La conjura (38 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Por un momento pensé que Hertcomb me iba a abrazar. Pero en vez de eso esbozó una sonrisa amplia e inocente como la de un bebé, me cogió la mano y la estrechó cordialmente.

—Sois un verdadero amigo, señor Evans, un verdadero amigo. Después de estas elecciones, cuando corte mi relación con Dogmill, os demostraré qué significa caerle en gracia a Albert Hertcomb.

Aquella manifestación de aprecio me conmovió, aunque no fuera un verdadero amigo. No hubiera dudado en destruirlo si hubiera beneficiado a mi causa y, aunque yo no veía el mundo con los ojos de Dogmill, en determinadas circunstancias también hubiera podido golpear a Hertcomb en la cara.

La campaña para conseguir votos resultó ser un ritual extraño y curioso. La señorita Dogmill tenía un pedazo de papel en el que llevaba escritos los nombres de sus votantes. Había indicaciones sobre sus inclinaciones políticas, cuando el señor Dogmill las conocía, pero en la mayoría de los casos no era así. Me pregunté por qué una dama tan hermosa era enviada a una parte de la ciudad tan desagradable a difundir su mensaje, pero no tardé en descubrir la razón. En primer lugar, visitamos la tienda de un tal señor Blacksmith, un boticario. Tendría cincuenta y tantos, quizá, y los años no le sentaban tan bien como seguramente habría querido. Cuando entramos en su tienda, pensé que no habría visto una criatura tan hermosa como la señorita Dogmill en toda su vida.

—Señor —dijo enseguida Hertcomb—, ¿habéis votado ya en la elección general?

—No —dijo el otro—, nadie ha pasado por aquí todavía.

—Pues nosotros pasamos ahora —dijo el whig—. Soy Albert Hertcomb.

El boticario se pasó la lengua por las encías, haciendo que su cara pasara de ciruela a pasa.

—Pues a ese no lo conozco. ¿Con cuálos va usted?

La señorita Dogmill sonrió con dulzura e hizo una reverencia para mostrar los colores de su vestido.

—El señor Hertcomb es el candidato azul y naranja —dijo.

El boticario le devolvió la sonrisa tímidamente.

—Azul y naranja, ¿eh? Bueno, son unos colores bonitos. ¿Qué van a ofrecerme a cambio del voto?

—Bueno, justicia y libertad —dijo el señor Hertcomb—. Libertad de la tiranía.

—De eso tengo toda la que puedo esperar, que no es mucha, así que prueben sus señores con otra cosa.

—Medio chelín —propuso la señorita Dogmill.

El boticario se rascó los finos pelillos de su calva mientras meditaba la oferta.

—¿Y cómo sé que los otros no me van a ofrecer más?

—No lo sabéis, pero también es posible que no os ofrezcan nada —dijo la señorita Dogmill dulcemente—. Vamos, señor. Si votáis por el señor Hertcomb, yo misma puedo acompañaros hasta el centro electoral. Esperaré a vuestro lado y yo misma os pondré el dinero en la mano. —Dio un paso hacia el hombre y lo cogió del brazo—. ¿No deseáis acompañarme?

Una gran marea escarlata subió desde el cuello del boticario y se extendió por su rostro y su cráneo.

—¡Gilbert! —exclamó a voz en cuello. Un niño de unos diez u once años salió de la trastienda—. Me voy a ejercer mis libertades de inglés —explicó el viejo—. Vigila la tienda hasta que yo vuelva. Y que sepas que me conozco todo lo que tengo. Si descubro que me falta algo; te voy a dar de palos. —Y aquí miró a la señorita Dogmill—. Estoy listo para que me llevéis, querida mía.

Era evidente que poco lograríamos en la campaña sin la señorita Dogmill, así que el señor Hertcomb y yo acompañamos a la feliz pareja a la gran plaza donde se habían instalado las urnas y esperamos juntos en la fila de los votantes. La señorita Dogmill llevó al viejo hasta el encargado de las listas, que controlaba el acceso a las cabinas electorales y decidía en qué orden había que votar. Aunque supuestamente aquellos hombres eran incorruptibles, en menos de dos minutos la señorita Dogmill le había convencido para que incluyera al viejo en la siguiente lista. Entretanto, estuvo charlando amablemente con el boticario como si no hubiera en el mundo cosa más natural que hablar con semejante individuo. Hertcomb estaba algo incómodo y, aunque evitó mirarme en todo momento, también parecía querer conversación. Sin embargo, mis esfuerzos por hablar sobre algo neutral fracasaron.

Finalmente, el boticario se acercó a la cabina. La señorita Dogmill lo acompañó y esperó fuera, donde acudimos nosotros también, a fin de poder escuchar qué sucedía en el interior. No había mejor forma de asegurarnos de que el chelín no se perdería en vano.

El hombre que había en el centro electoral le preguntó al boticario su nombre y lugar de residencia y entonces, cuando verificó los datos con las listas de los votantes, le preguntó por qué candidato quería votar.

El viejo echó un vistazo fuera, al vestido de la señorita Dogmill.

—Voto al azul y naranja —dijo.

El funcionario electoral asintió con gesto impasible.

—¿Da su voto al señor Hertcomb?

—Doy mi voto al señor Coxcomb si es azul y naranja. Esa señorita tan bonita de ahí me pagará una buena moneda por hacerlo.

—Entonces, Hertcomb —dijo el oficial, y despachó al boticario con un gesto de la mano para que los engranajes de la libertad británica pudieran seguir girando.

El boticario salió y, como había prometido, la señorita Dogmill le puso la moneda en la mano.

—Gracias, cielo. Y ahora, ¿no le gustaría abandonar a estos señores políticos y venirse a beber un chocolate conmigo?

La señorita Dogmill le explicó que le complacería muchísimo, pero que su deber era seguir buscando votos, y así dejó al viejo, más rico y más feliz que cuando lo encontramos aquella mañana.

No todos los hombres de la lista se mostraron tan complacientes. La siguiente persona a quien visitamos, un vendedor de velas, nos informó de que era partidario de Melbury y maldijo a Hertcomb. Y para demostrarlo nos cerró la puerta en las narices. Otro tipo nos hizo comprarle comida en su brasería y, cuando pagamos la cuenta, se limpió la cara con una servilleta, sonrió, nos hizo saber que ya había votado —no era de nuestra incumbencia por quién— y que estaba muy agradecido porque le hubiéramos comprado el cordero. Finalmente, visitamos a un joven y fornido carnicero con los antebrazos cubiertos de sangre, como si hubiera estado hurgando en el interior de una bestia recién degollada. Miró a la señorita Dogmill y sonrió con tanta lascivia que, de no haber ido yo disfrazado, lo hubiera dejado tirado en el suelo por aquella ofensa.

—¿Es mi voto lo que quieren? —preguntó—. He oído que te dan cosas a cambio del voto.

—El señor Hertcomb estaría encantado de mostraros su gratitud —dijo ella.

—Ciertamente —concedió Hertcomb.

—Me importa un bledo la gratitud de ese mierda seca —dijo el hombre—. Yo quiero un beso.

Hertcomb abrió la boca para decir algo, pero no salió nada. Entretanto, Grace tenía los ojos clavados en el carnicero.

—Muy bien —dijo—. Si vota usted por el señor Hertcomb, le besaré.

—Entonces, vamos a votar —dijo él, limpiándose los brazos con el mandil. Y así fue como nos dirigimos nuevamente a la plaza, donde la señorita Dogmill convenció una vez más al encargado de las listas para que el hombre no tuviera que esperar demasiado para votar. Ella se quedó junto al carnicero hasta que votó, notablemente alegre a pesar de estar en compañía de un hombre de tan baja ralea. Cuando terminó, el carnicero se volvió hacia la señorita Dogmill y le pasó el brazo por la cintura.

—¿Dónde está mi beso, moza? —preguntó—. Y no me escatimes la lengua.

Allí mismo, ante todo el mundo, ella le besó en los labios. El tipo la apretó con más fuerza, trató de abrirle la boca y le puso una mano en los senos. Este gesto fue recibido con gran regocijo por la chusma, en particular entre quienes llevaban los colores del señor Melbury.

Grace trató de soltarse, pero el hombre no la dejaba. Empezó a tirarle del vestido de forma salvaje, como si pretendiera desnudarla en medio de Covent Garden. En ese momento los partidarios de Melbury gritaron salvajemente el nombre de su candidato, pensando quizá que aquel rufián era un tory que trataba de abusar de una partidaria de Hertcomb, y no un canalla que había vendido su voto y ahora se creía con derecho a aprovecharse de ella.

Aunque no tenía ningún deseo de atraer la atención sobre mi persona, vi que no tenía elección, así que me adelanté y arranqué a Grace de las zarpas de aquel bruto. Ella empezó a boquear tratando de respirar y dio un traspié, mientras trataba de ponerse el vestido derecho. El carnicero dio un paso hacia mí y me examinó. Sin duda tenía la ventaja del tamaño y la edad y vi que tenía intención de aprovecharla.

—Nada como una furcia whig. Bueno, quita de en medio, abuelo —me dijo—, si no quieres probar tu propia sangre.

Quizá hubiera debido buscar una solución más pacífica, pero tras mi encuentro con Dogmill la noche anterior, no estaba de humor para apocarme ante aquel bellaco. Así pues, agarré al individuo por los pelos y tiré con fuerza hacia atrás, obligándolo a tumbarse en el suelo. A continuación, le puse un pie en el pecho, apreté con fuerza hasta que sentí que las costillas casi cedían por la presión y aflojé; luego le pisoteé hasta que no fue capaz de levantarse. El tipo gruñó e hizo un valiente intento por escapar a mi ira, así que le di otra patada, de propina. Entonces lo levanté del suelo y lo empujé para que se largara. Y él, que era buen tipo, recuperó el equilibrio y siguió corriendo sin mirar atrás.

Mi actuación fue recibida entre vítores, así que hice una reverencia como muestra de aprecio, pues sabía muy bien que la negativa a reconocer la buena voluntad de la gente puede desembocar fácilmente en mala voluntad. De alguna manera empezó a correr el rumor de que Matthew Evans apoyaba al candidato tory, porque volvió a oírse el grito a favor de Melbury. Miré a Grace, que parecía sofocada y confusa, pero no horrorizada. Sin embargo, el señor Hertcomb estaba visiblemente enfadado; supe que nuestra campaña de recogida de votos había terminado por aquel día.

No sabría describir la decepción que sufrí aquel día. Yo solo quería tener a la señorita Dogmill para mí, para poder abrazarla o, tal vez, preguntarle qué sabía de mí y qué pretendía. Y en cambio, pasé horas en compañía de un rival mientras brutos de todas las especies la manoseaban sin piedad. Así pues, suspiré con alivio cuando Grace dijo al cochero que, puesto que el señor Hertcomb vivía muy cerca, lo llevara a él primero. Hertcomb no se tomó a bien la noticia, pero sobrellevó su disgusto en silencio. Cuando nos libramos de él, la señorita Dogmill propuso que fuéramos a una chocolatería cercana, así que me contuve hasta que estuvimos sentados a una mesa.

—¿Qué os ha parecido la campaña? —me preguntó con la mirada gacha.

—No me ha gustado mucho. ¿Cómo puede permitir vuestro hermano que os expongáis a tanta brutalidad?

—A él mismo le complace mostrar al mundo su brutalidad, aunque, de haber estado allí, no hubiera tratado con tanta compasión a ese carnicero. Trato de no contarle algunas de las cosas más desagradables que una mujer debe afrontar en la campaña para conseguir votos, pues de lo contrario me prohibiría participar. De hecho, he utilizado numerosas formas de engaño a fin de que no sepa lo brutal que puede ser esto para mí. Veréis, es la única faceta de la política en la que se me permite intervenir, y detestaría tener que resignarme a mi papel de mujer.

—¿Y qué pasaría si Dogmill se enterara de la verdad?

La señorita Dogmill cerró los ojos un momento.

—Hace un par de años, un carpintero a quien mi hermano debía dinero se puso bastante nervioso. No era un hombre precisamente encantador, pero Denny le debía más de diez libras que él necesitaba para alimentar a su familia. Hay ocasiones en que Denny no paga lo que debe a los artesanos solo para ver cómo sufren, y esta fue una de esas veces. El carpintero pareció comprender que mi hermano estaba jugando con él, como un crío que martiriza a una ranita. Así que le mandó una nota diciendo que conseguiría el dinero como fuera, que si no pagaba, me raptaría en plena calle y me tendría prisionera hasta que se hiciera justicia.

—Deduzco que vuestro hermano no se lo tomó muy bien.

—No. Fue a la casa del carpintero, golpeó a su mujer hasta dejarla inconsciente, y luego hizo lo mismo con él. Luego se sacó un billete de diez libras, le escupió encima y se lo metió al hombre en la boca. Hasta trató de hacérselo bajar por la garganta, para que se ahogara. Yo presencié todo esto porque el carpintero, en un intento por convencer a mi hermano de que me había secuestrado, me había invitado a su casa, pues sabía que yo era comprensiva y quiso hacerme creer que quería que actuara de mediadora. —Respiró hondo—. Me hubiera gustado mucho haberle detenido, pero es imposible pararle cuando empieza. Detestaría ver que se deja llevar por sus pasiones en medio de Covent Garden mientras los electores están allí.

—Entiendo cómo debéis de sentiros.

—Vos parecéis controlar mucho mejor vuestras pasiones. Os agradezco lo que habéis hecho hoy por mí. No puedo decir que sea la primera vez que me amenazan, y es mucho más agradable cuando tienes al lado a un hombre capaz.

—Ha sido un placer ayudaros.

Ella me sorprendió, pues estiró el brazo y, por un instante, me tocó con las yemas de los dedos el lugar donde su hermano me había golpeado.

—Me dijisteis que os había golpeado —dijo con voz queda—. Debe de haber sido muy difícil para vos no devolverle el golpe.

Yo reí con suavidad.

—No estoy acostumbrado a huir de hombres como vuestro hermano.

—No estáis acostumbrado a hombres como mi hermano. Nadie lo está. Pero lamentó lo que os hizo.

—No lo lamentéis —dije yo de mal humor—. Yo le dejé que lo hiciera.

Ella sonrió.

—No me cabe duda, señor. Nadie que conozca vuestro nombre lo dudaría. Me atrevo a decir que, de haber sabido quién sois, mi hermano también hubiera vacilado.

—Ya que habéis sacado el tema, con mucho gusto lo discutiré con vos.

Ella dio un sorbito a su chocolate.

—¿Queréis saber cómo lo he sabido? Hice la cosa más simple, os miré a la cara. Os había visto antes por la ciudad, señor, y siempre hacía comentarios sobre vuestras acciones. A diferencia de otros, tal vez no me dejo engañar tan fácilmente por unas nuevas vestiduras o un nuevo nombre, aunque creo que lleváis vuestro disfraz de forma magistral. El día que os presentasteis para ver a mi hermano, me pareció que conocía vuestro rostro, y no estaba dispuesta a rendirme hasta que supiera de qué. Al final me di cuenta de que os parecíais mucho a Benjamin Weaver, pero no estuve segura hasta que bailamos juntos. Os movéis como un púgil, señor, y todo el mundo sabe lo de la herida en vuestra pierna, que me temo os delató.

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