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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (38 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—No entiendo —repitió—. Explíqueme usted, capitán. Alguien se ha vuelto loco aquí y creo que no soy yo. ¿Qué le ocurre al teniente Gamboa?

—No sé, mi mayor. Estoy tan sorprendido como usted. He hablado con él varias veces sobre este asunto. He tratado de demostrarle que un parte como éste era descabellado…

—¿Descabellado? —dijo el mayor—. Usted no debió permitir que se metiera a esos muchachos al calabozo ni que el parte fuera redactado en semejantes términos. Hay que poner fin a este lío de inmediato. Sin perder un minuto.

—Nadie se ha enterado de nada, mi mayor. Los dos cadetes están aislados.

—Llame a Gamboa —dijo el mayor—. Que venga en el acto.

El capitán salió, precipitadamente. El mayor volvió a coger el parte. Mientras lo releía, trataba de morderse los pelos rojizos del bigote, pero sus dientes eran muy pequeñitos y sólo alcanzaban a arañar los labios e irritarlos. Uno de sus pies taconeaba, nervioso. Minutos después el capitán volvió seguido del teniente.

—Buenos días —dijo el mayor, con una voz que la irritación llenaba de altibajos—. Estoy muy sorprendido, Gamboa. Vamos a ver, usted es un oficial destacado, sus superiores lo estiman. ¿Cómo se le ha ocurrido pasar este parte? Ha perdido el juicio, hombre, esto es una bomba. Una verdadera bomba.

—Es verdad, mi mayor —dijo Gamboa. El capitán lo miraba, masticando furiosamente—. Pero el asunto escapa ya a mis atribuciones. He averiguado todo lo que he podido. Sólo el Consejo de Oficiales…

—¿Qué? —lo interrumpió el mayor—. ¿Cree que el Consejo va a reunirse para examinar esto? No diga tonterías, hombre. El Leoncio Prado es un colegio, no vamos a permitir un escándalo así. En realidad, algo anda mal en su cabeza, Gamboa. ¿Piensa de veras que voy a dejar que este parte llegue al Ministerio?

—Es lo que yo he dicho al teniente, mi mayor —insinuó el capitán—. Pero él se ha empeñado.

—Veamos —dijo el mayor—. No hay que perder los controles, la serenidad es capital en todo momento. Veamos. ¿Quién es el muchacho que hizo la denuncia?

—Fernández, mi mayor. Un cadete de la primera sección.

—¿Por qué metió al otro al calabozo sin esperar órdenes?

—Tenía que comenzar la investigación, mi mayor. Para interrogarlo, era imprescindible que lo separara de los cadetes. De otro modo, la noticia se habría difundido por todo el año. Por prudencia no he querido hacer un careo entre los dos.

—La acusación es imbécil, absurda —estalló el mayor—. Y usted no debió prestarle la menor importancia. Son cosas de niños y nada más. ¿Cómo ha podido dar crédito a esa historia fantástica? Jamás pensé que fuera tan ingenuo, Gamboa.

—Es posible que usted tenga razón, mi mayor. Pero permítame hacerle una observación. Yo tampoco creía que se robaban los exámenes, que había bandas de ladrones, que metían al colegio naipes, licor. Y todo eso lo he comprobado personalmente, mi mayor.

—Eso es otra cosa —dijo el mayor—. Es evidente que en el quinto año se burla la disciplina. No cabe ninguna duda. Pero en este caso los responsables son ustedes. Capitán Garrido, el teniente Gamboa y usted se van a ver en apuros. Los muchachos se los han comido vivos. Veremos la cara del coronel cuando sepa lo que pasa en las cuadras. No puedo hacer nada, tengo que pasar el parte y poner en orden las cosas. Pero —el mayor intentó nuevamente morderse el bigote—, lo otro es inadmisible y absurdo. Ese muchacho se pegó un tiro por error. El asunto está liquidado.

—Perdón, mi mayor —dijo Gamboa—. No se comprobó que él mismo se matara.

—¿No? —El mayor fulminó a Gamboa con los ojos—. ¿Quiere que le muestre el parte sobre el accidente?

—El coronel nos explicó la razón de ese parte, mi mayor. Era para evitar complicaciones.

—¡Ah! —dijo el mayor, con un gesto triunfal—. Justamente. ¿Y para evitar complicaciones hace usted ahora un informe lleno de horrores?

—Es distinto, mi mayor —dijo Gamboa, imperturbable todo ha cambiado. Antes, la hipótesis del accidente era la más verosímil, mejor dicho la única. Los médicos dijeron que el balazo vino de atrás. Pero yo y los demás oficiales pensábamos que se trataba de una bala perdida, de un accidente. En esas condiciones, no importaba atribuir el error a la propia víctima, para no hacer daño a la institución. En realidad, mi mayor, yo creí que el cadete Arana era culpable, al menos en parte, por estar mal emplazado, por haber demorado en el salto. Incluso, hasta podía pensarse que la bala salió de su propio fusil. Pero todo cambia desde que una persona afirma que se trata de un crimen. La acusación no es del todo absurda, mi mayor. La disposición de los cadetes…

—Tonterías —dijo el mayor con cólera—. Usted debe leer novelas, Gamboa. Vamos a arreglar este enredo de una vez y basta de discusiones inútiles. Vaya a la Prevención y mande a esos cadetes a su cuadra. Dígales que si hablan de este asunto serán expulsados y que no se les dará ningún certificado. Y haga un nuevo informe, omitiendo todo lo relativo a la muerte del cadete Arana.

—No puedo hacer eso, mi mayor —dijo Gamboa—. El cadete Fernández mantiene sus acusaciones. Hasta donde he podido comprobar por mí mismo, lo que dice es cierto. El acusado se hallaba detrás de la víctima durante la campaña. No afirmo nada, mi mayor. Quiero decir sólo que, técnicamente, la denuncia es aceptable. Sólo el Consejo puede pronunciarse al respecto.

—Su opinión no me interesa —dijo el mayor, con desprecio—. Le estoy dando una orden. Guárdese esas fábulas para usted y obedezca. ¿O quiere que lo lleve ante el Consejo? Las órdenes no se discuten, teniente.

—Usted es libre de llevarme al Consejo, mi mayor —dijo Gamboa, suavemente—. Pero no voy a rehacer el parte. Lo siento. Y debo recordarle que usted está obligado a llevarlo donde el comandante.

El mayor palideció de golpe. Olvidando las formas, trataba ahora de alcanzar los bigotes con los dientes a toda costa y hacía muecas sorprendentes. Se había puesto de pie. Sus ojos eran violáceos.

—Bien —dijo—. Usted no me conoce, Gamboa. Soy manso sólo cuando se portan bien conmigo. Pero soy un enemigo peligroso, ya lo va a comprobar. Esto le va a costar caro. Le juro que se va acordar de mí. Por lo pronto, no saldrá del colegio hasta que todo se aclare. Voy a transmitir el parte, pero también pasaré un informe sobre su manera de comportarse con los superiores. Váyase.

—Permiso, mi mayor —dijo Gamboa y salió, caminando sin prisa.

—Está loco —dijo el mayor—. Se ha vuelto loco. Pero yo lo voy a curar.

—¿Va usted a pasar el parte, mi mayor? —preguntó el capitán.

—No puedo hacer otra cosa. —El mayor miró al capitán y pareció sorprenderse de encontrarlo allí—. Y usted también se ha fregado, Garrido. Su foja de servicios va a quedar negra.

—Mi mayor —balbuceó el capitán—. No es mi culpa. Todo ha ocurrido en la primera compañía, la de Gamboa. Las otras marchan perfectamente, como sobre ruedas, mi mayor. Siempre he cumplido las instrucciones al pie de la letra.

—El teniente Gamboa es su subordinado —repuso el mayor, secamente—. Si un cadete viene a revelarle lo que pasa en su batallón, quiere decir que usted ha estado en la luna todo el tiempo. ¿Qué clase de oficiales son ustedes? No pueden imponer la disciplina a niños de colegio. Le aconsejo que trate de poner un poco de orden en el quinto año. Puede retirarse.

El capitán dio media vuelta y sólo cuando estuvo en la puerta recordó que no había saludado. Giró e hizo chocar los tacones: el mayor revisaba el parte, movía los labios y su frente se plegaba y desplegaba. El capitán Garrido fue a un paso muy ligero, casi al trote, hasta la secretaría del año. En el patio, tocó su silbato, con mucha fuerza. Momentos después, el suboficial Morte entraba a su despacho.

—Llame a todos los oficiales y suboficiales del año —le dijo el capitán. Se pasó la mano por las frenéticas mandíbulas todos ustedes son los responsables verdaderos y me las van a pagar caro, carajo. Es su culpa y de nadie más. ¿Qué hace ahí con la boca abierta? Vaya y haga lo que le he dicho.

VI

G
AMBOA VACILÓ
, sin decidirse a abrir la puerta. Estaba preocupado. «¿Es por todos estos líos, pensó, o por la carta?» La había recibido hacía algunas horas: «estoy extrañándote mucho. No debí hacer este viaje. ¿No te dije que sería mucho mejor que me quedara en Lima? En el avión no podía contener las náuseas y todo el mundo me miraba y yo me sentía peor. En el aeropuerto me esperaban Cristina y su marido, que es muy simpático y bueno, ya te contaré. Me llevaron de inmediato a la casa y llamaron al médico. Dijo que el viaje me había hecho mal, pero que todo lo demás estaba bien. Sin embargo, como me seguía el dolor de cabeza y el malestar volvieron a llamarlo y entonces dijo que mejor me internaba en el hospital. Me tienen en observación. Me han puesto muchas inyecciones y estoy inmóvil, sin almohada y eso me molesta mucho, tú sabes que me gusta dormir casi sentada. Mi mamá y Cristina están todo el día a mi lado y mi cuñado viene a verme apenas sale de su trabajo. Todos son muy buenos, pero yo quisiera que tú estuvieras aquí, sólo así me sentiría tranquila del todo. Ahora estoy un poco mejor, pero tengo mucho miedo de perder al bebé. El médico dice que la primera vez es complicado, pero que todo irá bien. Estoy muy nerviosa y pienso todo el tiempo en ti. Cuídate mucho, tú. ¿Me estás extrañando, no es verdad? Pero no tanto como yo a ti». Al leerla, había comenzado a sentirse abatido. Y a media lectura, el capitán se presentó en su cuarto con el rostro avinagrado, para decirle: «el coronel ya sabe todo. Salió usted con su gusto. Dice el comandante que saque del calabozo a Fernández y lo lleve a la oficina del coronel. Ahora mismo». Gamboa no estaba alarmado, pero sentía una falta total de entusiasmo, como si de pronto todo ese asunto hubiera dejado de concernirle. No era frecuente en él dejarse vencer por el desgano. Estaba malhumorado. Dobló la carta en cuatro, la guardó en su cartera y abrió la puerta. Alberto lo había visto venir por la rejilla, sin duda, pues lo esperaba en posición de firmes. El calabozo era más claro que el que ocupaba el Jaguar y Gamboa observó que el pantalón caqui de Alberto era ridículamente corto: se ajustaba a sus piernas como un buzo de bailarín y sólo la mitad de los botones de la bragueta estaban abrochados. La camisa, en cambio, era demasiado ancha: las hombreras colgaban y a la espalda se formaba una gran joroba.

—Oiga —dijo Gamboa—. ¿Dónde se ha cambiado el uniforme de salida?

—Aquí mismo, mi teniente. Tenía el uniforme de diario en mi maletín. Lo llevo los sábados a mi casa para que lo laven.

Gamboa vio sobre la tarima una esfera blanca, el quepí, y unos puntos luminosos, los botones de la guerrera.

—¿No conoce el reglamento? —dijo, con brusquedad los uniformes de diario se lavan en el colegio, no se pueden sacar a la calle. ¿Y qué pasa con ese uniforme? Parece usted un payaso.

El rostro de Alberto se llenó de ansiedad. Con una mano trató de abotonar la parte superior del pantalón pero, aunque sumía el estómago visiblemente, no lo consiguió.

—El pantalón ha encogido y la camisa ha crecido —dijo Gamboa, con sorna—. ¿Cuál de las dos prendas es robada?

—Las dos, mi teniente.

Gamboa recibió un pequeño impacto: en efecto, el capitán tenía razón, ese cadete lo consideraba un aliado.

—Mierda —dijo, como hablando consigo mismo—. ¿Sabe que a usted tampoco lo salva ni Cristo? Está más embarrado que cualquiera. Voy a decirle una cosa. Me ha hecho un flaco servicio viniendo a contarme sus problemas. ¿Por qué no se le ocurrió llamar a Huarina o a Pitaluga?

—No sé, mi teniente —dijo Alberto. Pero añadió, de prisa—: Sólo tengo confianza en usted.

—Yo no soy su amigo —dijo Gamboa—, ni su compinche, ni su protector. He hecho lo que era mi obligación. Ahora todo está en manos del coronel y del Consejo de Oficiales. Ya sabrán ellos lo que hacen con usted. Venga conmigo, el coronel quiere verlo.

Alberto palideció, sus pupilas se dilataron.

—¿Tiene miedo? —dijo Gamboa.

Alberto no respondió. Se había cuadrado y pestañeaba.

—Venga —dijo Gamboa.

Atravesaron la pista de cemento y Alberto se sorprendió al ver que Gamboa no contestaba el saludo de los soldados de la guardia. Era la primera vez que entraba a ese edificio. Sólo por el exterior —altos muros grises y mohosos— se parecía a los otros locales del colegio. Adentro, todo era distinto. El vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por una luz artificial muy fuerte y Alberto cerró los ojos varias veces, cegado. En las paredes había cuadros; le parecía reconocer, al pasar, a los personajes que ilustraban el libro de historia, sorprendidos en el instante supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín enarbolando una bandera, Alfonso Ugarte precipitándose al abismo, el presidente de la República recibiendo una medalla. Después del vestíbulo, había una sala desierta, grande, muy iluminada: en las paredes abundaban los trofeos deportivos y los diplomas. Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin duda el último. Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años del número de pisos que tenía ese edificio. Vedado para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se elaboraban las listas de consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón.

—Pase —dijo Gamboa.

Era un corredor estrecho; las paredes relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un escritorio y tras él, junto a un retrato del coronel, a un hombre vestido de civil.

—El coronel lo espera —dijo éste a Gamboa—. Puede usted pasar, teniente.

—Siéntese ahí —dijo Gamboa a Alberto—. Ya lo llamarán. Alberto tomó asiento, frente al civil. El hombre revisaba unos papeles; tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases secretos. Era bajito, de rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada instante movía la cabeza y la nuez se desplazaba bajo la piel de su garganta como un animalito aturdido. Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo: Teresa le sonreía desde el paradero del Colegio Raimondi. La imagen lo asediaba desde que se llevaron al cabo de la celda vecina. Sólo el rostro de la muchacha aparecía, suspendido ante los muros pálidos del colegio italiano, al borde de la avenida de Arequipa; no divisaba su cuerpo. Había pasado horas tratando de recordarla de cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se ruborizó: «estoy jugando a vestir a la muñeca, como las mujeres». Revisó su maletín y sus bolsillos en vano: no tenía papel, no podía escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas de imágenes grandilocuentes, en las que le hablaba del Colegio Militar, el amor, la muerte del Esclavo, el sentimiento de culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono; asentía, como si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono delicadamente y se volvió hacia él.

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