El carruaje de Melbury se detuvo ante el edificio exactamente cuando el reloj daba las diez. El hombre entró y me saludó con gesto cordial, pero no quiso tomar nada.
—¿Habéis oído el recuento del día de hoy? —me preguntó—. Ciento noventa y nueve para Hertcomb y doscientos veinte para los nuestros. Les llevamos casi cien votos de ventaja, y las elecciones han empezado hace tan solo cinco días. Ya noto el sabor de la victoria, señor. Lo noto. Os lo aseguro, la gente de Westminster está cansada de corrupción, de esos whigs que venden el alma de la nación al mejor postor. Pero no hay que dormirse. Hay mucho que hacer, señor Evans, y, puesto que estáis tan deseoso de contribuir a la causa tory, he pensado que os gustaría uniros a mí en la campaña.
—Sería un honor —le dije, tratando de disimular mi confusión. No era lo inesperado de la oferta lo que me desconcertó, sino la familiaridad que Melbury mostraba. Yo había intentado caerle bien, y parece que lo había logrado. Había intentado convertirlo en mi aliado, y es lo que me ofrecía. Pero me sentía confuso. Melbury me desagradaba, pero no tanto como hubiera querido. Era un hombre rígido, como suelen serlo los representantes de las antiguas familias, pero no era duro, ni cruel ni insoportable, y aunque sus ideas políticas no coincidían con las mías, las defendía con apasionamiento.
Solo podía pensar que el destino había mostrado a Melbury su mejor rostro y que parecía predestinado a ganar en Westminster. Me halagaba pensar que cuando le revelara mi verdadera identidad y le dijera todo lo que sabía sobre la corrupción whig, haría cuanto estuviera en su mano por ayudarme. Que me resultara demasiado superior (o demasiado casado con Miriam) para mi gusto no tenía importancia. Así pues, los dos subimos a su carruaje, que empezó a traquetear ruidosamente en dirección a Lambeth.
Melbury tarareó unas cuantas veces, y luego carraspeó y resopló.
—Mirad, Evans. Os aprecio muchísimo, pues de lo contrario no os habría pedido que me acompañarais esta noche, pero hay una cosa que debo deciros.
—Por supuesto —repliqué yo, con no poca inquietud.
—Sé que con frecuencia las cosas son distintas en las colonias, y sé perfectamente que no pretendíais nada malo. Quiero que comprendáis que no me siento ofendido ni furioso. Solo es un consejo de amigo.
—Por favor, será un honor —le aseguré.
—Es solo que no es correcto bailar con la mujer de otro hombre.
Sentí que se me revolvían las tripas.
—Señor Melbury, no creeréis que yo…
—Por favor… —dijo con una falsa cordialidad—. No quiero explicaciones ni disculpas. Solo os lo digo para que no os encontréis algún día en una situación desagradable, con un caballero menos liberal quizá que yo. O, si me permitís la osadía, menos enamorado de su mujer que yo. ¿Os sorprendo? Bueno, no creo que sea ningún crimen que un hombre ame con locura a su esposa.
—Ni lo pensaría, señor —dije con rigidez.
—Imagino que una de las razones que os han traído a Londres es la de buscar una esposa apropiada.
—Tal vez.
—Os diré que el matrimonio es un estado muy adecuado para el hombre. Yo no tengo quejas al respecto, al contrario, me regocijo cada día. Pero no llegaréis muy lejos bailando con rameras whigs como Grace Dogmill o con las esposas de otros hombres. Quizá no he hecho bien al mencionaros este tema, no lo sé. Solo quiero ayudaros… aunque reconozco que me siento un tanto celoso cuando se trata de mi bella Mary —dijo con una risa.
—Os ruego me disculpéis… —empecé a decir.
—No, no, no tenéis por qué disculparos. No quiero que vuelva a hablarse del tema. Ya está olvidado. ¿Estamos de acuerdo?
El muy bellaco quería castigarme por bailar con Miriam cuando él me la había quitado a mí prácticamente de los brazos. Nada me hubiera gustado más que atravesarlo con mi daga… de no ser porque mi vida dependía de él.
—Estamos de acuerdo —le aseguré, dando gracias de que no pudiera verme la cara en la oscuridad del carruaje.
Durante unos minutos Melbury no habló y, si bien yo me alegré de no tener que charlar con él, el silencio empezaba a resultarme opresivo.
—¿Puedo preguntar por qué he sido honrado con esta invitación? —pregunté al final.
—Manifestasteis el deseo de participar en esta competición —me recordó él.
—Lo hice, y de corazón, pero dudo que a todo hombre que exprese semejante deseo se le conceda el honor de una excursión con el señor Melbury.
—Bueno, desde luego que no, pero la mayoría de los hombres que quieren entrar en política no me han salvado de unos brutos whigs, así que no me siento tan cercano a ellos como a vos, Evans. ¿Tenéis algún compromiso de aquí a dos noches?
—Creo que no.
—Entonces yo puedo proporcionaros uno. Ofrezco una pequeña cena en la que, espero, podréis conocer a algunos hombres con vuestros mismos intereses. Os ruego que nos acompañéis.
Yo sabía que mi presencia sería un castigo para Miriam, pero si deseaba consolidar mi relación con Melbury, difícilmente podía excusarme cuando me hacía una oferta tan generosa. Debía mostrarme ante él como la persona más grata del mundo, y así, cuando casualmente mencionara que no había sido del todo sincero en un par de cosillas —mi nombre, mi religión, mis inclinaciones políticas, mi dinero—, no se lo tomaría tan mal. Así pues, dije que me sentía honrado y que acudiría puntualmente.
—Muy bien. Creo que os gustará la compañía. Habrá algunos tories realmente excelentes. Hombres de la Iglesia y sus partidarios. Representantes de viejas familias, que se resienten de la presencia de agiotistas y políticos corruptos. Os lo aseguro, estas personas tienen mucho que decir sobre los acontecimientos más recientes.
—Algunos de los cuales se me antojan sorprendentes —me aventuré a decir.
Me había dicho cientos de veces que no sacaría aquel tema, que era una necedad, una locura, pero allí, en la oscuridad del carruaje, cuando no podía verme el rostro, me reconforté en una falsa sensación de anonimato. Con la voz más tranquila y espontánea que pude fingir (que debió de sonar tan falsa como el plomo pintado de oro), dije:
—¿Qué os parece que la chusma os relacione con el tal Weaver?
Melbury soltó una risotada. Sin vacilar. Nada parecía indicar que supiera quién era yo y que esperara una oportunidad para decirlo. Por el momento, podía confiar en que Miriam no había traicionado mi confianza.
—Weaver —repitió—. Es curioso a qué cosas se aferra la chusma. Por supuesto, los whigs tienen la culpa por haberse puesto en evidencia durante el juicio, y como es natural, los periódicos tories no pueden desaprovechar una oportunidad como esa cuando se la ponen delante.
—Entonces, ¿no sentís ninguna amistad ni afinidad con ese individuo?
—Seamos francos, Evans. Si puedo sacar algún provecho del hecho de que la chusma me relacione con un judío renegado, si puedo reforzar a la Iglesia y repeler a agiotistas y extranjeros corruptos, lo haré, pero jamás confraternizaré con ese individuo. Si se cruzara en mi camino, llamaría a la guardia y cobraría esas ciento cincuenta libras, como cualquier otro.
—Incluso si es inocente, como cree la chusma.
—Culpable o inocente, no me daría ningún apuro verlo colgado. Lleváis poco tiempo en Londres y no sabéis cómo funcionan aquí las cosas. Os aseguro que los cazadores de ladrones son todos unos desalmados, señor. Mandarían tranquilamente a la horca a un inocente solo por cobrar una pequeña recompensa. Jonathan Wild es el más respetable, y Weaver quería hacer creer a todos que también lo era, pero este asunto de los asesinatos ha puesto de manifiesto la verdad.
Aquella conversación debía servirme de recordatorio, para cuando me olvidara de quién era realmente y creyera que era Matthew Evans. No podía ser Matthew Evans, y Melbury no era mi amigo. Solo era una persona de quien quería algo, nada más.
—No es más que un juego, ¿sabéis? —prosiguió—. Se trata de hacer creer a la chusma que piensas lo mismo que ellos. Consigues sus votos y luego te olvidas de ellos durante siete años, y tratas de hacer las cosas bien. Nosotros no hicimos las leyes que promueven la corrupción, fueron los whigs. Pero debemos vivir según ellas o morir, y si puedo utilizar las trampas de los whigs para derrotarlos, no dudaré en hacerlo.
—Una forma de pensar un tanto desencantada, ¿no os parece?
—Imagino que habréis visto cómo funcionan las elecciones.
Le dije que sí.
—Así es nuestro sistema, señor Evans. No tenemos el lujo de hacer como en Jamaica y echar nuestro voto en un coco que va de choza en choza de la mano de una bella africana desnuda. En Londres, quien impone las normas es su majestad la chusma, y debemos ofrecerle un bonito espectáculo si no queremos que nos corte la cabeza.
—En una ocasión me dijisteis que las elecciones no son más que un espectáculo de corrupción. Pensé que solo lo decíais porque estabais trastornado.
Él rió.
—No, lo dije porque me anima verlo así. Un espectáculo puede orquestarse, el caos no. Por ejemplo, ese judío, Weaver. Se cree que hace lo que quiere y elude a la ley y al gobierno, pero todos le utilizamos… whigs, tories, todos. Para nosotros no es más que una marioneta, y el partido que tire mejor de las cuerdas será el que consiga sacarle lo que quiera.
Miré por la ventanilla del carruaje, del tamaño de un puño.
—Bueno —dije, en un intento por cambiar de tema—, ¿y qué misión tenemos en este momento?
—La misión que tenemos es delicada. Hubiera enviado a mi representante, pero digamos que no es un hombre muy valiente, y estamos ante un grupo que requiere cierto valor. Es un club de votantes, señor, y no deben ver la menor señal de debilidad. Me he propuesto ganarme a ese club, y lo haré. Si los visito en persona seguramente contribuiré a que las ruedas sigan bien engrasadas, y he pensado que teneros a vos a mi lado me ayudará a mantener un buen ánimo. Confío en que podáis controlarlo.
Le aseguré que así era, y seguimos el viaje en silencio hasta que llegamos a un café en Gravel Lane. Bajamos, entramos en el local y nos encontramos en un lugar muy desordenado. La palabra «café» se utiliza con frecuencia con un sentido muy amplio, pero en aquellos momentos me hallaba en uno donde dudo que hubieran visto nunca dicha bebida. Estaba lleno de tipos duros de la clase media más baja y de furcias, y había una banda de violinistas. Se notaba un fuerte olor a cerveza pasada y a ternera recién hervida; en cada plato de cada mesa había un montón de carne cubierta de nabos y perejil.
Apenas acabábamos de entrar cuando un tipo se levantó y se acercó a nosotros con expresión grave. Vestía ropas corrientes, salvo por la abundancia de encajes y unos brillantes botones plateados. Tenía una larga nariz que apuntaba hacia abajo, un mentón afilado que apuntaba hacia arriba y unos ojos que parecían dos pasas.
—Ah, señor Melbury, os he reconocido a usted en cuanto ha cruzado la puerta, señor, mismamente, porque os he oído hablar en más de una ocasión. Soy Job Highwall, señor, como habréis imaginado, y estoy impaciente de hablar con vos.
Melbury me presentó como el hombre que le había salvado de unos bellacos whigs y que había golpeado al carnicero whig en el centro electoral. Evidentemente, me había pedido que le acompañara para que diera una nota amenazadora, pero si Highwall se sentía amenazado, no se notaba.
Tomamos asiento en un rincón tranquilo del café. Highwall pidió cerveza fuerte —lo que va mejor para hacer negocios, dijo— y nos animó a que no perdiéramos el tiempo, pues el tiempo es algo muy valioso.
—Permitid que repita lo que ya sabéis, señor, y os estaré muy agradecido. Represento al club de votantes El Zorro Rojo, señor Melbury, un respetable club. Podéis mirar las elecciones anteriores y siempre oiréis lo mismo: El Zorro Rojo cumple lo que promete. He oído decir que otros clubes prometen lo mismo a todos los partidos y al final no dan nada a ninguno. El Zorro Rojo no, señor. Hemos ofrecido nuestros servicios en todas las elecciones desde los tiempos de Carlos II y jamás hemos dado a ningún candidato a Westminster un motivo para arrepentirse de haber confiado en nosotros.
—Vuestra reputación es irreprochable —dijo Melbury.
—Eso espero, señor Melbury, puesto que El Zorro Rojo cumple sus promesas. En nombre de El Zorro Rojo, os aseguro que podéis confiar en nosotros. Somos más de fiar que el coche correo, señor.
—No he venido a cuestionar vuestra reputación, señor —dijo Melbury.
—No hay razón para ello. Ninguna razón.
—Entonces en ese respecto estamos de acuerdo. Solo debemos hablar del asunto de los números.
—Ah —dijo el señor Highwall—. Ahí está la cosa, señor, los números. Puede uno hablar de esto o de aquello, pero lo importante siempre son los números. ¿Acaso podríais negarlo?
—No puedo —dijo Melbury—. Me gustaría conocer esos números.
—No puedo reprochároslo. Así que os diré los números. Las cosas están así, señor. Tenemos trescientos cincuenta hombres en este club con los que podéis contar, como os he prometido. Apoyarán a un hombre. Nosotros no somos un club que prometa trescientos cincuenta y luego dé doscientos cincuenta. No, os ofrecemos trescientos cincuenta y es lo que tendréis, señor, siempre que la cantidad os satisfaga.
—¿Y cuál es la cantidad, señor Highwall?
—Señor, debéis comprender que todos ellos, los trescientos cincuenta que prometo, son tories. Son tories en su corazón y en su mente. No podéis imaginaros cuántos me han dicho que, de poder elegir, preferirían servir al señor Griffin Melbury, pero vos sabéis como el que más que los negocios son los negocios, y si es necesario apoyarán al señor Hertcomb (quien nos ha hecho una oferta) con todo el dolor de su corazón.
—Entiendo —dijo Melbury, no poco decepcionado—. Desearía conocer el precio de esos trescientos cincuenta tories.
—Señor, podéis contar con la lealtad de los trescientos cincuenta a cambio de una compensación de tan solo cien libras.
Melbury dejó su cerveza.
—Eso es mucho, ¿no os parece?
—Yo creo que no, señor Melbury, no, ciertamente. Pensad solamente en lo que se os ofrece. ¿Os gustaría pagar tan solo veinte o treinta libras por ese mismo número y que cuando la cosa se calme os enteréis de que solo habéis recibido cincuenta votos por vuestro dinero?
—Me pedís mucho más que cinco chelines, señor. Es mucho dinero.
—Es mucho, pero pagáis una reputación. Reputación. No puedo deciros lo que ofreció el hombre del señor Hertcomb, pero os juro que no podría volver a mis hombres con menos de cien libras y mirarlos a los ojos. Me dirían: «¿Cómo puedes aceptar esta oferta cuando el hombre del señor Hertcomb ha ofrecido mucho más?». ¿Qué podría decirles?