—Sí, sí querías insinuar algo. Querías azuzarme para ver cómo reacciono. Vuelve a intentarlo y, con perros o sin ellos, comprobarás que conmigo no se juega.
Él asintió con gesto solemne, casi diría que con una expresión pesarosa en su rostro accidentado.
—Entonces volvamos a nuestro asunto. ¿Por qué te han elegido para que pagues por la muerte de Yate?
—No se me ocurre nada. Creo que hay montones de hombres que hubieran sido víctimas mucho más convenientes, así que solo puedo deducir que Dogmill me eligió por algo relacionado con mis pesquisas. —Y aquí le puse al corriente del encargo del señor Ufford.
—Ufford ha estado provocando problemas con los porteadores, y todos saben que es jacobita, aunque esa no es razón para que Dogmill quiera que te ahorquen. Dices que no descubriste nada sobre esas notas, pero sería razonable pensar que él no lo cree así y prefiere verte muerto antes que dejar que lo descubras.
Negué con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no clavarme un puñal por la espalda? ¿Por qué no envenenar mi comida en la cárcel mientras esperaba el juicio o hacer que un guarda me degollara mientras dormía? Hay cientos de formas de matar a un hombre, Mendes, y tú lo sabes. Miles, si el hombre está en Newgate. Amañar un juicio y sobornar a un juez no me parece lo más fácil. No estoy muy seguro de que lo ocurrido sea solo una forma de silenciarme.
Mendes miró su vaso, pensativo.
—Puede que tengas razón, pero lo cierto es que Dogmill quería que te pasara lo que te ha pasado. Wild piensa que tu presencia es una amenaza para Dogmill, y está dispuesto a ofrecerte protección a cambio de la verdad. Aunque dices ignorarla. Una mala noticia, Weaver, porque si no encuentras nada contra Dogmill te pasarás el resto de la vida huyendo y, teniendo en cuenta que se ofrecen ciento cincuenta libras por tu cabeza, es posible que el resto de tu vida sea tristemente corto.
—¿Por qué me ofrece Wild protección? ¿Qué tiene Dogmill contra él?
—Bueno, esa es otra cuestión. Wild apoya a los whigs en general, pero no a Dogmill. Hace ya un tiempo que tiene controlados los muelles. Pueden hacerse muchos negocios allí, pero con Dogmill es imposible. Hay demasiados parlamentarios que trabajan para él, y tiene la aduana en el bolsillo.
—Sí, ya he tenido que vérmelas con un par de guardias aduaneros que me seguían la pista. ¿No es una contradicción que los de aduanas trabajen para un importador?
—Y muy conveniente, por cierto. La mitad de los hombres que trabajan para el servicio de aduanas reciben sobornos. Cuando los barcos de Dogmill llegan a puerto, estos hombres retiran una buena parte de la mercancía antes de que el verdadero inspector la certifique. Así, Dogmill paga derechos de aduana solo por una parte del cargamento.
—Un pequeño soborno es una cosa, pero utilizar a la guardia aduanera es otra. ¿Cómo voy a moverme sin que me descubran?
Mendes se encogió de hombros.
—Es muy descarado, pero no es nada raro. Dogmill tiene dinero para sobornar a quien quiera, incluidos algunos tipos muy generosos de la Cámara de los Comunes. Recientemente sus secuaces en el Parlamento han presionado para que se apruebe una legislación que permite unos impuestos mucho más bajos para los comerciantes de tabaco que paguen sus tasas en seis meses, lo que significa que, como es rico, paga menos impuestos que los comerciantes que tienen que pedir el dinero prestado y luego tienen que vender sus mercancías para pagar los aranceles. Así que engaña al gobierno por partida doble.
—¿Y no es una hipocresía que Wild desapruebe este engaño?
—Yo no he dicho que lo desapruebe. Supongo que lo admira. Yo solo quería informarte de la clase de enemigo al que te enfrentas. Dogmill es malo, puedes estar seguro. Wild no se achanta ante cualquiera; y no solo lo teme por su poder, sino por su ira. A este tipo lo echaron de Cambridge por apalear a su tutor. Un día se cansó de aguantar que ese hombre le obligara a memorizar frases en latín o alguna otra tontería y lo azotó como si fuera un sirviente. He oído de tres ocasiones en las que ha golpeado a un hombre hasta matarlo con los puños. Y en todas ellas el juez desestimó los cargos alegando defensa propia porque Dogmill insistía en que lo habían atacado. Pero sé por un testigo de fiar que al menos en una de esas ocasiones un mendigo se acercó a Dogmill y le pidió dinero para comer. Dogmill se dio la vuelta y le estuvo golpeando en la cabeza hasta que se la partió.
—No me considero menos duro que un hombre que apalea a mendigos.
—No lo dudo. Solo te advierto, Dogmill es retorcido e impredecible. Razón de más para que Wild quiera que se vaya.
—Supongo que, puesto que tiene sus propios barcos de contrabando, a Wild le interesa quitar a Dogmill de en medio para controlar los muelles.
—Exacto. Hace unos años, tanteé a algunos de los hombres más poderosos de los concejos municipales en nombre de Wild. Enseguida me di cuenta de que ninguno se atrevía a contrariar a Dogmill. Y él mismo nos hizo saber que, si nos metíamos en su negocio, iba a ponernos las cosas muy difíciles.
—Así que Wild testificó en mi favor porque de ese modo podía fingir que no sabía nada de la implicación de Dogmill en la muerte de Yate.
—Justamente.
—Y por eso mandó a la mujer de la ganzúa.
Mendes se inclinó hacia delante.
—Wild me habló de la mujer. Dijo que debía de ser cosa tuya. Su técnica fue algo tosca pero efectiva.
—Vamos, Mendes. ¿Tengo que creerme que tú y tu señor no estabais detrás de la mujer?
—A Wild le gusta mucho alardear, y yo soy una de las pocas personas con quienes se permite hacerlo abiertamente. Si no se atribuyó esta acción, te aseguro que es porque él no estaba detrás.
—No te creo.
Mendes se encogió de hombros.
—Cree lo que quieras. No puedo obligarte a admitir la verdad, pero no me negarás que si Wild te hubiera hecho ese favor sería una tontería no decirlo.
Desde luego, razón tenía.
—Entonces, ¿quién?
—No lo sé. Pero pienso que si encuentras a esa mujer o a quien la envió podrá ayudarte a descubrir qué es lo que Dogmill cree que sabes.
Me tomé unos instantes para considerar sus palabras.
—¿Qué sabes de un hombre llamado Johnson? Uno de los falsos testimonios de mi juicio dijo que yo había dicho estar a su servicio.
Mendes negó con la cabeza.
—Ese nombre no me dice nada.
—¿Y qué hay de los matones de Dogmill? Me resisto a creer que el comerciante de tabaco más importante de la ciudad vaya por ahí matando a los estibadores con sus propias manos. Debe de tener gente que le haga el trabajo sucio.
Mendes volvió a negar con la cabeza.
—Sería lo normal, aunque nunca he oído hablar de matones. Por sorprendente que parezca, he llegado a la conclusión de que es así, va por ahí liquidando a la gente personalmente. Dogmill no teme la violencia. Le gusta, y si es de los que no quieren confiar sus crímenes al silencio de algún rufián, es posible que matara a Yate con sus propias manos.
—O no.
Él sonrió con gesto pícaro.
—Cierto. Supongo que en realidad sé más bien poco.
Se hizo el silencio, porque de pronto pareció que no quedaba nada más que decir.
—Muy bien. —Apuré mi copa y me puse en pie—. Gracias por dedicarme tu tiempo.
—Gracias por dar de comer a mis bestias —dijo él.
—Solo una cosa. —Me volví hacia él—. La ciudad está llena de hombres que quieren la recompensa que dan por mi cabeza. ¿Hay alguna posibilidad de que Wild retire a sus hombres?
—No. Wild no te apoyará públicamente. Quizá se hubiera arriesgado si le hubieras proporcionado información que le permitiera destruir a Dogmill, pero no está dispuesto a llamar la atención de la ley ni de Dogmill. Tendrás que conformarte con saber que él no te busca. Además, seguro que sabrás arreglártelas con cualquier bruto que intente descubrirte.
—Pues yo diría que si quito de en medio a su gran enemigo, Wild estaría en deuda conmigo.
—Tú
estás en deuda con él.
—¿Y eso por qué?
—Porque ha decidido no capturarte para cobrar la recompensa.
—¿De verdad crees que podría atraparme?
—Yo podría —dijo Mendes sin asomo de buen humor—. Pero no temas. Es más, estoy dispuesto a llegar más lejos que Wild. Esto que quede entre nosotros, pero si te ves en un aprieto, puedes venir a mi casa.
Escruté sus ojos hundidos.
—¿Por qué?
Mendes respiró hondo.
—Ya te he dicho que cuando empezamos a indagar en los asuntos de Dogmill, fui yo quien tanteó el terreno. Eso me convirtió en objeto de la ira de Dogmill. En aquel entonces yo tenía un perro, una bestia increíble que se llamaba Blackie. Estos dos son buenos perros, no te confundas. —E hizo una pausa para acariciarlos, para que no se sintieran descuidados—. Sí, son buenos animales, pero Blackie era mi amigo. Siempre lo llevaba conmigo a la taberna, o cuando salía. Y, aunque tenía un corazón de oro, su aspecto aterraba a nuestros adversarios. Sin embargo, un día desapareció.
—Y crees que Dogmill se lo llevó.
—Lo sé. No había pasado ni una semana cuando recibí una nota anónima en la que se detallaba lo mal que le había ido a Blackie en los garitos donde se organizan las peleas de perros en Smithfield. No se mencionaba el nombre de Dogmill, pero todo el mundo sabe que le gusta la sangre, y el mensaje era muy claro. Dogmill quería que no metiéramos las narices en sus asuntos. Hizo algunas averiguaciones y descubrió el afecto que le tenía a mi perro. Hicieron falta todas las protestas de Wild y una docena de hombres para sujetarme y convencerme de que no saliera a matar a ese matón. Pero Wild me prometió que a Dogmill le llegaría su hora, así que haré lo que pueda por ti, Weaver, para que esa hora llegue pronto.
—¿Cómo consiguió quitarte el perro delante de tus narices?
—¿Te acuerdas de un tipo que solía acompañar a Wild, un irlandés muy pintoresco llamado Cabeza de Cebolla O'Neil?
—Sí, un tipo muy curioso con patillas rojas. ¿Qué fue de él? —pregunté, aunque enseguida supe cuál era la respuesta—. Nada bueno, imagino.
—Cabeza de Cebolla consideró que apoyar a Dogmill frente a un animal indefenso bien valía unos chelines. No tuve piedad con él. Y no tendré piedad con Dogmill. Si quieres mi ayuda, solo tienes que decirlo.
El día que habíamos acordado, visité al señor Swan, que tenía preparado mi primer traje, junto con un surtido de camisas de buen hilo. Swan se había tomado la libertad de recoger las pelucas de su cuñado, y me aseguró que para el final de la semana tendría listos otros dos trajes. Debía de haber estado trabajando también por las noches, y aún seguiría unos días sin dormir.
Supongo que hubiera podido ponerme aquellas ropas con cierta sensación de asombro, pero lo cierto es que no me vestí con mayor ceremonia de la que normalmente reservo para un acto tan mundano. Sin embargo, todo era de mi gusto. Examiné con agrado mi chaqueta de terciopelo azul marino con grandes botones plateados. Unos pantalones de línea muy elegante acompañaban a una camisa que se cerraba con una lazada. Me probé la primera peluca, corta y con rizos, muy distinta de mi verdadero pelo, que llevaba al estilo de las pelucas con cola. Pero cuando me miré en el espejo sí sentí algo nuevo. Debo confesarlo, casi no me reconocí.
Me volví hacia el bueno de Swan y le pregunté qué dinero le debía.
—Nada, señor Weaver. No me debéis nada —me dijo.
—Os excedéis. Habéis cumplido sobradamente conmigo al hacer este trabajo. No puedo pediros que me perdonéis el pago.
Swan negó con la cabeza.
—No estáis en posición de ofreceros a pagar cuando no es necesario. Cuando solucionéis vuestros problemas, entonces quizá podréis venir a verme y discutiremos un precio.
—Al menos —propuse—, permitid que pague el precio de los materiales. Detestaría ver que perdéis tanto dinero por mi causa.
El señor Swan era un hombre bueno, pero no negó que la oferta era justa, así que aceptó parte del dinero que le ofrecía, aunque con el corazón pesaroso.
Ataviado con mi elegante traje, salí dispuesto a ocuparme de los asuntos de Matthew Evans. Me había disfrazado de caballero en otras ocasiones, no era una experiencia nueva para mí, aunque en aquella ocasión la situación era muy distinta, y mi engaño era de mayor envergadura. Las otras veces me había hecho pasar por un hombre de alcurnia durante una o dos horas, en lugares oscuros como cafés o tabernas. Jamás había intentado un engaño de aquella naturaleza, a plena luz del día y por un período que podía ser de semanas… o incluso meses.
Ahora que ya podía perpetuar el fraude de mi nuevo yo, decidí que había llegado el momento de buscar alojamiento. Tras leer los periódicos y considerar algunas opciones, finalmente me decidí por una casa bastante elegante en Vine Street. El lugar era adecuadamente confortable, aunque yo necesitaba algo más que comodidad. Precisaba unas habitaciones con al menos una ventana que diera a un callejón o una calle sin salida. La ventana no debía estar muy alta, y debía ser accesible para un hombre que quisiera entrar o que quisiera bajar. En resumen, que quería poder entrar y salir de mi casa sin que nadie me viera.
Los alojamientos que encontré contaban con tres habitaciones y estaban en un primer piso. Sí, una de las ventanas daba a un callejón, y el enladrillado era lo bastante tosco para permitirme subir y bajar sin problemas.
Al igual que el posadero de la pensión donde había estado, a mi casera le pareció muy extraño que no tuviera pertenencias, pero le expliqué que recientemente había llegado de las Indias Occidentales. Había mandado mis cosas con antelación, pero para mi disgusto, aún no habían llegado, y mientras tanto me arreglaba como podía. Esto despertó su simpatía y sus ganas de hablar, pues me explicó tres historias distintas de inquilinos anteriores que habían perdido sus baúles.
Reconozco que mi alojamiento en Vine Street no era el más agradable que he tenido; de haber sido mi deseo disfrutar en lo posible de aquel engaño, hubiera buscado otro lugar. Las habitaciones estaban descuidadas y polvorientas. Los harapos que cubrían las ventanas a modo de cortinas apenas alcanzaban a frenar la corriente que entraba de la calle, y la nieve los había helado. El mobiliario era viejo y desvencijado, y las alfombras turcas que había en la casa estaban muy desgastadas.
Sin embargo, puesto que su emplazamiento era lo más importante, acepté de buen grado instalarme en aquellos descuidados aposentos, sobre todo porque mi casera no se daba cuenta de su lamentable estado. Cuando me los enseñó, hablaba como si de verdad creyera que eran los mejores de Londres… y yo pensaba dejar que siguiera creyéndolo.