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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (26 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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C
UANDO ALBERTO
salió de su casa comenzaba a oscurecer y, sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el impetuoso remolino del cráneo, armar la onda. Incluso, se había afeitado con la navaja de su padre el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Fue hasta la esquina de Ocharán y Juan Fanning y silbó. Segundos después, Emilio aparecía en la ventana; también estaba acicalado.

—Son las seis —dijo Alberto—. Vuela.

—Dos minutos.

Alberto miró su reloj, compuso el pliegue del pantalón, extrajo unos milímetros el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se contempló con disimulo en el cristal de una ventana: la gomina cumplía bien su cometido, el peinado se conservaba intacto. Emilio salió por la puerta de servicio.

—Hay gente en la sala —le dijo a Alberto—. Hubo un almuerzo. Uf, qué asco. Todos están hecho polvo y la casa huele a whisky de arriba abajo. Y con la borrachera mi padre me ha fregado. Se hace el gracioso y no quiere darme la propina.

—Yo tengo plata —dijo Alberto—. ¿Quieres que te preste?

—Si vamos a algún sitio, sí. Pero si nos quedamos en el Parque Salazar no vale la pena. Oye, ¿cómo hiciste para que te dieran propina? ¿Tu padre no ha visto la libreta de notas?

—Todavía no. Sólo la ha visto mi madre. El viejo reventará de rabia. Es la primera vez que me jalan en tres cursos. Tendré que estudiar todo el verano. Apenas podré ir a la playa. Bah, ni pensar en eso. Además, a lo mejor ni se enoja. Hay grandes líos en mi casa.

—¿Por qué?

—Anoche mi padre no vino a dormir. Apareció esta mañana, lavado y afeitado—. Es un fresco.

—Sí, es un bárbaro —asintió Emilio—. Tiene montones de mujeres. ¿Y qué le dijo tu madre?

—Le tiró un cenicero. Y después se echó a llorar a gritos. Toda la vecindad debe haber oído.

Caminaban hacia Larco, por la calle Juan Fanning. Al verlos pasar, el japonés de la tienducha de los jugos de fruta donde se refugiaban hacía años después de los partidos de fulbito, los saludó con la mano. Acababan de encenderse las luces de la calle, pero las veredas continuaban en la sombra, las hojas y las ramas de los árboles detenían la luz. Al cruzar la calle Colón echaron una mirada hacia la casa de Laura. Allí solían reunirse las muchachas del barrio, antes de ir al Parque Salazar, pero todavía no habían llegado: las ventanas del salón estaban a oscuras.

—Creo que iban a ir donde Matilde —dijo Emilio—. El Bebe y Pluto se fueron allá después del almuerzo. —Se rió—. El Bebe anda medio loco. Irse a la Quinta de los Pinos y día domingo. Si no lo han visto los padres de Matilde, los matones le habrán roto el alma. Y también a Pluto, que no tiene nada que ver en el asunto.

Alberto se rió.

—Está loco por esa chica —dijo—. Templado hasta el cien.

La Quinta de los Pinos está lejos del barrio, al otro lado de la avenida Larco, más allá del Parque Central, cerca de los rieles del tranvía a Chorrillos. Hace algunos años, esa quinta pertenecía a territorio enemigo, pero los tiempos han cambiado, los barrios ya no constituyen dominios infranqueables. Los forasteros ambulan por Colón, Ocharán y la calle Porta, visitan a las muchachas, asisten a sus fiestas, las enamoran, las invitan al cine. A su vez, los varones han tenido que emigrar. Al principio iban en grupos de ocho o diez a recorrer otros barrios miraflorinos, los más próximos, como el de 28 de Julio y la calle Francia y luego los distantes, como el de Angamos y el de la avenida Grau, donde vive Susuki, la hija del contralmirante. Algunos encontraron enamoradas en esos barrios extranjeros y se incorporaron a ellos, aunque sin renunciar a la morada solar, Diego Ferré. En ciertos barrios hallaron resistencia: burlas y sarcasmos de los hombres, desaires de las mujeres. Pero en la Quinta de los Pinos la hostilidad de los muchachos del lugar se traducía en violencia. Cuando el Bebe comenzaba a rondar a Matilde, una noche lo asaltaron y le echaron un balde de agua. Sin embargo, el Bebe sigue asediando la quinta y con él otros muchachos del barrio, porque allí no sólo vive Matilde, sino también Graciela y Molly, que no tienen enamorado.

—¿No son ésas? —dijo Emilio.

—No. ¿Estás ciego? Son las García.

Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del Parque y luego aparece al otro extremo, disminuida: gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida: Alberto y Emilio escuchan músicas de baile y un torrente de voces jóvenes, risas. A diferencia de cualquier otro día de la semana, hoy las veredas de Larco que colindan con el Parque Salazar están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama la atención: el imán que todas las tardes de domingo atrae hacia el parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina del Terrazas, en la playa de Miraflores, en la Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo, los mismos que los reciben en las fiestas de los sábados. Pero no sólo conocen las facciones, la piel, los gestos de esos jóvenes que avanzan como ellos hacia la cita dominical del Parque Salazar; también están al tanto de su vida, de sus problemas y de sus ambiciones; saben que Tony no es feliz a pesar del coche sport que le regaló su padre en Navidad, pues Anita Mendizábal, la muchacha que ama, es esquiva y coqueta: todo Miraflores se ha mirado en sus ojos verdes que sombrean unas pestañas largas y sedosas; saben que Vicky y Manolo, que acaban de pasar junto a ellos tomados de la mano, no llevan mucho tiempo, apenas una semana y que Paquito sufre porque es el hazmerreír de Miraflores, con sus forúnculos y su joroba; saben que Sonia partirá mañana al extranjero, tal vez por mucho tiempo, pues su padre ha sido nombrado embajador y que ella está triste ante la perspectiva de abandonar su colegio, sus amigas y las clases de equitación. Pero, además, Alberto y Emilio saben que están unidos a esa multitud por sentimientos recíprocos: a ellos también los conocen los otros. En su ausencia se evocan sus proezas o fracasos sentimentales, se analizan sus romances, se los considera al elaborar las listas de invitados para las fiestas. Vicky y Manolo, justamente, deben estar hablando de ellos en ese momento: «¿viste a Alberto? Helena le hizo caso después de largarlo cinco veces. Lo aceptó la semana pasada y ahora lo va a largar de nuevo. Pobrecito».

El Parque Salazar está lleno de gente. Apenas franquean el sardinel que contornea los pulidos cuadriláteros de hierba, que a su vez circundan una fuente con peces rojos y amarillos y un monumento ocre, Alberto y Emilio cambian de expresión: sus bocas se despliegan ligeramente, los pómulos se recogen, las pupilas chispean, se inquietan, en una media sonrisa idéntica a la que aparece en los rostros que cruzan. Grupos de muchachos se mantienen inmóviles, apoyados en el muro del Malecón y contemplan la rueda humana que gira al borde de los cuadriláteros, dividida en hileras que circulan en direcciones opuestas. Las parejas se saludan unas a otras, con un saludo que no altera la inedia sonrisa fija, sino apenas la posición de las cejas y los párpados, un movimiento rápido y mecánico que arruga momentáneamente la frente, un reconocimiento más que un saludo, una especie de santo y seña. Alberto y Emilio dan dos vueltas al Parque, reconocen a sus amigos, a los conocidos, a los intrusos que vienen desde Lima, Magdalena o Chorrillos, para contemplar a esas muchachas que deben recordarles a las artistas de cine. Desde sus puestos de observación, los intrusos lanzan frases hacia la rueda humana, anzuelos que quedan flotando entre los bancos de muchachas.

—No han venido —dijo Emilio—. ¿Qué hora tienes?

—Las siete. Pero a lo mejor están por ahí y no las vemos. Laura me dijo esta mañana que vendrían de todos modos. Iba a pasar a buscar a Helena.

—Te ha dejado plantado. No sería raro. Helena se pasa la vida haciéndote perradas.

—Ahora ya no —dijo Alberto—. Eso era antes. Pero ahora está conmigo. Es distinto.

Dieron otras vueltas, observando ansiosamente a todos lados, sin encontrarlas. En cambio, divisaron a algunas parejas del barrio: el Bebe y Matilde, Tico y Graciela, Pluto y Molly.

—Ha pasado algo —dijo Alberto—. Ya deberían estar acá.

—Si vienen, te acercas tú solo —repuso Emilio, malhumorado—. Yo no acepto estas cosas, soy muy orgulloso.

—A lo mejor no es culpa de ellas. De repente no las dejaron salir.

—Cuentos. Cuando una chica quiere salir, sale aunque se acabe el mundo.

Siguieron dando vueltas, sin hablar, fumando. Media hora después, Pluto les hizo una seña. «Ahí están, les dijo, señalando una esquina. ¿Qué esperan?» Alberto se lanzó en esa dirección, atropellando a las parejas. Emilio lo siguió; murmuraba entre dientes. Naturalmente, no estaban solas; las rodeaba un círculo de intrusos.«Permiso», dijo Alberto y los sitiadores se retiraron, sin protestar. Momentos después, Emilio y Laura, Alberto y Helena, giraban también, lentamente, tomados de la mano.

—Creí que ya no ibas a venir.

—No pude salir antes mi mamá estaba sola y tuve que esperar a mi hermana, que había ido al cine. Y no puedo quedarme mucho rato. Tengo que volver a las ocho.

—¿Nada más que hasta las ocho? Pero si casi son las siete y media.

—Todavía no. Sólo son las siete y cuarto.

—Es lo mismo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor?

—No, pero trata de comprender mi situación, Helena. Es terrible.

—¿Qué cosa es terrible? No entiendo lo que quieres decir.

—Quiero decir la situación de nosotros. No nos vemos nunca.

—¿No ves? Te advertí que iba a pasar esto. Por eso no quería aceptarte.

—Pero eso no tiene nada que ver. Si estamos juntos, lo más natural es que nos veamos un poco. Cuando no eras mí enamorada te dejaban salir como a las otras chicas. Pero ahora te tienen encerrada, ni que fueras una criatura. Yo creo que la culpa es de Inés.

—No hables mal de mi hermana, no me gusta que se metan con mi familia.

—Yo no me meto con tu familia, pero tu hermana es una antipática. Me odia.

—¿A ti? Ni sabe cómo te apellidas.

—Eso crees. Siempre que la veo en el Terrazas, la saludo y no me contesta. Pero varias veces la he pescado mirándome a la disimulada.

—A lo mejor le gustas.

—¿Quieres dejar de burlarte de mí? ¿Qué te pasa?

—Nada.

Alberto aprieta levemente la mano de Helena y la mira a los ojos; ella está muy seria.

—Trata de comprenderme, Helena. ¿Por qué eres así?

—¿Cómo soy? —responde ella, con sequedad.

—No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte.

—Yo te lo advertí. No me eches la culpa.

—He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: «pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando». Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido.

—¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así.

—¿Que te hable cómo?

—Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues.

—Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso?

—No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene.

—Yo soy como soy.

—Bueno, allá tú.

Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehúye la mirada. Está mucho más seria y grave.

—No peleemos —dice Alberto—. Estamos tan poco juntos.

—Tengo que hablar contigo —dice ella, bruscamente.

—Sí. ¿Qué cosa?

—He estado pensando.

—¿Pensando en qué, Helena?

—En que mejor sería que quedáramos como amigos.

—¿Como amigos? ¿Quieres pelear conmigo? ¿Por lo que te he dicho? No seas sonsa. No me hagas caso.

—No, no era por eso. Lo pensé desde antes. Creo que mejor estábamos como antes. Somos muy distintos.

—Pero a mí eso no me importa. Yo estoy enamorado de ti, seas como seas.

—Pero yo no. Lo he pensado mejor y no estoy enamorada de ti.

—Ah —dice Alberto—. Ah, bueno.

Siguen en la rueda, avanzando lentamente; han olvidado que están de la mano. Recorren todavía unos veinte metros, mudos y sin mirarse. A la altura de la pileta, ella abre apenas los dedos, sin ninguna violencia, como sugiriendo algo, y él comprende y la suelta. Pero no se detienen. Así, uno junto al otro y siempre callados, dan toda una vuelta al Parque, mirando a las parejas que vienen en dirección opuesta, sonriendo a los conocidos. Cuando llegan a la avenida Larco, se detienen. Se miran.

—¿Lo has pensado bien? —dice Alberto.

—Sí —responde ella—. Creo que sí.

—Bueno. En ese caso no hay nada que decir.

Ella asiente y sonríe un segundo, pero luego adopta nuevamente un rostro de circunstancias. Él le estira la mano. Helena te alcanza la suya y dice, con voz muy amable y aliviada:

—¿Pero seguiremos como amigos, no?

—Claro —responde él—. Claro que sí.

Alberto se aleja por la avenida, entre el dédalo de coches estacionados con el parachoque tocando el sardinel del Parque. Va hasta Diego Ferré y tuerce. La calle está vacía. Camina por el centro de la pista, a trancos largos. Antes de llegar a Colón escucha pasos precipitados y una voz que lo llama por su nombre. Se vuelve. Es el Bebe.

—Hola —dice Alberto—. ¿Qué haces aquí? ¿Y Matilde?

—Ya se fue. Tenía que volver temprano.

El Bebe se acerca y da —una palmada a Alberto, en el hombro. Luce una cara amistosa, fraternal.

—Lo siento por lo de Helena —le dice—. Pero creo que es mejor. Esa chica no te conviene.

—¿Cómo sabes? Si acabamos de pelear.

—Yo sabía desde anoche. Todos sabíamos. Pero no te dijimos nada, para no amargarte.

—No te entiendo, Bebe. Háblame claro, por favor.

—¿No te vas a amargar?

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