—Pues podría decirles que son tories y que deberían contentarse con verme elegido.
—Si fuera cuestión de gustos, os daría toda la razón, señor. Pero se trata de negocios, ya lo sabéis.
—Os ofrezco sesenta libras.
—¡Sesenta libras! —exclamó Highwall como si Melbury hubiera sacado una daga—. ¡Sesenta libras! Me sorprendéis, señor Melbury. Ciertamente. Creo que debo posponer esta conversación, pues me habéis trastornado tanto con vuestra oferta que necesito una sangría y una purga antes de poder continuar. Sesenta libras es la oferta más insultante del mundo. No puedo presentarme a mis chicos con sesenta libras. No aceptaré ni un penique menos de noventa.
—Propongo setenta —dijo Melbury.
—El club de votantes El Zorro Rojo vale mucho más que setenta libras, señor, pero os honro, y es por ello que aceptaré ochenta libras en interés de ofreceros nuestro apoyo para los Comunes. —Los dos hombres se dieron un apretón de manos. De esta forma, en el transcurso de unos pocos minutos, el señor Melbury se aseguró casi una décima parte de los votos que necesitaba para conseguir su escaño.
Una vez zanjado el asunto con el señor Highwall, Melbury consideró que ya había estado en compañía del cabecilla del club de votantes El Zorro Rojo lo suficiente y propuso que nos retiráramos a algún lugar más apropiado. Eligió el café Rosethorn's, en Lowman's Pond Row, lugar conocido porque era muy frecuentado por tories de la mejor especie. Y en verdad, cuando entramos por la puerta, Melbury fue rodeado por un tropel de amigos que, a diferencia de los de las clases bajas, tuvieron el suficiente buen juicio de dejarlo en paz al poco rato. Una vez hizo la ronda y me presentó a muchos más hombres de los que podía recordar, tomamos asiento.
Me aseguró que el clarete que servían era de muy buena calidad, así que bebí; también pedimos ave fría para aplacar nuestro apetito.
—¿Os sorprende el asunto con el club de votantes? —me preguntó.
—¿Debería?
—Bueno, después de todo venís de las Indias Occidentales, e imagino que allí la vida es mucho más sencilla. Seguramente no acostumbran a arreglar estas cosas de una forma tan indirecta.
—Os aseguro —dije sin maldad— que los sobornos también han penetrado en las Indias Occidentales.
—Oh, qué palabra más fea, soborno. Detesto llamarlo de esa forma. Yo lo veo como una mera transacción, y sin duda no hay nada malo en ello. Solo lamento el coste. ¿Sabéis?, en las elecciones anteriores, creo que hubiera podido asegurarme esos mismos votos por diez libras, pero estos clubes saben lo que se hacen. De todos modos, incluso a un precio tan elevado, es mucho más barato que pagar por separado a trescientos cincuenta hombres para que me voten.
—¿Hay otros medios igual de refinados de asegurarse votos?
Melbury pestañeó.
—Las elecciones acaban de empezar —dijo—. Veamos el desarrollo de los acontecimientos. Pensad solo en lo que hay en juego: honor, integridad, el futuro del reino.
—¿Puedo haceros una pregunta? —me aventuré a decir. Durante toda la noche me había estado preguntando cómo sacar el tema. No se me ocurrió ninguna forma más espontánea de sacarlo a colación, así que, finalmente, decidí ser brusco. Después de todo, yo era nuevo allí y, puesto que el señor Melbury me tenía por un ignorante indiano, por qué no aprovecharlo.
El hombre estaba deseando dárselas de erudito.
—Con mucho gusto contestaré cualquier pregunta que tengáis —me aseguró.
—¿Hasta qué punto dependéis de los votos de quienes tienen tendencias jacobitas?
Su sonrisa complaciente desapareció. Melbury me miró como si le hubiera echado una bosta en su plato. Aunque la luz era escasa, diría que palideció.
—Por favor —dijo—. Si queréis pronunciar esa palabra en público estando en mi compañía, hacedlo en voz baja. No haréis muchas amistades aquí incluso si solo mencionáis que esa gente que decís existe.
—¿Tan peligroso es mencionarlos?
—Lo es. Veréis, Dogmill y Hertcomb solo necesitan una pequeña excusa para dejarnos a todos como una panda de traidores al servicio del falso rey. Debemos hacer lo posible para evitar que esa arma caiga en sus manos. —Dio un sorbo a su vaso—. ¿Por qué lo preguntáis, señor?
—Solo era curiosidad.
Melbury se inclinó hacia delante y habló en un susurro.
—Permitidme que sea algo brusco, señor Evans. Tenéis mi gratitud por vuestro servicio del otro día, y siempre podréis contar con mi aprecio. Pero si apoyáis la tendencia política que acabáis de mencionar, debo pediros que jamás volváis a hablarme, ni aparezcáis a mi lado, ni asistáis siquiera a ningún acto al que yo deba asistir. No pretendo ser severo, pero no permitiré que esos amotinados implacables enturbien mi reputación o se interpongan en mis metas políticas.
—Agradezco vuestra sinceridad —dije—, pero os prometo que no soy de semejante tendencia. Pregunto porque he oído muchas veces que estas personas están asociadas con los tories. Solo deseaba saber si hay que buscar su apoyo o no.
—Abiertamente no, desde luego. Si desean votar por mí, estaré muy agradecido, pero jamás diré una palabra para animarlos o permitir que piensen que podría apoyar a su monarca en lugar de al mío. No me malinterpretéis… considero que su majestad ha cometido errores terribles, sobre todo en relación con su ministerio y el apoyo a la causa whig, pero prefiero a un necio protestante que a un astuto papista.
Vi que no debía insistir, y hubiera cambiado enseguida de tema de no ser porque Melbury se ocupó de ello personalmente.
—Hemos tenido una dura experiencia con el señor Highwall —dijo con cierta ligereza—. Busquemos un poco de distracción.
Tal vez a causa de mis propias tendencias, pensé que Melbury se refería a buscar la compañía de un par de mujeres voluntariosas, y reconozco que la idea me alegró… no porque lo deseara para mí mismo, sino para cerciorarme de que aquel hombre era un mal esposo para Miriam. Y lo comprobé enseguida, si bien no de la forma que yo imaginaba, pues el vicio de Melbury no eran las mujeres, sino el juego. Fuimos a la parte de atrás de la taberna, donde había varias mesas y los caballeros jugaban al whist, juego que, confieso, jamás he logrado entender. Elias me juró en una ocasión que podía enseñarme a jugar en menos de una semana, pero, puesto que el objeto de las cartas es servir de entretenimiento, aquella promesa fue casi como un presagio.
En cualquier caso, ahora se trataba de mucho más que de pasarlo bien, y si quería que la actitud de Melbury hacia mí siguiera siendo cordial, no me quedaba más remedio que ser un buen compañero de juego. Así pues, me senté a su lado y me presentó a sus compañeros; todos ellos parecían dominar la tarea acrobática de controlar simultáneamente una jarra de bebida, una cajita de rapé y un puñado de cartas.
Melbury empezó a jugar enseguida, y casi pareció olvidar mi presencia. Ciertamente, me resultó un tanto humillante, pues en espacio de unos pocos minutos pasé de ser su confidente particular a ser un mero asistente. Hacía bromas con sus compañeros de partida, arrojaba monedas, bebía con entusiasmo. De vez en cuando se volvía en mi dirección y hacía algún chiste, pero al cabo de un momento ya me había olvidado. Y no podía reprochárselo. Había regateado con Highwall por veinte libras, y en cambio, en menos de una hora perdió más de trescientas. En una mano pensó que iba a ganar un buen montón de dinero, pero uno de sus adversarios ganó de forma inesperada. Me di cuenta de que perder le afectaba mucho, pero entregó el dinero con aparente indiferencia y no le dio ningún apuro sacar más dinero para la siguiente mano.
Después de pasar casi una hora viendo cómo Melbury perdía mucho más de lo que yo habría soñado ganar en dos años de trabajo, decidí que lo mejor era retirarse antes de que Melbury dejara de verme como un valioso compañero y me tomara por un adulador más.
Mientras trataba de pensar una forma de comunicar mi decisión, un hombre al que no había visto se acercó y se inclinó entre Melbury y yo. Sería de mediana edad, e incluso con aquella luz del café vi que las cerdas de su barba eran canosas. Era un hombre delgado; tenía los ojos hundidos, las mejillas angulosas, y tantos dientes ausentes como presentes. Llevaba un viejo traje, limpio pero raído, y se conducía con una dignidad extrañamente artificial.
—Ah, señor Melbury —dijo mientras se interponía entre nosotros—. Me alegra veros, señor. Esperaba encontraros aquí, y aquí os encuentro.
El rostro de Melbury se ensombreció.
—Discúlpenme, caballeros —dijo a los jugadores. Cogió al hombre de la manga y se lo llevó al otro lado de la habitación.
Yo no sabía qué hacer, pero desde luego no quería quedarme sentado como un tonto con los otros jugadores, así que me levanté para seguir a Melbury. Se había sentado a otra mesa con ese individuo y, al acercarme, oí que hablaba en voz muy baja.
—¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? —decía—. Tened por seguro que pediré al señor Rosethorn que os niegue la entrada en el futuro. —Se volvió hacia mí—. Ah, Evans. Quizá tendré que pediros que hagáis por mí lo que hicisteis el otro día en Covent Garden.
Evidentemente, mi presunción no me había hecho ningún daño.
—Eso no es muy amable por vuestra parte, señor —le dijo el tipo—. Ya me habéis negado la entrada a vuestra casa, y un hombre tiene que llevar sus asuntos donde puede. Vos y yo tenemos un asunto pendiente, señor Melbury, no lo negaréis.
—Los asuntos que haya entre nosotros no son para tratarlos en un lugar público como este —dijo—. Y no podéis interrumpirme cuando estoy reunido con otros caballeros.
—Con mucho gusto trataría este asunto en privado, sí, pero no me habéis dejado otra opción. Y en cuanto a vuestra reunión, me ha parecido que estabais arrojando al viento algo que haríais mejor en aplicar en otra parte.
—No es asunto vuestro cómo empleo mi tiempo.
—No, desde luego. Vuestro tiempo no me interesa, podéis utilizarlo como gustéis. Es vuestro dinero lo que me preocupa. Es muy desconsiderado que lo malgastéis con tanto desparpajo cuando hay quien espera que paguéis una deuda atrasada.
—Debo pediros que os marchéis —dijo Melbury.
El tipo meneó la cabeza.
—Eso no es muy amable, señor. No, desde luego. Vos sabéis que puedo ser mucho más persuasivo, y sin embargo me he mostrado amable y paciente por respeto a vuestra posición. Pero no voy a ser amable y paciente siempre, no sé si me entendéis. —Aquí hizo un inciso y me miró—. Titus Miller a vuestro servicio, señor. ¿Puedo preguntar cuál es vuestro nombre?
—¿Acaso no tenéis modales? —le dijo Melbury casi a gritos.
—Me parece que tengo muy buenos modales, señor Melbury, pues me los enseñó mi abuela. Soy educado, deferente y pago mis deudas. No veo nada malo en querer conocer el nombre de un caballero, y a menos que haya alguna razón para que no pueda saberlo, os consideraré una persona muy desagradable si no me lo decís.
Me di cuenta de que Melbury no pensaba ceder y decir mi nombre y, puesto que no deseaba que aquello degenerara, decidí zanjar el asunto yo mismo.
—Soy Matthew Evans —dije sin rodeos.
—Bien, señor Evans, ¿os consideráis amigo del señor Melbury?
—No hace mucho que le conozco, pero aspiro a ser su amigo.
—Si sois su amigo, quizá os interese asistirle en sus dificultades. Ciertamente.
Ahora entendía por qué Melbury tenía tan poca paciencia con aquel tipo.
—Creo que es el señor Melbury quien tiene que hablar de sus asuntos, y si desea ayuda, puede hablarlo conmigo sin vuestro permiso.
—No comprendo por qué la gente es siempre tan desagradable —dijo Miller—, y vos habéis decidido ser desagradable, cosa que no me gusta. No os diré cuál es la naturaleza exacta de los problemas del señor Melbury, pues no parece que queráis escucharlos. Solo digo que, si sois su amigo, le ofreceréis ayuda. Si no recuerdo mal, sus otros amigos lo han hecho en el pasado, aunque tal vez en estos momentos no estén a su disposición.
—Miller, haré que os echen si no os marcháis ahora mismo.
El hombre se levantó.
—Me disgusta que hayamos llegado a esto, pero imagino que es inevitable. Me iré, señor, pero tal vez descubráis que nuestro asunto ha tomado una dirección muy distinta. No me gusta mostrarme malvado, pero un hombre debe llevar sus asuntos como mejor pueda.
La noche siguiente tenía una de mis citas con Elias. Antes de que pudiera decir nada, me obsequió con una amplia sonrisa.
—Veo que, por muchos disfraces que lleves, no puedes reprimir tu verdadera naturaleza.
—¿Qué quieres decir? —pregunté cuando tomaba asiento.
Empujó un diario tory hacia mí. En él aparecía la historia del gran héroe Matthew Evans, que recientemente había salvado al señor Melbury del ataque de unos rufianes whigs. Ahora había salido en defensa de una furcia whig sin nombre que quería vender su virtud a cambio de votos. Uno de los clientes decidió que su voto valía más de lo que la dama decía, y el señor Evans se adelantó y, sin preocuparse por la filiación de unos y de otros, hizo huir al villano.
Le devolví el periódico a Elias.
—No tenía ni idea de que estos hechos fueran famosos.
—Debes tener cuidado con este tipo de cosas —me dijo—. No debes llamar demasiado la atención, no por tu fuerza. Sería la manera más fácil de que te reconocieran.
—No fue ningún capricho —le aseguré—. No podía quedarme al margen viendo cómo ese canalla tocaba los melones de la señorita Dogmill impunemente.
Elias se medio encogió de hombros con gesto de hastío.
—Sobre eso no puedo decir nada. Tú conoces esos melones mejor que yo. Pero de todos modos, deberías tener más cuidado.
—Me pregunto si, de enterarse Dogmill, se alegraría de ver que alguien ayudó a su hermana o se indignaría porque ese alguien fui yo. Es muy posesivo con ella, ¿sabes? —Le conté la historia que la señorita Dogmill me había relatado: que su hermano atacó a un comerciante que la «secuestró».
—Un cuento maravilloso —dijo Elias—. Y muy instructivo, ciertamente. Tal vez utilice una versión novelizada en mi
Historia de Alexander Claren
. Quizá podría hacer que un villano finja haber secuestrado a la joven, con su consentimiento, por supuesto, para que su padre…
—Elias —dije interrumpiendo sus ensoñaciones—. ¿Estás proponiendo que secuestre a la señorita Dogmill y me quede esperando a que su hermano se presente como un toro acorralado?