Al principio pensé que solo era para complacer a Melbury, a quien imaginaba como un hombre meloso y zalamero, un atractivo galán con más educación que medios. Pero después, cuando medité la decisión de Miriam, se me ocurrió otro motivo. En más de una ocasión me había dicho que envidiaba mi habilidad de ser como los ingleses. Yo sabía que era algo que ella deseaba, pero era imposible, pues era judía. Qué ironía, como judío, yo nunca podría ser inglés, como mucho sería como los ingleses. En cambio Miriam, aun siendo judía, sí podía ser inglesa.
Solo hay que mirar las obras de los poetas. Siempre está el «judío», y la «hija del judío» o «la mujer del judío». Quizá donde más claramente se ve es en la famosa
El judío de Venecia
, del señor Granville, donde la bella Jessica solo tiene que dejar a su padre, un vil judío, y abrazar a su amado cristiano para dejar atrás cualquier vestigio de su pasado hebreo. En la terminología de quienes se dedican a la ciencia natural, en tanto que mujer, Miriam no era más que un cuerpo en la órbita del hombre al que estaba sometida. Casarse con un cristiano le permitió convertirse en inglesa; es más, era necesario. Sin embargo, cuando un judío se casa con una inglesa, cada uno conserva su religión. Con una mujer judía no sucede así, y no sucedió con Miriam.
Sin embargo, Elias estaba mucho más interesado en saber por qué Melbury podía querer hacerme daño.
—Si no le has hecho nada y, suponiendo que tengas razón y su mujer no haya incitado su odio hacia ti, ¿por qué iba a querer destruirte? Y lo más importante, ¿qué poder tiene para decirle a Piers Rowley lo que tiene que hacer?
—Me imagino que Rowley debe algún tipo de lealtad a los tories, y que Melbury tiene cierta influencia. El juez dejó muy claro que, ahora que se acercan las elecciones, deben gravitar según lo exija su filiación y actuar en consecuencia.
—Desde luego. —Elias irguió la cabeza—. Había olvidado que no te interesa la política, que es la razón por la que todo esto no tiene sentido. Rowley no debe nada a los tories. Es whig, señor mío. Y un whig reconocidamente vinculado a Albert Hertcomb, el adversario de Melbury en las elecciones.
—Ya sé quién es Hertcomb —dije muy sombrío y dando un sorbo a mi cerveza, aunque si sabía quién era se debía a que había oído un artículo sobre él que alguien leyó en voz alta en una taberna unos días antes de mi arresto—. Rowley insistió en que mi arresto y ahorcamiento eran de vital importancia para la causa tory… Entonces, ¿por qué…? —Yo mismo me interrumpí al recordar el contenido de aquel artículo que había oído—. Un momento. ¿No había una relación entre el candidato whig, Hertcomb, y Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco al que los estibadores odian tanto?
Elias asintió.
—Me sorprende que lo sepas. Sí, Dogmill es el patrocinador de Hertcomb y, por tanto, la intervención de Hertcomb ha sido fundamental para la aprobación de varios proyectos de ley que favorecían el comercio de tabaco en general y a Dogmill en particular. También es su representante electoral.
Golpeé la mesa con el puño.
—Utilicemos tus increíbles conocimientos sobre probabilidad y veamos qué sale. Un cura habla a favor de los derechos de los estibadores que descargan el tabaco de Dogmill y recibe amenazas. Uno de los cabecillas de los agitadores muere asesinado y me arrestan a mí por el crimen. En el juicio, el juez, que es whig, hace lo posible para que me condenen, pero cuando lo pongo entre la espada y la pared acusa a un importante tory. Acudo a un lugar donde sé con total seguridad que irán en mi busca y descubro que hay oficiales de aduanas vigilando, oficiales que tendrían que dedicarse a buscar cargamentos de contrabando en lugar de asesinos fugados. Dada la reconocida corrupción de la mayoría de los agentes de aduanas, de quienes se dice que están al servicio de los comerciantes más poderosos, creo que puedo emplear los mecanismos de la probabilidad y determinar la identidad del villano.
—Dennis Dogmill —susurró Elias.
—Exacto. Me encantaría verlo ahorcado después del desagradable trato que me dio cuando intenté hablar con él. Debe de ser él. No hay otra persona que pudiera querer la muerte de Walter Yate, que tenga el poder para hacer ahorcar a otro por el crimen y que quiera ponerme en contra de Griffin Melbury.
Elias escrutó mi rostro.
—Debes de estar decepcionado ahora que sabes que Melbury seguramente no es tu enemigo.
Para mis adentros tuve que admitir que tenía razón, pero no le daría la satisfacción de decirlo en voz alta.
—¿Y por qué había de estarlo?
—Vamos, Weaver, has estado muy mal este medio año, desde que supiste que tu bella primita se había hecho cristiana y se había casado con Melbury. Estoy seguro de que te encantaría dejarlo como un bellaco. Después de todo, si ahorcaran al señor Melbury, la señora Melbury quizá volviera a casarse.
—Tengo cosas más importantes que andar preocupándome por asuntos del corazón —dije débilmente—. Por el momento me contento con saber casi con total seguridad que Dennis Dogmill es mi enemigo. —No estaba nada contento, y no había abandonado del todo la idea de que Melbury tuviera algo que ver… o de poder implicarlo de algún modo.
—Todos saben que Dogmill es cruel y perverso —concedió Elias—, pero si fue él quien mandó matar a Walter Yate, ¿por qué iba a querer culparte a ti precisamente? Los muelles están llenos de tipos de la peor calaña, que casi no saben ni hablar por sí mismos, que no podrían ni defenderse y que desde luego no tendrían el valor de escapar de Newgate. ¿Por qué culpar a un hombre que sin duda sabe que se resistirá con todas sus fuerzas a semejante abuso?
Meneé la cabeza.
—Sí, no parece muy inteligente. No tuve ocasión de averiguar nada sobre el asunto de las notas amenazadoras. Me arrestaron cuando acababa de empezar a investigar, así que no creo que Dogmill quisiera silenciarme, porque no sabía nada de nada. Creo que ahí es donde está la clave. Si consigo averiguar por qué Dogmill quería castigarme, encontraré la manera de demostrar mi inocencia.
Elias frunció el ceño con expresión escéptica.
—Mañana visitaré a Ufford para ver si puede darme información. Y hay otras personas a quienes puedo acudir. Pero ahora necesito dormir.
—Entonces te dejo. —Se levantó, se puso el sombrero, y se volvió hacia mí—. Una última pregunta. ¿Quién es ese tal Johnson del que hablaron los testigos?
Negué con la cabeza.
—Lo había olvidado. El nombre no me dice nada.
—Qué extraño. Ese Spicer parecía muy interesado en que todos te asociaran con Johnson.
—A mí también me lo pareció, pero no conozco a nadie con ese nombre.
—Tengo la impresión de que lo conocerás —profetizó. Y, tal como fueron las cosas, no se equivocaba.
Quedamos en encontrarnos la noche siguiente en otra taberna. Sin embargo, cuando ya se iba, Elias vaciló un momento y luego sacó una pequeña bolsa del abrigo.
—Te he traído un enema y un emético. Espero que seas prudente y los utilices.
—De verdad, necesito dormir.
—Dormirás mejor si te purgas. Debes confiar en mí, Weaver. Después de todo, soy médico. —Y, dicho esto, se marchó dejándome con la vista clavada en su generoso regalo.
Aquella noche vi algunas miradas de curiosidad cuando pedí una habitación en el Turco y Sol. Por mi librea debieron de suponer que había huido de un amo desagradable, pero cuando vieron que pagaba por adelantado y con dinero en efectivo no me hicieron preguntas y me llevaron a mi habitación con considerable satisfacción.
No tenía intención de utilizar la medicina de Elias, pero en un arrebato decidí tomarla y, aunque pasé más de una hora muy incómodo, confieso que después me sentí purificado y dormí más profundamente de lo que sin duda hubiera dormido, aunque mis sueños fueron una disparatada e incoherente maraña de prisiones, ahorcamientos y huidas. Después de evacuar mis intestinos, pedí un baño caliente para poder desprenderme de los bichos de la cárcel, que fueron sustituidos rápidamente por los de la taberna.
Los purgantes tuvieron el efecto de dejarme con un hambre feroz, y por la mañana me tomé el pan y la leche caliente del desayuno con gran placer. Luego, ataviado aún con mi disfraz de lacayo, me dirigí a la casa del señor Ufford, de quien esperaba que arrojaría alguna luz sobre mis problemas. Mientras caminaba por la calle, a plena luz del día, tuve una sensación realmente extraña. Estaba en libertad, pero no era libre en modo alguno. Tendría que seguir disfrazado hasta… no sabía hasta cuándo. Lo normal hubiera sido pensar que hasta que demostrara mi inocencia, pero eso ya lo había hecho.
No quería darle demasiadas vueltas, pues todo aquello me inquietaba demasiado. Necesitaba mantenerme ocupado, y pensé que Ufford podría darme alguna información de utilidad. Sin embargo, cuando llamé a su puerta descubrí que su sirviente no tenía intención de dejarme entrar. A un observador circunstancial, sin duda le hubiéramos parecido dos perros que se estudian y le desean al otro lo peor, no sea que reciba demasiadas caricias de su amo.
—Debo hablar con el señor Ufford —le dije al individuo.
—¿Y quién sois para hablar con él?
Desde luego, eso no se lo podía decir.
—Eso no importa —dije—. Deja que hable con él y te prometo que tu señor te dirá que has hecho bien.
—No tengo intención de dejar entrar a un hombre a quien no conozco basándome en semejante promesa. O me dais vuestro nombre u os marcháis. En realidad, seguramente haréis las dos cosas.
No podía permitir que una reunión tan importante no se realizara por culpa del agudo sentido del deber de aquel tipo.
—En realidad, no voy a hacer ni lo uno ni lo otro —comenté, y dicho esto lo aparté de un empujón y entré. Dado que anteriormente solo había estado en la cocina, no tenía ni idea de dónde encontrar al señor Ufford, pero por suerte oí voces que venían del fondo del pasillo, así que me dirigí hacia allí; el sirviente iba detrás de mí, tocándome el hombro como un perro faldero detrás de su amo.
Irrumpí en la habitación y encontré a Ufford sentado, tomando un vino con un joven de no más de veinticinco años. Este individuo también vestía con el lúgubre color negro de los hombres de Iglesia, pero sus ropas eran de inferior calidad. Cuando entré, ambos levantaron la vista sorprendidos. Aunque quizá sería más acertado decir que la expresión de Ufford era de miedo. Se levantó de un salto, salpicándose los pantalones de vino, y reculó unos pasos.
—¿Qué es esto? —exigió.
—Os pido disculpas, señor —dijo el sirviente—. Este cretino me ha empujado y no he podido detenerlo.
—Lamento haber tenido que hacerlo —le dije a Ufford—, pero me temo que tengo que hablar con vos, y en estos momentos las vías habituales están cerradas para mí.
Ufford me miró con incredulidad, hasta que algo pareció colocarse en su sitio en su cabeza y me reconoció a pesar del disfraz.
—Oh, sí. Por supuesto. —Carraspeó como un actor en el escenario y se sacudió el pantalón—. Os ruego que me perdonéis, señor North —le dijo a su invitado—. Tendremos que seguir con este asunto en otra ocasión. Iré a visitaros mañana, tal vez.
—Desde luego —musitó el otro poniéndose en pie. Me miró con gesto hosco, como si yo hubiera preparado aquella pequeña escena para abochornarlo, y luego, indignado, miró a Ufford. No me considero un experto en los secretos que se esconden en el corazón de un hombre, pero no había duda: el tal señor North odiaba a Ufford con toda su alma.
Cuando North y el sirviente salieron, Ufford se acercó a mí de puntillas, como para darle a aquella reunión el sigilo necesario. Me cogió la mano con mucha cautela y se inclinó.
—Benjamín —dijo con voz susurrante—. Me alegra que hayáis venido.
—No es necesario hablar en voz baja —le dije, aunque más bajo que en mi tono habitual, pues el sigilo se contagia—, a menos que vuestro sirviente esté escuchando detrás de la puerta.
—Lo dudo —dijo Ufford, esta vez en voz muy alta, y se dirigió hacia la puerta con los brazos abiertos como las alas de un pájaro—. Sé que puedo confiar en que Barber se comportará como corresponde a su cargo. No creo que haga falta ni que lo compruebe. —Y dicho esto abrió la puerta a un pasillo vacío—. Ah —dijo cuando volvió a cerrarla—. ¿Veis? Estáis seguro. No debéis preocuparos. Aunque imagino que tenéis todos los motivos del mundo para estar preocupado, ¿no es cierto? Pero no pensemos en eso ahora. Venid, un vaso de vino os ayudará a recuperar el ánimo. Porque, bebéis, ¿no es así? Conozco a muchos hombres de bajo rango que nunca beben.
—Pues yo bebo —le aseguré, convencido de que me haría falta mucho vino para aguantar aquella entrevista. Cuando me entregó mi vino y tomé asiento (él no me invitó a hacerlo, y pareció muy molesto cuando me instalé de motu propio, aunque no estaba yo para preocuparme por minucias), señalé hacia la puerta con la cabeza—. ¿Quién era ese hombre?
—Oh, solo era el señor North. Es el coadjutor que sirve en mi parroquia de Wapping. Ha vuelto a hacer los sermones desde que empecé a recibir esas notas. ¿Habéis hecho algún progreso en lo referente al autor?
Me lo quedé mirando.
—Señor, debéis entender que ha habido otros asuntos que me han tenido ocupado.
—Oh, sí. Lo entiendo. Pero también entiendo que me hicisteis una promesa, y una promesa es una promesa, aunque cumplirla resulte más difícil de lo que uno esperaba. ¿Cómo vais a mejorar en la vida si no sois capaz de cumplir con el servicio que habéis prometido?
—En estos momentos me preocupa mucho más evitar la horca que mejorar mi posición. Pero da la casualidad de que estoy preparado para volver a vuestro problema, pues creo que la persona que ha escrito las notas podría arrojar cierta luz sobre mi situación.
—A mi entender esa no es una razón apropiada para que realicéis el trabajo por el que os pagué. ¿No es suficiente incentivo la satisfacción de un trabajo bien hecho? En cualquier caso, me gustaría saber a qué situación os referís.
—La situación de haber sido condenado por un asesinato que no cometí —dije muy despacio, como si la lentitud de mis palabras pudiera ayudarle a entender mejor—. Sospecho que fui juzgado por la muerte de ese hombre porque pretendía descubrir al autor de las notas.
—¡Oh, no! —exclamó Ufford—. Muy bien, señor. Muy bien. Un asesinato que no habéis cometido. Podemos jugar a ese pequeño juego si queréis. Comprobaréis que se me da muy bien.