáis?

Ella seguía sin mirarme.

—Sí —susurró dándose la vuelta.

Me hubiera gustado creer que mentía, pero no pude. Y no sabía si el motivo estaba en sus palabras o en mi corazón. Solo sabía que ya no teníamos nada de qué hablar. Miriam había disparado el tiro fatal, el que pone fin a la batalla. Había llegado el momento de enterrar a los muertos.

Me puse en pie, apuré mi vaso y lo dejé.

—Os deseo que seáis muy feliz —dije una vez más, y partí.

Más adelante conocí el nombre de aquel hombre: Griffin Melbury. Se casaron unas dos semanas después de nuestra conversación en una ceremonia privada a la que no se me invitó. No había visto a Miriam desde entonces. Al enterarse, mi tío se rasgó las vestiduras. Y más tarde mi tía me dijo en un aparte que jamás volviera a pronunciar el nombre de Miriam ante ellos. El mundo se reorganizaría como si Miriam jamás hubiera existido. O esa era la idea.

Una idea que fracasó, pues había empezado a comprender que durante las elecciones no podría dar dos pasos seguidos sin oír el nombre de su marido, y no podía oír ese nombre sin desear retorcerle el pescuezo hasta que cayera sin vida en mis manos.

El Ganso y la Rueda era más grande de lo que esperaba, una larga sala con docenas de mesas y una barra en la parte de atrás. Y estaba lleno. Había allí trabajadores de toda especie y condición, por supuesto, pero también negros africanos, morenos de las Indias Orientales, y gitanos, que era por lo que yo quería hacerme pasar. El aire apestaba a ginebra, cerveza y carne hervida, a tabaco barato y a orines, y se oía una mezcla escandalosa de gritos, cantos y risas. Yo había estado preguntándome por qué tenía Littleton tantas ganas de ir a una taberna donde sabía que no sería bien recibido, pero al entrar vi que el riesgo era mínimo. El Ganso y la Rueda utilizaba el sebo lo justo para las funciones más básicas del negocio, y los propietarios lo tenían de forma permanente en penumbra. Las pipas sobrepasaban en mucho el número de ventanas del local, que estaba oscuro y lleno de humo, apenas podía ver tres metros delante de mis narices. El extremo más alejado, donde los hombres se sentaban a fumar, parecía un cielo estrellado visto a través de una fina capa de nubes.

Littleton me hizo saber que lo que necesitaba en esos momentos para calmar su ansiedad era una buena pinta de ginebra. A mi entender hubiera sido más prudente que se mantuviera lúcido, pero no estaba allí para hacerle de madre, así que le di el veneno que me pedía… cosa que me obligó a pasar por encima de los cuerpos de unos cuantos tipos inconscientes que habían bebido demasiado. Cuando le pedí al de la espita una cerveza pequeña para mí, casi se echa a reír, como si nadie le hubiera pedido nunca algo tan flojo. Lo más que podía ofrecerme era cerveza de ave, esa perniciosa sopa hecha con cerveza y pollo.

El hombre me sirvió una jarra del citado brebaje y me miró con enfado.

—Si es demasiado fuerte para tu gusto, puedes mearte dentro.

Pensé en contestarle adecuadamente, pero contuve mi lengua, pues preferí no meterme en líos hasta haber solucionado mis asuntos. Así que le di las gracias por su amabilidad y volví con Littleton, que se había calado la gorra sobre los ojos para pasar inadvertido.

—¿Qué más sabéis de las dimensiones políticas de este asunto? —le pregunté cuando le di su pinta—. Nadie me había dicho nada de política y partidos, y temo que eso complique bastante las cosas.

Él se encogió de hombros.

—Yo de eso no sé nada. Yo no tengo voto, y los partidos o los candidatos para mí no significan nada. Iré a verlo por si cae algo de comer o beber, y puede que alguna moza bonita me dé un beso si cree que tengo derecho a voto, pero para mí tories y whigs son lo mismo. Los dos creen que saben cómo ponernos a los pobres en nuestro sitio. No saben una mierda, eso es lo que yo creo. Nosotros tenemos otras cosas de que preocuparnos.

—¿Como por ejemplo?

—Como que estamos en febrero y no hay trabajo en los muelles. Solo las barcazas de carbón. Y hasta primavera no hay nada más. Estamos acostumbrados a que nos paguen más que a los otros estibadores; eso nos ayuda a pasar los meses malos, pero ahora que las bandas están a la que saltan y se pelean por el poco trabajo que hay, no sacamos más de lo que sacaríamos llevando cajas de manzanas en un puesto de frutas. Y nuestro trabajo es más peligroso. La semana pasada uno que conozco murió aplastado porque se le cayó un tonel de carbón encima. Le aplastó las piernas, sí señor. Se murió dos días después, y el pobre no dejaba de gritar.

—¿Y Ufford cómo espera mejorar las cosas?

—No sé. He oído sus sermones, pero no los entiendo muy bien. Dice que había un tiempo cuando el rico cuidaba del pobre, y que los pobres trabajaban mucho pero se ganaban bien la vida y eran felices. Y dice que a los whigs les da igual cómo eran las cosas antes, que solo les importa su dinero, y que prefieren matar a los pobres a trabajar antes que darles un buen salario.

—¿Y quiere que creáis que los tories serán unos amos amables porque están acostumbrados a mandar y los whigs serán malos porque no están acostumbrados al poder?

—Más o menos.

—¿Y es verdad?

Littleton se encogió de hombros.

—Dennis Dogmill es whig, dicen, y la mayoría del trabajo que hacemos es para él. Puedo aseguraros que si cada uno de sus hombres la palmara después de descargar, a él plim, siempre que haya otros para hacer el trabajo. ¿Tiene el corazón negro porque es whig o es porque ha salido así y ya está? Para mí, que la política no tiene nada que ver.

Littleton se encasquetó más la gorra, una clara señal de que quería menos cháchara y más ginebra. Por tanto me entretuve observando a la gente durante casi una hora, hasta que empezó el jaleo cerca de la parte de atrás. Alguien encendió unas cuantas velas mientras un hombre subía a un barril. Era de mediana estatura, corpulento, de unos cuarenta años tal vez, con la cara muy fina y unos ojos muy separados que le daban un aire de sorpresa o confusión. Dio unos golpes con los pies y el ruido de la sala empezó a apagarse.

Littleton despertó de su sopor.

—Ahí está. Ese es Billy.

El hombre del barril levantó en alto una jarra.

—Un brindis —exclamó— por Danny Roberts el Sucio, que se murió la semana pasada porque un barril de carbón se descalabró sobre su persona. Era uno de los chicos de Yate. —Entre la multitud se oyeron murmullos de desprecio, así que Greenbill levantó la voz—. Sí, puede que fuera uno de los chicos de Yate, pero no por eso dejaba de ser un estibador, y tenemos algo en común con esos chicos, por mucho que estén a las órdenes de un enemigo. Que sea el último que nos deja.

No hace falta insistir mucho para que un local lleno de estibadores se echen el vaso al coleto. Tras unos instantes de alboroto, ignoro si porque estaban de acuerdo o porque no, Greenbill continuó.

—He convocado aquí una reunión de nuestra banda porque hay una cosa que tenéis que saber, chicos. ¿Os digo qué es? La semana que viene llega un cargamento de carbón y Yate y sus chicos os lo quieren quitar.

En este punto, hubo muchos gruñidos y gritos, así que Greenbill tuvo que hacer una pausa.

—Veréis, está ese canalla que se llama Dennis Dogmill, un jefe del tabaco del que seguro que habéis oído hablar. —Esperó a que se calmaran las risas y los insultos—. Pues es el que tuvo la idea de que los estibadores nos peleáramos entre nosotros, y le ha salido tan bien que ahora todos los patrones de los barcos hacen lo mismo. «¿Quién ofrece el precio más bajo?» Eso es lo que todos preguntan. Así que fui y le dije a Yate que lo mejor era que trabajáramos unidos. Que no fuéramos diferentes bandas. Convirtámonos en una sola banda y haremos subir los salarios de los estibadores. Y Yate me dijo, y estas son sus palabras, chicos, me dijo: «Antes me quemaría en el infierno que alternar con los de tu calaña. Los de tu banda no son más que rateros y matones». Eso dijo, y tuve que contenerme para no matarlo allí mismo por hablar mal de los que son como vosotros.

—Eso es una sucia mentira, Billy, y tú lo sabes.

Entre donde nosotros estábamos y donde estaba Billy, un hombre se levantó y subió a su mesa. Tendría treinta y pocos, pero su rostro aún se veía joven. Llevaba su pelo natural, que era oscuro y corto, con una cola corta y, aunque era de baja estatura, se veía que era fuerte.

—¡Mirad esto, chicos! —exclamó Greenbill—. Es Walter Yate. Tiene que haber perdido la chaveta para venir aquí. O eso o es que le gustan tanto las mentiras que las diría donde sea.

Littleton se quedó boquiabierto y se puso muy derecho. Se llevó una mano a la cabeza y se echó la gorra hacia atrás.

—¿Qué está haciendo? —susurró, aunque hablaba más para sí mismo que para mí—. Va a conseguir que se lo carguen.

—¡Siéntate! —le gritó un hombre a Yate—. Tú aquí no pintas nada.

—Y Greenbill Billy no pinta nada diciéndoos tantas mentiras —replicó Yate—. No soy vuestro enemigo. El enemigo es Dermis Dogmill y los que son como él, que quieren ponernos unos en contra de los otros. Todos tenemos que comer y por eso trabajamos por una miseria, porque es mejor que nada. Guárdate tus insultos para Dogmill y sus amigos whigs, que quieren mataros a trabajar y luego se olvidan de vosotros. En vez de enfrentarnos entre nosotros tendríamos que tratar que el señor Melbury consiga su escaño en el Parlamento. Él nos ayudará. Protegerá los derechos que tenemos por tradición.

Noté que mis músculos se tensaban. Ahí estaba otra vez, Melbury, y no lo quería cerca de mí.

—Vaya, ¿no me digas que Melbury te ha pagado para que vengas a hacer campaña? —apuntó Greenbill—. Nosotros no podemos votar, y si en vez de venir a dártelas de gran señor fueras uno de los nuestros lo sabrías. Griffin Melbury. Si no tiene un barco para descargar me importan un comino él y la puta que lo parió.

—Pues tendría que importarte —dijo Yate—. Él nos ayudaría a derribar a Dogmill y a poner un bocado de comida en la boca de nuestros hijos.

—Como no te calles lo que te voy a poner en la boca es un montón de estiércol —le gritó alguien a Yate.

—Tus palabras apestan más que el conejo de una puta —ladró otro—. Apuesto a que el Papa te ha mandado a que nos digas todas esas mentiras.

Entonces, alguien le arrojó una pinta de cerveza. Yate se echó a un lado ágilmente y el vaso golpeó a Greenbill en el pecho.

¡Oh, menudo ultraje! ¿Cómo se atrevía Yate a evitar un proyectil y permitir que ensuciara a su amado cabecilla? Hubo un momento de silencio, de calma tensa. Entonces alguien agarró a Yate y lo bajó de la mesa; el hombre desapareció bajo una marea de puños. Por encima del griterío, oía el sonido sordo de los puños contra la carne. Algunos formaron un corrillo alrededor de los agresores y se dedicaron a dar patadas a los que estaban más cerca de la víctima. Otros se limitaban a dar puñetazos al aire en una inquietante parodia de violencia reprimida. Pero esa clase de placeres no permiten una participación masiva y, si bien algunos estibadores se quedaron esperando por si tenían la oportunidad de golpear a Yate, otros parecieron olvidar la causa real de aquel alboroto y se dispersaron por la taberna, buscando algo que romper o robar, o salieron a la calle para tener más espacio donde hacer destrozos.

Entonces noté que me tiraban del brazo. Era Littleton.

—Hora de irse —dijo—. Buscad la salida como podáis —me aconsejó, y desapareció entre la multitud.

Hubiera debido seguir su consejo, pero en medio de aquel caos mi cabeza no discurría con claridad. La mayor parte de la gente había salido, pero dentro aún había hombres destrozando cosas, las paredes, los barriles de cerveza, los cubos de ginebra. En la sala resonaban los golpes sordos, los gruñidos, el sonido del peltre contra la piedra. Por el suelo había lámparas de aceite rotas, aunque afortunadamente las bebidas rebajadas con agua habían apagado las llamas.

Y estaba el pobre Walter Yate, tirado en el suelo, sobre la espalda, como una tortuga panza arriba. Un hombre le sujetaba los brazos mientras otro levantaba una silla dispuesto a estrellarla contra su cabeza. Había otros tres a un lado, animando, dando golpes al aire en apoyo a sus hermanos y mirando hacia la puerta, pensando ya en la acción que sabían que encontrarían fuera.

Bien es cierto que la cuestión de qué trabajo conseguía cada estibador a mí poco me importaba, y más cierto aún que, en parte, Yate merecía que le partieran la crisma por haber hablado bien de Melbury, pero no podía quedarme cruzado de brazos viendo cómo lo asesinaban. Así que me acerqué rápidamente, eché a un lado al hombre que sujetaba a Yate y lo aparté a tiempo para que la silla golpeara el suelo, donde se rompió en pedazos.

Al ver que acudía en ayuda de la víctima, los estibadores se dispersaron. Ayudé a Yate a ponerse en pie. Aunque se lo veía desorientado y algo magullado, no parecía haber sufrido daños graves.

—Gracias —me dijo, dirigiéndome hacia la puerta—. No esperaba encontrar amigos entre los chicos de Greenbill.

—No soy uno de los chicos de Greenbill. Y aunque yo tampoco esperaba encontraros aquí, hablaré con vos de todos modos. De poca utilidad me seríais con la cabeza rota. —Volqué una mesa que había cerca de la puerta para protegernos de la media docena de hombres que debían de quedar allá adentro. Aparte de los dos que habían intentado matar a Yate, los otros estaban descubriendo las maravillas de estar en una taberna sin tabernero. O lo que es lo mismo, estaban poniéndose morados de ginebra y se llenaban los bolsillos de cuchillos y pequeños platos. En los minutos siguientes, sabríamos si caían redondos o se ponían más peleones.

Los otros dos nos observaban a nosotros y miraban a los hombres que bebían ginebra. Estaban tratando de decidirse.

—Me llamo Weaver —le dije apresuradamente a Yate—. Estoy al servicio de un cura llamado Ufford que me ha contratado para descubrir al autor de unas notas amenazadoras. Está convencido de que vos podríais saber algo del asunto… que podría tener relación con vuestros problemas con Dogmill.

—Dogmill tendría que irse al infierno, y Ufford con él. Ojalá no me hubiera metido en esto. No hay más que maquinaciones y secretos. Pero siempre acaban pagando los estibadores.

Hubiera querido preguntarle a qué maquinaciones y secretos se refería, pero vi que la violencia había ganado la partida al sueño. Cuatro hombres que se habían puesto morados de ginebra cargaron contra nosotros como toros furiosos.

BOOK: La conjura
5.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Regency Christmas Carol by Christine Merrill
As the Sparks Fly Upward by Gilbert Morris
Guardian of Lies by Steve Martini
Newlywed Dead by Nancy J. Parra
Interior Design by Philip Graham
Steal the Sun by Lexi Blake
A Buzz in the Meadow by Dave Goulson
Beyond the Chocolate War by Robert Cormier
The Deep State by Mike Lofgren
Jackdaws by Ken Follett