Lo vieron apenas llegaron a la puerta. Estaba en el centro de la nave —su cuerpo les ocultaba el ataúd, pero no las coronas—, el fusil algo ladeado, la cabeza baja. El teniente y el brigadier se detuvieron en el umbral. «¿Qué hace ahí ese pelotudo?, dijo el oficial: sáquelo en el acto.» Arróspide avanzó y al pasar junto al grupo de civiles, su mirada cruzó la del coronel. Hizo una venia, pero no supo si el coronel le contestó, porque volvió el rostro de inmediato. Alberto no se movió cuando Arróspide lo tomó del brazo. El brigadier olvidó un momento su misión para echar una mirada al ataúd: estaba cubierto también en la parte superior de una madera negra y lisa, que remataba en un cristal empañado, a través del cual se distinguía borrosamente un rostro y un quepí. La cara del Esclavo, envuelta en una venda blanca, parecía hinchada y de color granate. Arróspide sacudió a Alberto. «Todos están formados, le dijo, y el teniente te espera en la puerta. ¿Quieres que te consignen?» Alberto no respondió; siguió a Arróspide como un sonámbulo. En la pista de desfile, se les acercó el teniente Pitaluga. «So cabrón, dijo a Alberto, ¿le gusta mucho eso de mirar la cara a los muertos?» Alberto tampoco respondió y siguió caminando hacia la formación, donde ocupó su puesto, dócilmente, bajo la mirada de sus compañeros. Varios le preguntaron qué había ocurrido. Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que oyera toda la sección: «el poeta está llorando».
Y
A ESTÁ
sana pero se ha quedado para siempre con su pata chueca. Debe haberse torcido algo de muy adentro, un huesecito, un cartílago, un músculo, he tratado de enderezarle la pata y no había manera, está dura como un gancho de hierro y por más que jalaba no la movía ni un tantito así. Y la Malpapeada comenzaba a llorar y a patalear así que la he dejado tranquila. Ya medio que se ha acostumbrado. Camina un poco raro, cayéndose a la derecha y no puede correr como antes, da unos brincos y se para. Es natural que se canse muy pronto, sólo tres patas la sostienen, está lisiada. Para remate fue la de adelante, donde apoyaba su cabezota, ya nunca será la perra que fue. En la sección le han cambiado de nombre, ahora le dicen la Malpateada. Creo que se le ocurrió al negro Vallano, siempre anda poniendo apodos a la gente. Todo está cambiando, como la Malpapeada, desde que estoy aquí es la primera vez que pasan tantas cosas en tan pocos días. Lo chapan al serrano Cava tirándose el examen de Química, le hacen su Consejo de Oficiales y le arrancan las hombreras. Ya debe estar en su tierra el pobre, entre huanacos. Nunca habían expulsado a uno de la sección, nos ha caído la mala suerte y cuando cae no hay quien la pare, así dice mi madre y estoy viendo que no le falta razón. Después, el Esclavo. Qué salmuera, no sólo por el balazo en la cabeza, encima lo operaron no sé cuántas veces, y encima morirse, no creo que a nadie le haya pasado cosa peor. Aunque disimulen, todos han cambiado por estas desgracias, a mí no se me escapan las cosas. Quizá todo vuelva a ser como era, pero estos días la sección anda distinta, hasta las caras de los muchachos son distintas. Por ejemplo el poeta es otra persona y nadie se le prende ni le dice nada, como si fuera normal verle cara de ahuevado. Ya no habla. Hace más de cuatro días que enterraron a su compinche, podía haber reaccionado ya, pero está peor. El día que se quedó clavado junto al ataúd pensé: «a éste lo hizo polvo la desgracia». La verdad, era su pata. Creo que es el único pata que tuvo en el colegio el Esclavo, digo Arana. Pero sólo en los últimos tiempos, antes también el poeta lo batía, se le prendía como todos. ¿Qué pasó para que de pronto anduvieran como yuntas, para arriba y para abajo? Los batían mucho, el Rulos le decía al Esclavo: «has encontrado un marido». Y eso parecía. Andaba pegado al poeta, siguiéndolo a todas partes, mirándolo, hablándole bajito para que nadie lo oyera. Se iban al descampado a conversar tranquilos. Y el poeta comenzó a defender al Esclavo cuando lo batían. No lo hacía de frente porque es muy malicioso. Alguien comenzaba a prendérsele al Esclavo y al ratito el poeta estaba batiendo al que batía a su pata y casi siempre ganaba, el poeta cuando bate es una fiera, al menos era. Ahora ya ni se junta con nadie, ni bromea, anda solo y como durmiendo. En él se nota mucho, antes sólo esperaba la ocasión de joder a todo el mundo. Daba gusto verlo defenderse cuando alguien lo batía. «Poeta, hazme una poesía a esto» le dijo el negro Vallano y se agarró la bragueta. «Ahorita te la hago, dijo el poeta, déjame que me inspire.» Y al poco rato nos la recitaba: «el pipí, donde Vallano, tiene la mano, parece un maní». Era bien fregado, sabía hacer reír a la gente, a mí se me prendió muchas veces y me daban unas ganas de machucarlo. Hizo buenas poesías a la Malpapeada, todavía tengo una copiada en el cuaderno de Literatura: «Perra: minetera eres, y loca; ¿por qué no te mueres, cuando el Boa te la emboca entera?». Y casi lo muelo esa noche que levantó a la sección y entró al baño gritando: «miren lo que hace el Boa con la Malpapeada cuando está de imaginaria». Y era hasta respondón. Sólo que no peleaba bien, la vez que se trompeó con Gallo lo apachurraron contra la pared. Un poco acriollado, el muchacho, como buen costeño, es tan flaco que me compadezco de sus sesos cuando da un cabezazo. No hay muchos blanquiñosos en el colegio, el poeta es uno de los más pasables. A los otros los tienen acomplejados, zafa, zafa, blanquiñoso mierdoso, cuidado que los cholos te hagan miau. Sólo hay dos en la sección, y Arróspide tampoco es mala gente, un terrible chancón, tres años seguidos de brigadier, vaya cráneo. Una vez vi a Arróspide en la calle, en un carrazo rojo y tenía camisita amarilla, se me salió la lengua al verlo tan bien vestido, caracho, éste es un blanquiñoso de mucho vento, debe vivir en Miraflores. Raro que los dos blanquiñosos de la sección ni se hablen, nunca han sido patas el poeta y Arróspide, cada uno por su lado, ¿tendrán miedo que uno denuncie al otro de cosas de blanquiñosos? Si yo tuviera vento y un carrazo rojo no hubiera entrado al colegio militar ni de a cañones. ¿Qué les aprovecha tener plata si aquí andan tan fregados como cualquiera? Una vez el Rulos le dijo al poeta: «¿y qué haces aquí? Deberías estar en un colegio de curas». El Rulos siempre se preocupa por el poeta, a lo mejor le tiene envidia y en el fondo le gustaría ser un poeta como él. Hoy me dijo: «¿te has fijado que el poeta se ha vuelto medio idiota?» Es la pura verdad. No es que haga cosas de idiotas, lo raro es que no hace nada. Se está todo el día tirado en la cama, haciéndose el dormido o durmiendo de veras. El Rulos por probarlo se le acercó a pedirle una novelita y él le dijo: «ya no hago novelitas, déjame tranquilo». Tampoco sé que haya escrito cartas, antes buscaba clientes como loco, puede que ahora le sobre la plata. En las mañanas, cuando nos levantamos, el poeta ya está en la fila. Martes, miércoles, jueves, hoy en la mañana, siempre el primero en el patio, con su cara larga y mirando sabe Dios qué cosa, soñando con los ojos abiertos. Y los de su mesa dicen que no come. «El poeta está malogrado de pena, le contó Vallano a Mendoza, deja más de la mitad de su comida y no la vende, le importa un pito que la coja cualquiera, y se la pasa sin hablar.» Lo ha demolido la muerte de su yunta. Los blanquiñosos son pura pinta, cara de hombre y alma de mujer, les falta temple; éste se ha quedado enfermo, es el que más ha sentido la muerte del, Esclavo, de Arana.
¿V
ENDRÍA ESTE
sábado? El colegio militar estaba muy bien, el uniforme y todo, pero qué terrible eso de no saber nunca cuándo saldría. Teresa atravesaba el portal de la Plaza San Martín; los cafés y los bares bullían de parroquianos, el aire estaba colmado de brindis, risas y cervezas y sobre las mesas de la calle flotaban pequeñas nubes de humo. «Me ha dicho que no va a ser militar, pensó Teresa. ¿Y si cambia de idea y entra a la Escuela de Chorrillos?» A quién le puede hacer gracia casarse con un militar, se pasan la vida en el cuartel y si hay guerra son los primeros que mueren. Además, los trasladan todo el tiempo, qué espantoso vivir en provincias y de repente hasta en la selva, con tantos zancudos y salvajes. Al pasar por el «Bar Zela» escuchó galanterías alarmantes, un grupo de hombres maduros levantó hacia ella media docena de copas como un haz de espadas, un joven le hizo adiós y tuvo que esquivar a un borracho que pretendía atajarla. «Pero no, pensó Teresa. No será militar, sino ingeniero. Sólo que tendré que esperarlo cinco años. Es un montón de tiempo. Y si después no quiere casarse conmigo ya seré vieja y nadie se enamora de las viejas.» Los otros días de la semana, los portales estaban semidesiertos. Cuando pasaba al mediodía junto a mesas solitarias y quioscos de revistas, sólo veía a los lustrabotas de las esquinas y a fugaces vendedores de diarios. Ella iba apresurada a tomar el tranvía para almorzar a toda carrera y regresar a tiempo a la oficina. Pero los sábados, en cambio, recorría el atestado y ruidoso Portal más despacio, mirando siempre al frente, secretamente complacida: era agradable que los hombres la elogiaran, era agradable no tener que volver al trabajo en la tarde. Sin embargo, años atrás, los sábados eran días temibles. Su madre se quejaba y maldecía más que los otros días, porque el padre no volvía hasta muy entrada la noche. Llegaba como un huracán, traspasado de alcohol y de ira. Los ojos en llamas, la voz tronante las descomunales manos cerradas en puño, recorría la casa como una fiera su jaula de barrotes, tambaleándose, blasfemando contra la miseria, derribando sillas y golpeando puertas, hasta rodar por el suelo, aplacado y exhausto. Entonces, lo desnudaban entre las dos y le echaban encima una frazada: era demasiado fuerte para subirlo a la cama. Otras veces, venía acompañado. Su madre se precipitaba como una furia sobre la intrusa, sus flacas manos trataban de arañarle la cara. El padre sentaba a Teresa en sus rodillas y le decía con salvaje alegría: «mira, esto es mejor que el cachascán». Hasta que un día, una mujer le rompió la ceja a la madre de un botellazo y tuvieron que llevarla a la Asistencia Pública. Desde entonces, se volvió un ser resignado y pacífico. Cuando el padre llegaba con otra mujer, se encogía de hombros y, arrastrando a Teresa de una mano, salía de la casa. Iban a Bellavista, donde su tía, y volvían el lunes. La casa era un hediondo cementerio de botellas y el padre dormía a pierna suelta entre un charco de vómitos, hablando en sueños contra los ricos y las injusticias de la vida. «Era bueno, pensó Teresa. Trabajaba toda la semana como un animal. Tomaba para olvidarse que era pobre. Pero me quería y no me hubiera abandonado.» El tranvía Lima–Chorrillos cruzaba la fachada rojiza de la Penitenciaría, la gran mole blancuzca del Palacio de Justicia y de pronto surgía un paraje refrescante, altos árboles de penachos móviles, estanques de aguas quietas, senderos tortuosos con flores a las márgenes y al medio de una redonda llanura de césped, una casa encantada de muros encalados, alto–relieves, celosías y muchas puertas con aldabas de bronce que eran cabezas humanas: el Parque Los Garifos. «Pero mi madre tampoco era mala, pensó Teresa. Sólo que había sufrido mucho.» Cuando su padre murió, después de una laboriosa agonía en un hospital de caridad, su madre la llevó una noche hasta la puerta de la casa de su tía, la abrazó y le dijo: «no toques hasta que yo me vaya. Estoy harta de esta vida de perros. Ahora voy a vivir para mí y que Dios me perdone. Tu tía te cuidará». El tranvía la dejaba más cerca de su casa que el Expreso. Pero desde el paradero del tranvía, tenía que atravesar una serie de corralones inquietantes, hervideros de hombres desgreñados y en harapos que le decían frases insolentes y a veces querían agarrarla. Esta vez nadie la molestó. Sólo vio a dos mujeres y a un perro: los tres escarbaban con empeño en unos tachos de basura, entre enjambres de moscas. Los corralones parecían vacíos. «Limpiaré todo antes del almuerzo», pensó. Transitaba ya por Lince, entre casas chatas y gastadas. «Para tener la tarde libre.»
Desde la esquina de su casa vio a media cuadra la silueta en uniforme oscuro, el quepí blanco y, al borde de la acera, un maletín de cuero. De inmediato, la sorprendió su inmovilidad de maniquí, pensó en esos centinelas clavados junto a las rejas del Palacio de Gobierno. Pero éstos eran gallardos, hinchaban el pecho y alargaban el cuello, orgullosos de sus largas botas y sus cascos con melena; Alberto, en cambio, tenía sumidos los hombros, la cabeza baja y el cuerpo como escurrido. Teresa le hizo adiós pero él no la vio. «El uniforme le queda bien, pensó Teresa. Y cómo brillan los botones. Parece un cadete de la Naval.» Alberto levantó la cabeza cuando ella estuvo apenas a unos metros. Teresa sonrió y él alzó la mano. «¿Qué le pasa?», pensó Teresa. Alberto estaba irreconocible, envejecido. Su rostro lucía un pliegue profundo entre las cejas, sus párpados eran dos lunas negras y los huesos de los pómulos parecían a punto de desgarrar la piel, muy pálida. Tenía la mirada extraviada y los labios exangües.
¿Acabas de salir? —dijo Teresa, escudriñando la cara de Alberto—. Creí que sólo vendrías esta tarde.
Él no respondió. La miraba con ojos vacíos, derrotados.
—Te queda bien el uniforme —dijo Teresa, en voz baja, después de unos segundos.
—No me gusta el uniforme —dijo él, con una furtiva sonrisa—. Me lo quito apenas llego a mi casa. Pero hoy no he ido a Miraflores.
Hablaba sin mover los labios y su voz era blanca, hueca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Teresa—. ¿Por qué estás así? ¿Te sientes mal? Dime, Alberto.
—No —dijo Alberto, desviando la mirada—. No tengo nada. Pero no quiero ir a mi casa ahora. Tenía ganas de verte. —Se pasó la mano por la frente y el pliegue se borró, pero sólo por un instante—. Estoy en un problema.
Teresa aguardaba, algo inclinada hacia él y lo miraba con ternura para animarlo a seguir hablando, pero Alberto había cerrado los labios y se frotaba las manos, suavemente. Ella se sintió, de pronto, angustiada. ¿Qué decir, qué hacer para que él se mostrara confiado, cómo alentarlo, qué pensaría después de ella? Su corazón se había puesto a latir muy rápido. Dudó un momento todavía. De improviso, dio un paso hacia Alberto y le tomó la mano.
—Ven a mi casa —dijo—. Quédate a almorzar con nosotros.
—¿A almorzar? —dijo Alberto, desconcertado; otra vez se pasó la mano por la frente—. No, no molestes a tu tía. Comeré algo por aquí y te vendré a buscar después.
—Ven, ven —insistió ella, recogiendo el maletín del suelo no seas sonso. Mi tía no se va a molestar. Ven conmigo.