La conjura (35 page)

Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
2.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué propones?

Respiró hondo.

—Mira, Weaver. No esperes que ninguna de esas personas te diga la verdad. Aunque ese irlandés, Johnson, sea amable contigo, no significa que esté siendo sincero.

—No, pero podía haberme hecho daño y no lo hizo.

—Solo porque cree que puedes serle útil. Pero te hará todo el daño que quiera si decide que ya no lo eres.

—Lo sé.

—Entonces harías mejor aceptando que toda esta intriga de los jacobitas no es más que una distracción para ti. Estás poniendo todo tu empeño en descubrir qué hay realmente tras la muerte de Yate.

—¿Y no tendría que hacerlo?

—Supongo que sí, pero para lograr un fin, no como fin en sí mismo.

—Y supongo que el fin es político.

Él sonrió.

—Veo que, después de todo, sí has aprendido algo.

Cuando llegamos a la plaza de Covent Garden, ya había allí miles de electores y observadores; muchos de ellos lucían los colores de su candidato, y muchas otras personas solo habían ido para divertirse. La multitud se mostraba alegre y sombría a la vez, como suele estarlo la chusma en Londres. Aquella gente se deleitaba en el espectáculo, pero siempre había en ella una inexplicable amargura, como si aquello no fuera tan maravilloso como querían y no los arrancara de su pobreza, del hambre o el dolor de muelas.

Cuando nosotros llegamos, los candidatos tories estaban entrando en la plaza, después de que llegaran los whigs. Vi cientos de estandartes agitarse en el aire cuando Melbury se dirigió hacia la tribuna, y no pocos huevos y piezas de fruta. Durante su breve discurso, pareció que los tories tenían ventaja, y en más de una ocasión algún whig que hacía preguntas molestas al orador fue arrastrado por la chusma y hubo de enfrentarse a inimaginables tormentos.

Elias rió levemente ante mi sorpresa.

—¿Nunca habías presenciado un proceso de elecciones?

—Supongo que sí —dije—, pero nunca lo había imaginado como un espectáculo. Puesto que no tengo derecho a voto, jamás me había planteado su importancia política. Y ahora que lo hago, todo esto me parece absurdo.

—Es absurdo, desde luego.

—¿No te parece mal que la nación elija a sus líderes de esta forma? Vaya, esto es más peligroso que la feria de Bartholomew o una fiesta del alcalde.

—No hay mucha diferencia entre esto y un espectáculo de marionetas, solo que aquí en vez de dar golpes en la cabeza a unos muñecos se los dan a gente de verdad. Aunque al menos se han reunido miles de personas que tienen algo que decir en la elección. ¿Preferirías una ciudad como Bath, donde los parlamentarios son elegidos por un pequeño grupo de hombres en torno a un pollo asado y un buen oporto?

—No sé qué prefiero.

—Pues yo prefiero esto —me dijo—.Al menos es entretenido.

Y así, con la cantidad obligada de violencia, empezaron las elecciones. Qué extraño, pensé, que mis esperanzas dependieran de un hombre a quien había odiado sin conocerlo. Pero era cierto, lo mejor para mí era que Griffin Melbury triunfara. Por tanto, no fue poca mi satisfacción cuando, a la mañana siguiente, en un café, escuché los resultados del recuento del día anterior: señor Melbury, 208 votos; señor Hertcomb, 188. El hombre a quien despreciaba y que se presentaba por un partido en el que no confiaba había ganado el primer día y, aunque hubiera debido desearle lo peor, las circunstancias habían querido que me alegrara de su victoria.

No habían pasado ni dos días —dos días en los que Melbury superó a los whigs en las urnas—, cuando Matthew Evans recibió una nota que me resultó totalmente deliciosa. El propio señor Hertcomb me escribía para invitarme a reunirme con un grupo de amigos —entre los que estaba la señorita Dogmill— para una velada en el teatro la noche siguiente. Me pareció que la señorita Dogmill no era una mujer tan osada como para iniciar una relación por carta con un hombre, aunque me hubiera gustado que no se dejara limitar por tales restricciones. Escribí al señor Hertcomb enseguida, diciendo que aceptaba encantado.

El candidato whig llegó a mi casa ataviado con un traje de un vistoso tono azul, animado por unos enormes botones dorados. Me sonrió tímidamente y le invité a tomar un vino antes de irnos. Si le preocupaba en algo que los tres primeros días de elecciones hubieran beneficiado a Melbury, no se notaba.

—Confío en que no habrá ocas por aquí cerca, señor —dijo en tono travieso, divertido aún por los sucesos acaecidos dos semanas atrás.

—Todas están libres, os lo aseguro —repliqué. Intuí enseguida que Hertcomb, que rabiaba bajo el duro yugo del señor Dogmill, se deleitaba especialmente con la actitud desafiante que yo le mostraba. Tal vez nunca había visto a un hombre provocarlo tan descaradamente, y quizá aquella afabilidad suya era su forma de rebelarse contra Dogmill. O, quién sabe, tal vez fuera una suerte de espía al servicio de Dogmill. En cualquier caso, yo sabía que podía recibir como amigo a aquel hombre… sin tener por ello que bajar la guardia.

—Dudo que el señor Dogmill viera con buenos ojos que pase mi tiempo libre con un hombre de inclinaciones tories, señor, pero no es necesario que le informemos de ello.

—No tengo por costumbre informar al señor Dogmill de mis actos —dije yo.

—Bien. Es lo mejor. En cualquier caso, la señorita Dogmill parece disfrutar de vuestra compañía tanto como yo y, puesto que yo disfruto en compañía de la señorita Dogmill, no veo nada malo en amoldarme a sus deseos, no sé si me entendéis.

No estaba muy seguro de entenderlo. Era evidente que al señor Hertcomb le gustaba Grace Dogmill y que ella había dejado muy claro que no tenía intención de llevar su relación a un estado más legal. ¿Por qué aceptaba que yo les acompañara? La única explicación posible es que no me veía como rival… o que tenía en la cabeza cosas más importantes que sus inclinaciones amorosas.

—Si me permitís la osadía —dije—, he observado que, aunque Dogmill es vuestro agente y trabajáis en estrecho contacto con él, parece que no le tenéis mucho aprecio.

Él se rió y agitó la mano quitándole importancia.

—Oh, no es necesario que seamos amigos. Nuestras familias están vinculadas desde hace tiempo, y como representante electoral hace un trabajo extraordinario. Dudo que tuviera la menor oportunidad en esta competición sin él. Todo esto es demasiado complicado para mí —prosiguió—, y Dogmill sabe navegar hábilmente en aguas traicioneras. Estos tories tienen una fuerte presencia en Westminster, y si Dogmill tiene razón, aquí hay mucho más en juego que un simple escaño en el Parlamento. Si perdemos, el país podría verse invadido por los jacobitas.

—¿Creéis que eso es cierto?

—Ignoro si es cierto o no, pero es lo que creo. —Se tomó un momento para dedicar una mirada significativa a su vaso.

—Y entonces, ¿cuáles son vuestras creencias, señor? —le pregunté con gesto cordial.

Él volvió a reírse.

—Oh, ya sabéis, lo habitual en los whigs. Menos Iglesia y todo eso. Proteger al individuo con nuevas ideas de las antiguas familias. Servir al rey, supongo. Hay una o dos más, pero ahora no me acuerdo. Lo que pasa es que un hombre no siempre puede hacer lo que quiere en la Cámara de los Comunes.

—¿A causa de Dogmill?

—Si he de seros sincero, señor Evans, os diré que con mucho gusto separaría mi camino del señor Dogmill… después de las elecciones, por supuesto. Lo digo confidencialmente. Hasta me sorprende oírme pronunciar estas palabras, pero por alguna razón os aprecio. Y jamás había visto a ningún hombre plantarle cara a Dogmill tan abiertamente como hacéis vos.

Me reí.

—Hay algo en él que me impulsa a llevarle siempre la contraria. Debe de ser el mismísimo demonio quien me sale de dentro.

—Pues no tendríais que actuar tan a la ligera. Dogmill tiene un temperamento terrible. El año pasado, cuando empecé a prepararme para estas elecciones, fui a verle para decirle que no deseaba que fuera mi representante. Apenas había tenido tiempo de decir nada cuando él se puso colorado, empezó a tartamudear y a andar arriba y abajo. Tenía un vaso de vino en la mano, y puedo aseguraros que lo rompió entre los dedos. Sangraba mucho, pero ni siquiera se dio cuenta.

—¿Y qué hicisteis?

—No podía hacer nada. Dogmill me estaba mirando fijamente. Con una mirada salvaje. De su mano goteaba sangre y vino. Dijo: «¿Qué me estáis diciendo, señor?», una y otra vez, con una voz que hubiera hecho temblar al mismo diablo. Así que me limité a negar con la cabeza. Él abrió la puerta de golpe, dejando una huella ensangrentada en la pintura, y no volvimos a hablar del tema. Nunca se lo he dicho a nadie.

—Me honra vuestra confianza.

—Estoy impresionado por vuestro valor. Solo espero que no tengáis que pagar por él. —Apuró su vaso con decisión—. Y ahora, olvidemos las cosas desagradables y disfrutemos de la velada.

Cuando llegamos a Drury Lane, fui recibido por media docena de personas, jóvenes de ambos sexos. Cada uno me dijo su nombre, pero si he de ser sincero, diré que no recuerdo ni uno solo, ni siquiera los de las damas, todas ellas muy bellas. Solo tenía ojos para la señorita Dogmill.

Llevaba un vestido azul claro que le sentaba de maravilla, y un corpiño muy seductor. Sus cabellos oscuros sobresalían hermosamente bajo un sombrero de ala ancha. Parecía la dama más elegante del reino, y me complació que me cogiera del brazo y me permitiera entrar con ella en el teatro.

—Es un placer volver a veros, señorita Dogmill.

—Me complace ser motivo de placer —me dijo ella.

Me di cuenta de que el señor Hertcomb, que charlaba amigablemente con algunos hombres, lanzaba miradas furtivas en nuestra dirección. De nuevo, no podía adivinar qué quería aquel hombre de mí, pero, a pesar de sus palabras amables, estaba decidido a no bajar la guardia. Y si su deseo era cortejar a la señorita Dogmill, le resultaría muy difícil competir con el señor Evans.

Me instalé cómodamente en mi papel, aunque en verdad estaba ante un dilema. Cuando entré en el teatro vestido con un buen traje y una peluca a la moda, del brazo de una joven y bellísima dama, no hubiera podido sentirme más encantado. Era Matthew Evans, próspero soltero, supuestamente a la búsqueda de una esposa. Me había convertido en objeto de cotilleos entre las damas solteras del
beau monde
. Mientras subíamos hacia nuestro palco, oí a otros asistentes murmurar mi nombre. «Es el señor Evans, el comerciante de Jamaica del que te hablé —oí que decía una joven—. Parece que Grace Dogmill lo tiene bien cogido.»

Y sin embargo, a pesar de estos placeres, no podía dejar de recordar que estaba viviendo una farsa. De haber sabido la señorita Dogmill quién era yo, habría huido horrorizada. Yo era un judío que vivía de sus puños, un fugitivo buscado por asesinato, y mi propósito era destruir a su hermano. Sería cruel, monstruosamente cruel, permitir que llegara a sentir afecto por el personaje que había adoptado por necesidad. Era plenamente consciente de ello. Sin embargo, estaba tan encandilado por mi posición en aquel mundo que siempre se me había negado, que no estaba dispuesto a escuchar la molesta voz de la moral.

¿Sería aquella la sensación que había seducido a Miriam? Quizá no fueron Melbury y sus encantos, sino Londres, el Londres cristiano. Si hubiera podido convertirme en Matthew Evans, con su dinero y su posición y libertad para moverse en sociedad, ¿lo habría hecho? No lo sé.

Cada uno ocupó su asiento en el palco, y yo eché una ojeada al escenario, donde ya había empezado la representación,
Cato
, de Addison. Ciertamente, una buena elección para el período de elecciones, pues la obra elogiaba a los grandes hombres de Estado que abrazaban el civismo frente a la corrupción. Sin duda el director del teatro esperaba atraer a mucha gente con esa obra, y así había sido, pero era muy explosiva y podía encender fácilmente las pasiones del público… que es exactamente lo que pasó.

No llevaríamos sentados ni diez minutos cuando el señor Barton Booth, en el papel de Cato, se puso a pronunciar un acalorado discurso sobre la corrupción en el Senado. En el patio de butacas alguien gritó:

—¿Corrupción en el Senado? No nos habíamos dado cuenta.

Esto hizo reír escandalosamente al público y, mientras el intrépido actor seguía con su texto, otro hombre gritó:

—¡Melbury es nuestro Cato! ¡Es el único que tiene un poco de virtud!

En este punto yo miré al señor Melbury, que estaba en un palco, frente a nosotros, y se levantó e hizo una reverencia ante el público.

En el escenario, los actores se interrumpieron momentáneamente, esperando a que el público volviera una pequeña parte de su atención a ellos. Tendrían que esperar un buen rato.

—Maldito sea Melbury —exclamó otro—. ¡Malditos sean los tories, papistas, jacobitas!

A todo esto, Hertcomb empezó a ponerse del color de un queso viejo, y agachó la cabeza sobre el pecho. Lo último que quería era que una multitud encendida de tories lo reconociera. No puedo decir que se lo reproche. Cuando vi que las piezas de fruta empezaban a volar, cogí a la señorita Dogmill del brazo.

—¡Creo que es hora de que os lleve a un lugar menos peligroso!

Ella rió amablemente a mi oído.

—Oh, quizá el señor Hertcomb tiene razón al querer pasar desapercibido, pero nosotros no tenemos de qué preocuparnos. En las Indias Occidentales quizá el público no sea tan ruidoso, señor Evans, pero aquí es algo habitual.

Ahora había grupos de espectadores que peleaban. La mitad maldecía al señor Melbury, y la otra mitad al señor Hertcomb. El famoso autor de comedia de Drury Lane, el señor Colley Cibber, salió al escenario con la esperanza de aplacar los ánimos, pero sus esfuerzos fueron recibidos con una lluvia de manzanas. El partido de Hertcomb llevaba las de perder, y sus voces empezaban a apagarse entre los partidarios de Melbury.

Entonces oí algo que me llegó al alma.

—Dios bendiga a Griffin Melbury —gritó un hombre—, y Dios bendiga a Benjamin Weaver.

Parece que los elogios que Johnson había colocado en los periódicos tories sobre mí habían hecho efecto. Al poco, el grito, que acabó prácticamente con los partidarios de Hertcomb, era «¡Melbury y Weaver!», una y otra vez, como si nos presentáramos juntos a los Comunes. Melbury seguía en pie, saludando a la multitud, disfrutando anticipadamente de la victoria, mientras Hertcomb trataba de esconder el rostro entre las manos. Ahora los gritos iban acompañados con golpes de los pies, y el edificio entero temblaba al ritmo de aquel alboroto.

Other books

Lessons in Murder by Claire McNab
The Devil's Heart by William W. Johnstone
A Lone Star Christmas by William W. Johnstone
Never Say Love by Sarah Ashley
Devlin's Dare by York, Sabrina
Gone in a Flash by Susan Rogers Cooper
Madame Sousatzka by Bernice Rubens