Yo sonreí una vez más.
—Bueno, solo un tunante no hubiera quedado satisfecho ante tan amable disculpa —dije a los presentes—, así que acepto las palabras conciliadoras del señor Dogmill. Y ahora, caballeros, quizá podrían marcharse y dejar que la señorita Dogmill y yo sigamos nuestra conversación.
Solo ella, según pude ver, rió de mi sarcasmo. Los amigos del señor Dogmill parecían mortificados, y los músculos de este se tensaron tanto que casi se cae al suelo de un ataque.
—O —propuse— tal vez lo mejor será que vuelva en otra ocasión, pues la hora es un tanto avanzada. —Me incliné ante la dama y le dije que esperaba poder verla pronto. Y con esto, me dirigí hacia la puerta; los hombres se apartaron para dejarme paso.
Tuve que ir yo solo de la sala hasta la puerta de la calle; en el camino me crucé con una bonita sirvienta de vivarachos ojos verdes.
—¿Tú eres Molly? —le pregunté.
Ella asintió en silencio.
Le puse un par de chelines en la mano.
—Volveré a darte esta cantidad la próxima vez que tengas que informar al señor Dogmill de mi presencia y no lo hagas.
Miré en todas direcciones pero no vi ningún carruaje, y difícilmente podía esperar que Dogmill me ofreciera a su sirviente para que fuera en busca de uno; aun así, me di la vuelta para volver a entrar en la casa y pedírselo. Al volverme me encontré de frente con Dogmill. Me había seguido hasta fuera.
—No cometáis el error de tomarme por un cobarde —dijo—. Me hubiera enfrentado a vos en los términos que fueran para dejar que defendáis eso que tenéis la desfachatez de llamar honor, pero no puedo permitirme ninguna acción que perjudique al señor Hertcomb, con quien estoy asociado. Cuando las elecciones terminen, podéis estar seguro de que me pondré en contacto con vos. Entretanto, os aconsejo que os mantengáis alejado de mi hermana.
—Y si no lo hago ¿qué pasa?, ¿me vais a castigar con la amenaza de otro duelo, de aquí a seis semanas? —No puedo expresar el placer que me producía insultarle tan abiertamente.
Dio un paso hacia mí, sin duda con intención de intimidarme con su tamaño.
—¿Queréis probarme, señor? Quizá quiera evitar un duelo en público, pero no me importaría daros una patada en el culo aquí mismo.
—Me gusta vuestra hermana, señor, y tengo intención de visitarla mientras ella lo consienta. No pienso prestar oídos a vuestras objeciones, ni toleraré más rudeza por vuestra parte.
Creo que tal vez me excedí en mi papel, pues en un visto y no visto me encontré al pie de las escaleras, tirado sobre el fango de la calle, mirando a Dogmill, que casi sonrió por mi embarazosa situación. El dolor en la mandíbula y el sabor metálico de la sangre en la boca me dijeron que era ahí donde me había golpeado; me pasé la lengua por los dientes para asegurarme de que no hubiera bajas.
Al menos en esto había buenas noticias, pues todos mis dientes seguían bien sujetos. Sin embargo, me sorprendió la rapidez del golpe de Dogmill. Sabía que era un hombre fuerte, y no podía creer que se hubiera controlado de aquella forma al golpearme. Había recibido muchos golpes semejantes en mis días de púgil, y sabía que un hombre capaz de golpear tan rápido —tanto que ni siquiera lo había visto venir— podría hacerlo con mucha más fuerza. Estaba jugando conmigo. O tal vez no quería arriesgarse a matarme. Me tenía por un rico mercader, y si me asesinaba no podría escapar a la justicia con la misma facilidad que cuando mataba a mendigos y vagabundos.
Para mí el verdadero desafío estaba en la fuerza de Dogmill. De haber sido un hombre más débil, a quien sabía que podía derrotar fácilmente, hubiera evitado sin miramientos la pelea. Me hubiera convencido de que era la decisión correcta y no hubiera pensado más en ello. Pero fue la certeza de que Dogmill podría derrotarme lo que hizo aquella decisión tan difícil, pues lo que más deseaba en el mundo era devolverle el golpe, y desafiarlo. Sabía que me odiaría a mí mismo por darme la vuelta cobardemente. Que pasaría la noche en vela pensando cómo podía, desearía o debería haber respondido a su desafío. Pero no podía hacerlo. No podía. No podía arriesgarme a descubrir mi verdadera identidad ante Dogmill.
Me senté en el suelo y lo miré por un momento.
—Os habéis tomado muchas libertades —dije, con la mandíbula rígida.
—Podéis castigarme.
Lo maldije en silencio, pues él sabía que no podía derrotarlo en una lucha de hombre a hombre.
—Mi momento llegará —dije, tratando de ahogar la vergüenza con pensamientos de venganza.
—Vuestro momento ha llegado y ha pasado —me dijo él. Me dio la espalda y volvió a su casa.
Grace conocía mi identidad. No puedo decir si esto me perturbó o fue un alivio, pues al menos contaba con la tranquilidad de no tener que seguir mintiéndole. Pero ¿cómo me había reconocido, y qué pretendía hacer ahora que conocía mi verdadero nombre? Afortunadamente, fue ella quien me salvó de la tortura de la ignorancia, pues a la mañana siguiente recibí una nota suya solicitando que la acompañara en su campaña para conseguir votos. Yo desconocía cómo se organizan estos asuntos, y mi curiosidad innata me habría empujado a aceptar incluso si las circunstancias lo hubieran desaconsejado. Le escribí una nota enseguida, aceptando con entusiasmo.
Tenía la mandíbula muy sensible a causa del golpe de Dogmill, pero milagrosamente no estaba hinchada ni morada, así que no vi razón para declinar la invitación. Cerca de las once, llegó un carruaje cubierto con las serpentinas azules y naranjas de la campaña del señor Hertcomb. Si se me había pasado por la imaginación que iba a estar solo en el coche con la señorita Dogmill, me llevé una gran decepción, pues fue el propio señor Hertcomb quien bajó del carruaje y me recibió con no poco descontento. Según establecía la ley, durante las elecciones debía estar siempre en la tribuna electoral, pero en Westminster, donde las elecciones se prolongaban muchos días, nadie insistía en que los candidatos respetaran una norma tan estricta y se sabía que muchos solo aparecían brevemente cada día.
En el interior del coche encontré a la señorita Dogmill, ataviada con un bello vestido de color azul y naranja. Me senté frente a ella y le sonreí débilmente. En cambio, ella me respondió con una sonrisa cordial y divertida. Conocía uno de mis secretos, y hubiera dado lo que fuera por oír lo que tenía que decir. Pero tendría que esperar… y esta situación le resultaba deliciosa.
El carruaje acababa de empezar a traquetear cuando Hertcomb, haciendo un esfuerzo a pesar de su confusión, Se volvió hacia mí.
—Debo decir, señor, que me sorprende que deseéis acompañarnos.
—¿Y por qué os sorprende? —pregunté yo a mi vez, algo alarmado por su tono.
—Seguís siendo tory, ¿no es cierto?
—No he sufrido ninguna conversión.
—¿Y seguís apoyando al señor Melbury?
—Mientras siga con los tories.
—Entonces, ¿por qué deseáis venir con nosotros? Espero que no traméis ninguna maldad.
—Ninguna —le prometí—. Os acompaño porque os deseo lo mejor, señor Hertcomb, y porque la señorita Dogmill me pidió que os acompañara en vuestra excursión. Vos mismo dijisteis que el partido no lo es todo en la vida de un hombre. Además de lo cual, cuando una dama tan atenta como la señorita Dogmill hace una petición, muy necio ha de ser un hombre para rechazarla.
Hertcomb no quedó en modo alguno satisfecho con mi respuesta, pero, como no dije más, se contentó lo mejor que pudo. No me gustaba este nuevo espíritu de confrontación que veía en él, y solo cabía imaginar que estaba atrapado entre emociones enfrentadas. Por un lado, deseaba más que nada en el mundo que yo siguiera desafiando a Dogmill. Pero por el otro, deseaba que dejara a la señorita Dogmill a merced de sus inútiles esfuerzos. Entretanto, el carruaje había girado hacia Cockspur Street y vi que nos dirigíamos hacia Covent Garden.
—¿Cómo se decide la localización de la plataforma electoral? —pregunté.
—Buena pregunta —dijo Hertcomb, con curiosidad—. ¿Cómo se decide?
La señorita Dogmill sonrió como el maestro de pintura de una dama.
—Como bien sabéis, mi hermano dirige la campaña electoral del señor Hertcomb, así que coordina con sus ayudantes los nombres y direcciones de los votantes de Westminster.
—Pero debe de haber casi diez mil. Sin duda no podrán visitar a cada uno de ellos.
—Desde luego que sí —dijo ella—. Diez mil visitas no son tantas cuando una campaña electoral dura seis semanas y hay docenas de voluntarios deseando animar a los demás a poner su granito de arena por el futuro de su país. Westminster no es un burgo de provincias donde estas cosas las controlan los terratenientes. Aquí es necesario actuar.
Yo había oído hablar de tales cosas hacía tiempo, de grandes hombres y terratenientes que decían a sus arrendatarios qué tenían que votar. Los que desafiaban estas órdenes con frecuencia eran obligados a abandonar las tierras y caían en la miseria. En una o dos ocasiones se había comentado en el Parlamento la posibilidad de que el voto fuera secreto, pero la idea fue descartada enseguida. ¿Qué dice de la libertad británica, preguntaban los miembros de la Cámara de los Comunes, si un hombre teme decir abiertamente a quién apoya?
—Resulta difícil creer que haya tantas personas dispuestas a dedicar su tiempo a la causa.
—¿Y por qué es tan difícil? —me preguntó Hertcomb, puede que un tanto ofendido.
—Solo digo que la política es algo muy peculiar… en lo que la gente suele interesarse mayormente por lo que puede sacar.
—Sois un cínico, señor. ¿Y no podría ser que estuvieran interesados por la causa whig?
—¿Y qué causa es esa, si se puede preguntar?
—No creo que tenga sentido que discuta esta materia con vos —dijo, irritado.
—No deseo discutir. Estoy muy interesado en escuchar en qué consiste la causa whig. A mi entender, la veo poco menos que como una forma de proteger los privilegios de hombres con nuevas fortunas y obstaculizar todo aquello que pueda indicar que hay otras cosas que importan aparte de enriquecerse uno a costa de los demás. Si hay alguna ideología más importante sobre la que se asiente el partido, con mucho gusto me gustaría conocerla.
—¿Estáis afirmando que el partido tory no busca enriquecerse y sacar provecho donde puede?
—Jamás afirmaría nada semejante sobre nadie relacionado con la política. No estoy diciendo que no haya corrupción entre los tories. Sin embargo, yo os pregunto por las bases filosóficas de vuestro partido, no sobre las prácticas inmorales de los políticos, y lo pregunto muy seriamente.
Era evidente que Hertcomb no tenía nada que decir. Ni sabía ni le importaba lo que por principio significaba ser whig, solo en la práctica. Al final, musitó algo en relación con que el partido whig era el partido del rey.
—Si la vinculación es tan importante —dije yo—, hubiera preferido que mencionarais que el partido whig es el partido de la señorita Dogmill, pues es razón suficiente para que cualquier hombre en su sano juicio apoye sus colores.
—El señor Evans pretende halagarme, pero creo que, en cierto modo, él mismo ha contestado su pregunta. Yo elegí apoyar al partido whig porque mi familia así lo ha hecho desde que existen los partidos. Los whigs apoyan a mi familia y la familia apoya a los whigs. No puedo decir que sea el partido más honorable, pero sé que no hay ninguno irreprochable; hay que ser prácticos. Aun así, si pudiera hacer desaparecer la política y a los políticos, lo haría sin dudar un instante.
—Entonces, ¿os desagrada el sistema al que servís? —pregunté.
—Muchísimo. Pero estos partidos son como grandes leones salvajes, señor Evans. Te acechan, salivan y se relamen, y si no les ofreces algún bocado de vez en cuando, te comen. Puedes defender tus principios y negarte a aplacar a las bestias, pero al hacerlo, lo único que consigues es que el león siga donde estaba y tú desaparezcas.
Cuando bajamos del carruaje en Covent Garden, me llevé a Hertcomb a un aparte.
—Vos y yo estábamos en buenos términos —dije—. ¿He hecho algo para cambiar eso, señor?
Él me miró fijamente, con una cara menos inexpresiva que de costumbre.
—No estoy obligado a ser amigo de todo el mundo.
—Ni lo espero. Pero, puesto que en el pasado habéis sido mi amigo, me gustaría saber por qué ya no lo sois.
—¿No es evidente? Tengo cierta predilección por la señorita Dogmill y a vos no os importa tratar de arrebatarme su afecto.
—No puedo discutir cuando se trata de asuntos del corazón, pero creo que mi afecto por la señorita Dogmill quedó de manifiesto ayer noche y, si bien es posible que no os gustara, no por ello os mostrasteis menos afable conmigo.
—Lo he pensado mejor, y he llegado a la conclusión de que no me gusta… ni vos tampoco, Evans.
—Si os creyera, respetaría vuestras palabras. Pero creo que ocultáis algo, señor. Sabéis que podéis confiar en mí.
Él se mordió el labio y apartó la mirada.
—Es Dogmill —dijo por fin—. Me ha ordenado que no sea tan amable con vos. Lo siento, pero el asunto ya no está en mis manos. Me han ordenado que no estemos en buenos términos, siempre que sea posible. Así que si colaboráis conmigo, será mucho más sencillo.
—¡Colaborar! —dije casi gritando—. ¿Pedís mi ayuda para cultivar mi enemistad? Pues no la tendréis, señor. Creo que ya sería hora de que aprendierais que porque el señor Dogmill diga una cosa no significa que tengáis que hacerla.
En este punto sus ojos parecieron enrojecer, inundados de sangre como en la primera plaga en el antiguo Egipto.
—¡Me golpeó! —susurró.
—¿Cómo?
—Me golpeó en la cara. Me abofeteó como si fuera un niño malo y me dijo que me daría más de lo mismo si no recordaba que nuestro objetivo es conseguir un escaño en la Cámara de los Comunes, y que eso no se consigue siendo amable con el enemigo.
—No debéis permitir que os utilice de esa forma.
—¿Acaso tengo elección? No puedo desafiarle. No puedo devolverle el golpe. Tendré que aguantar sus malos tratos hasta que gane las elecciones, y entonces haré lo que pueda por liberarme de sus garras.
Yo asentí.
—Os comprendo. Dejad que se salga con la suya en esto, pero no debemos permitir que sus opiniones nos controlen. Podéis decirle que fuisteis muy desagradable conmigo y yo con vos, y él no tiene por qué pensar otra cosa. Y si nos encontráramos en compañía del señor Dogmill, podéis serlo tanto como os plazca, os prometo que no os lo tendré en cuenta.