La ciudad y los perros (33 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

BOOK: La ciudad y los perros
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T
ODOS ESTÁN
distintos, a lo mejor yo también, sólo que no me doy cuenta. El Jaguar ha cambiado mucho, es para asustarse. Anda furioso, no se le puede hablar, uno se le acerca a hacerle una pregunta, a pedirle un cigarrillo, y ahí mismo se pone como si le hubieran bajado el pantalón y empieza a decir brutalidades. No aguanta nada, por cualquier cosa, bum, la risita de las peleas y hay que estar calmándolo, Jaguar, qué te pasa, si yo no me meto contigo, no te sulfures, matoneas sin motivo. Y a pesar de las disculpas se le va la mano por cualquier cosa, en estos días he visto a varios machucados. No sólo anda así con los de la sección, también con el Rulos y conmigo, parece mentira que se porte así con nosotros que somos del Círculo. Pero el Jaguar ha cambiado por lo del serrano, yo pesco todas las cosas. Por más que se riera y quisiera demostrar que le importaba un pito, la expulsión del serrano Cava lo ha transformado. Nunca le había visto esos ataques de rabia, qué manera de temblarle la cara, qué palabrotas, lo quemo todo, los mato a todos, una noche incendiaremos el edificio de los oficiales, quisiera despanzurrar al coronel y ponerme sus tripas de corbata. Me parece que hace un mundo de tiempo que no nos reunimos los tres que quedamos del Círculo, desde que lo metieron adentro al serrano y tratábamos de descubrir al soplón. No es justo lo que pasa aquí, el serrano con las alpacas, fregado hasta el alma y el soplón debe estar rascándose la panza de contento, me figuro que va a ser bien difícil descubrirlo. A lo mejor los oficiales le dieron plata para que hablara. El Jaguar decía: «dos horas no más para saber quién es, menos, una basta; abres las narices y descubres a los soplones ahí mismito». Puro cuento, sólo a los serranos los descubres con los ojos o la nariz, en cambio los hijos de puta disimulan muy bien. Eso debe ser lo que lo ha desmoralizado. Pero al menos debía juntarse con nosotros, siempre fuimos sus patas. No comprendo por qué para solo. Basta que uno se le acerque para que ponga cara de odio, parece que va a saltar y morder, qué buen apodo le pusieron, es el que más le convenía. No pienso volver a acercarme a él, va a creer que lo estoy sobando y yo trataba de hablarle por amistad. Fue un milagro que no nos mecháramos ayer, no, sé por qué me contuve, debí pararlo y ponerlo en su sitio, yo no le tengo miedo. Cuando el capitán nos llevó al Salón de Actos y comenzó a hablar del Esclavo, que los errores se pagan caros en el Ejército, métanse en la mollera que están en las Fuerzas Armadas y no en un zoológico si no quieren que les pase lo mismo, si hubiéramos estado en guerra ese cadete sería un traidor a la Patria por irresponsable, carajo, a cualquiera le hierve la sangre que se ensañen con un muerto, Piraña, porquería, que un balazo te perfore la cabeza a ti. Pero no sólo yo estaba furioso, todos estaban igual, bastaba verles las caras. Y yo le dije: «Jaguar, no está bien eso de agarrárselas con un muerto, ¿por qué no le hacemos un zumbido?». Y él me dijo: «mejor te callas, eres muy bruto y sólo sabes decir estupideces. Cuidado con dirigirme la palabra si no te pregunto algo». Debe estar enfermo, ésas no son maneras de persona sana, enfermo de la cabeza, loco perdido. No creas que necesito juntarme contigo, Jaguar, he andado detrás tuyo para pasar el tiempo pero no me hace falta ya, dentro de poco se termina este merengue y no nos veremos más las caras. Cuando salga del colegio no volveré a ver a nadie de aquí, salvo a la Malpapeada, a lo mejor me la robo y la adopto.

A
LBERTO CAMINA
por las serenas calles de Barranco, entre casonas descoloridas de principios de siglo, separadas de la calle por jardines profundos. Los árboles, altos y frondosos, proyectan en el pavimento sombras que parecen arañas. De vez en cuando pasa un tranvía atestado; la gente mira por las ventanillas con aire aburrido. «Debí contarle todo, fíjate bien lo que ha pasado, estaba enamorado de ti, mi papá mañana y tarde con las polillas, mi mamá con su cruz a cuestas y rezando rosarios, confesándose con el jesuita, Pluto y el Bebe conversando en casa de, oyendo discos en el salón de, bailando en, tu tía comiéndose los pelos en la cocina, y a él se lo están comiendo los gusanos porque quería salir a verte y su padre no le dejó, fíjate bien, ¿te parece poco?» Había bajado del tranvía en el paradero de La Laguna. Sobre el pasto, al pie de los árboles, parejas o familias enteras toman el fresco de la noche y los zancudos zumban a las orillas del estanque, junto a los botes inmóviles. Alberto atraviesa el parque, el campo de deportes: la luz de la avenida revela los columpios y la barra; las paralelas, el tobogán, los trapecios y la escalera giratoria yacen en las sombras. Camina hasta la plaza iluminada y la elude: tuerce hacia el Malecón que intuye al fondo, no muy lejos, detrás de una mansión de muros cremas, más altas que las otras y bañada por la luz oblicua de un farol. En el Malecón se aproxima al parapeto y mira: el mar de Barranco no es el de La Perla, que siempre da señales de vida y en las noches murmura con cólera; es un mar silencioso, sin olas, un lago. «Tú también tienes la culpa y cuando te dije se ha muerto no lloraste, ni te dio pena. También tienes la culpa y si te decía lo mató el Jaguar, hubieras dicho pobre, ¿un Jaguar de a deveras?, tampoco hubieras llorado y él estaba loco por ti. Tenías la culpa y no te importaba nada más que mi cara seria. La culpa y mi cara, la Pies Dorados que es una polilla tiene más alma que tú.»

Es una casa vieja, de dos pisos, con balcones que dan sobre un jardín sin flores. Un caminito recto une la verja herrumbrosa a la puerta de entrada, una puerta antigua, labrada con dibujos borrosos que parecen jeroglíficos. Alberto toca con los nudillos. Espera unos segundos, ve el timbre, apoya el dedo en el botón y lo separa de inmediato. Siente pasos. Se cuadra.

—Pase —dice Gamboa y se retira del umbral.

Alberto entra, oye el ruido de la puerta al cerrarse. El teniente pasa a su lado y avanza por un corredor largo, que está en la penumbra. Alberto lo sigue en puntas de pie. La espalda de Gamboa casi toca su cara; si el oficial se detuviera de improviso, chocarían. Pero el teniente no se detiene; al final del pasillo estira una mano, abre una puerta y entra a una habitación. Alberto espera en el pasillo. Gamboa ha encendido la luz. Están en una sala. Los muros son verdes y hay cuadros con marcos dorados. Desde una mesa, un hombre mira a Alberto con obstinación: es una vieja foto, el cartón está amarillo y el hombre luce patillas, una barba patriarcal y aguzados bigotes.

—Siéntese —dice Gamboa, señalándole un sillón.

Alberto se sienta y su cuerpo se hunde como en un sueño. En ese momento recuerda que lleva puesto el quepí. Se lo saca y pide disculpas, entre dientes. Pero el teniente no lo oye, está de espaldas, cerrando la puerta. Da media vuelta, se sienta frente a él en una silla de patas finas y lo mira.

—Alberto Fernández —dice Gamboa—. ¿De la primera sección, me dijo?

—Sí, mi teniente —Alberto se adelanta un poco y los resortes del sillón chirrían, brevemente.

—Bueno —dice Gamboa—. Hable usted.

Alberto mira al suelo: la alfombra tiene dibujos azules y cremas, una circunferencia envuelve a otra más pequeña que a su vez encierra a otra. Las cuenta: doce circunferencias y un punto final, de color gris. Levanta la vista; detrás del teniente hay una cómoda, la superficie es de mármol y las empuñaduras de los cajones de metal.

—Estoy esperando, cadete —dice Gamboa.

Alberto vuelve a mirar la alfombra.

—La muerte del cadete Arana no fue casual —dice—. Lo mataron. Ha sido una venganza, mi teniente.

Levantó los ojos. Gamboa no se ha movido; su rostro está impasible, no revela sorpresa ni curiosidad. No le hace ninguna pregunta. Tiene las manos apoyadas en las rodillas, los pies separados. Alberto descubre que la silla que ocupa el teniente tiene extremidades de animal: plantas chatas y garras carniceras.

—Lo han asesinado —añade—. Ha sido el Círculo. Lo odiaban. Toda la sección lo odiaba, no tenían ningún motivo, él no se metía con nadie. Pero lo odiaban porque no le gustaban las bromas ni las peleas. Lo volvían loco, lo batían todo el tiempo y ahora lo han matado.

—Cálmese —dice Gamboa—. Vaya por partes. Hable con toda confianza.

—Sí, mi teniente —dice Alberto—. Los oficiales no saben nada de lo que pasa en las cuadras. Todos se ponían siempre en contra de Arana, lo hacían consignar, no lo dejaban en paz ni un instante. Ahora ya están tranquilos. Ha sido el Círculo, mi teniente.

—Un momento —dice Gamboa y Alberto lo mira. Esta vez, el teniente se ha movido hasta el borde de la silla y apoya el mentón en la palma de la mano—. ¿Quiere usted decir que un cadete de la sección disparó deliberadamente contra el cadete Arana? ¿Quiere decir eso?

—Sí, mi teniente.

—Antes de que me diga el nombre de esa persona —añade Gamboa, suavemente—, tengo que advertirle algo. Una acusación de ese género es muy grave. Supongo que se da cuenta de todas las consecuencias que puede tener este asunto. Y supongo también que no tiene usted la menor duda de lo que va a hacer. Una denuncia así no es un juego. ¿Me comprende?

—Sí, mi teniente —dice Alberto—. He pensado en eso. No le hablé antes porque me daba miedo. Pero ya no. —Abre la boca para continuar, pero no lo hace. El rostro de Gamboa, que Alberto observa sin bajar la vista, es de líneas marcadas y revela aplomo. En unos segundos, los rasgos precisos de ese rostro se disuelven, la piel morena del teniente se blanquea. Alberto cierra los ojos, ve un segundo la cara pálida y amarillenta del Esclavo, su mirada huidiza, sus labios tímidos. Sólo ve su rostro y, luego, cuando vuelve a abrir los ojos y reconoce nuevamente al teniente Gamboa, cruzan su memoria el campo de hierba, la vicuña, la capilla, la litera vacía de la cuadra.

—Sí, mi teniente —dice—. Me hago responsable. Lo mató el Jaguar para vengar a Cava.

—¿Cómo? —dice Gamboa. Ha dejado caer la mano y sus ojos se muestran ahora intrigados.

—Todo fue por la consigna, mi teniente. Por lo del vidrio. Para él fue horrible, peor que para cualquiera. Hacía quince días que no salía. Primero le robaron su pijama. Y a la semana siguiente lo consignó usted por soplarme en el examen de Química. Estaba desesperado, tenía que salir, ¿comprende usted, mi teniente?

—No —dijo Gamboa—. Ni una palabra.

—Quiero decir que estaba enamorado, mi teniente. Le gustaba una muchacha. El Esclavo no tenía amigos, hay que pensar en eso, no se juntaba con nadie. Se pasó los tres años del colegio solo, sin hablar con nadie. Todos lo fregaban. Y él quería salir para ver a esa chica. Usted no puede saber cómo lo batían todo el tiempo. Le robaban sus cosas, le quitaban los cigarrillos.

—¿Los cigarrillos? —dijo Gamboa.

—Todos fuman en el colegio —dice Alberto, agresivo—. Una cajetilla diaria cada uno. O más. Los oficiales no saben nada de lo que pasa. Todos lo fregaban al Esclavo, yo también. Pero después me hice su amigo, el único. Me contaba sus cosas. Se le prendían porque tenía miedo a los golpes. No eran bromas, mi teniente. Lo orinaban cuando dormía, le cortaban el uniforme para que lo consignaran, escupían en su comida, lo obligaban a ponerse entre los últimos aunque hubiera llegado primero a la fila.

—¿Quiénes? —preguntó Gamboa.

—Todos, mi teniente.

—Tranquilícese, cadete. Dígame todo con orden.

—Él no era malo —lo interrumpe Alberto—. Lo único que odiaba era la consigna. Cuando lo dejaban encerrado se ponía como loco. Ya estaba un mes sin salir. Y la muchacha no le escribía. Yo también me porté muy mal con él, mi teniente. Muy mal.

—Hable más despacio —dice Gamboa—. Controle sus nervios, cadete.

—Sí, mi teniente. ¿Se acuerda cuando usted lo consignó por soplarme en el examen? Tenía que ir con la muchacha al cine. Me dio un encargo. Yo lo traicioné. La chica es ahora mi enamorada.

—Ah —dijo Gamboa—. Ahora entiendo algo.

—Él no sabía nada —dice Alberto—. Pero estaba loco por ir a verla. Quería saber por qué no le escribía la muchacha. La consigna por lo del vidrio podía durar meses. Nunca iban a descubrir a Cava, los oficiales no descubren nunca lo que pasa en las cuadras si nosotros no queremos, mi teniente. Y él no era como los demás, no se atrevía a tirar contra.

—¿
Contra
?

—Todos tiran
contra
, hasta los perros. Cada noche se larga alguien a la calle. Menos él, mi teniente. Nunca tiró
contra
. Por eso fue donde Huarina, digo el teniente Huarina, y denunció a Cava. No porque fuera un soplón. Sólo para salir a la calle. Y el Círculo se enteró, estoy seguro que lo descubrió.

—¿Qué es eso del Círculo? —dijo Gamboa.

—Son cuatro cadetes de la sección, mi teniente. Mejor dicho tres, porque Cava ya salió. Roban exámenes, uniformes y los venden. Hacen negocios. Y todo lo venden más caro, los cigarrillos, el licor.

—¿Está usted delirando?

—Pisco y cerveza, mi teniente. ¿No le digo que los oficiales no saben nada? En el colegio se toma más que en la calle. En las noches. Y a veces hasta en los recreos. Cuando supieron que habían descubierto a Cava, se pusieron furiosos. Pero Arana no era un soplón, nunca hubo soplones en la cuadra. Por eso lo mataron, para vengarse.

—¿Quién lo mató?

—El Jaguar, mi teniente. Los otros dos, el Boa y el Rulos son un par de brutos, pero ellos no hubieran disparado. Fue el Jaguar.

—¿Quién es el Jaguar? —dijo Gamboa—. Yo no conozco los apodos de los cadetes. Dígame sus nombres.

Alberto se los dijo y luego siguió hablando, interrumpido a veces por Gamboa, que le pedía aclaraciones, nombres, fechas. Mucho rato después, Alberto calló y quedó cabizbajo. El teniente le indicó dónde estaba el baño. Fue y volvió con la cara y los cabellos húmedos. Gamboa seguía sentado en la silla de patas de fiera y tenía una expresión meditabunda. Alberto quedó de pie.

—Vaya a su casa, ahora —dijo Gamboa—. Mañana estaré yo en la Prevención. No entre a su cuadra, venga a verme directamente. Y déme su palabra de que no hablará a nadie de este asunto por ahora. A nadie, ni a sus padres.

—Sí, mi teniente —dijo Alberto—. Le doy mi palabra.

IV

D
IJO QUE
iba a venir pero no vino, me dieron ganas de matarlo. Después de la comida, subí a la glorieta como quedamos y me cansé de esperarlo. Estuve fumando y pensando no sé cuánto rato, a veces me levantaba a aguaitar por el vidrio y el patio siempre vacío. Tampoco fue la Malpapeada, está detrás de mí todo el tiempo, pero no justo cuando me hubiera gustado tenerla a mi lado en la glorieta, para espantar el miedo: ladra perra, zape a los malos espíritus. Entonces se me ocurrió: el Rulos me ha traicionado. Pero no era eso, después me di cuenta. Ya se había oscurecido y yo seguía en un rincón de la glorieta, con todos los muñecos en el cuerpo, así que bajé y volví a las cuadras, casi corriendo. Llegué al patio cuando tocaban el pito, si me quedaba un rato más esperándolo me clavaban seis puntos y él ni pensó en eso, que ganas de chancarlo. Lo vi a la cabeza de la fila y torció los ojos para no mirarme. Tenía la boca abierta, parecía uno de esos idiotas que andan por la calle hablando con las moscas. Ahí mismo me di cuenta que el Rulos no fue a la glorieta porque le dio miedo. «Esta vez nos fregamos de verdad, pensé, mejor voy haciendo mi maleta, iré a ganarme la vida como pueda, antes que me arranquen las insignias me escaparé por el estadio, y me robaré a la Malpapeada, ni cuenta se darán.» El brigadier estaba leyendo los nombres y todos decían presente. Cuando llamó al Jaguar, todavía siento frío en el espinazo, todavía me tiemblan las piernas, miré al Rulos y él se volvió y me miró con los ojazos y todos se volvieron y yo tuve que sacar fuerzas de no sé dónde para contenerme. Y el brigadier tosió y siguió con la lista. Después, fue el huayco; apenas entramos a la cuadra, la sección enterita corrió hacia el Rulos y hacia mí gritando: «¿qué ha pasado? Cuenten, cuenten». Y nadie quería creer que no sabíamos nada y el Rulos hacía pucheros: «no tenemos nada que ver, crean y no sean tan preguntones, maldita sea». Ven para acá, no te me corras ahora, no seas tan respingada. Mira que estoy con pesadumbre y necesito compañía. Después, cuando se fueron a acostar, me acerqué al Rulos y le dije: «traidor, ¿por qué no fuiste a la glorieta? Te esperé horas». Tenía más miedo, daba pena verlo y lo peor que era un miedo contagioso. Que no nos vean juntos, Boa, espera que se duerman, Boa, dentro de una hora te despierto y te cuento todo, Boa, métete a tu cama y zafa de aquí, Boa. Lo insulté y le dije: «si me estás engañando, te mato». Pero me fui a acostar y al poco rato apagaron la luz y lo vi al negro Vallano que bajaba de su cama y venía a mi lado. Estaba muy meloso, el gran sabido, muy cariñoso. Yo soy amigo de ustedes, Boa, a mí cuéntame qué ha pasado, todo zalamero con sus dientes de ratón. En medio de mi tristeza me dio risa verlo: salió zumbando con sólo mostrarle el puño, con sólo ponerle mala cara. Ven perrita, sé buena conmigo, estoy pasando un mal momento, no te me escapes. Yo decía: si no viene, voy y lo aplasto. Pero vino, cuando todos roncaban. Se me acercó despacito y me dijo: «vamos al baño para hablar mejor». La perra me siguió, pasándome su lengua por los pies, tiene una lengua que siempre está caliente. El Rulos estaba meando y no terminaba nunca y yo creí que lo hacía a propósito, así que lo agarré del pescuezo y lo sacudí y le dije: «dime de una vez lo que ha pasado».

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