La ciudad y los perros (39 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

BOOK: La ciudad y los perros
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—¿Usted es el cadete Fernández? Pase a la oficina del coronel, por favor.

Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Empujó: la habitación era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al entrar en contacto con esa inesperada atmósfera azul. A diez metros de distancia, vio a tres oficiales, sentados en unos sillones de cuero. Lanzó una mirada circular: un escritorio de madera, diplomas, banderines, cuadros, una lámpara de pie. El piso no tenía alfombra: el encerado relucía y sus botines se deslizaban como sobre hielo. Caminó muy despacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo sus ojos surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo de sillón. Se cuadró.

—¿Fernández? —dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando los cadetes evolucionaban en el estadio, ensayando los ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante que los mantenía inmóviles en el salón de actos, hablándoles de patriotismo y espíritu de sacrificio—. ¿Fernández qué?

—Fernández Temple, mi coronel. Cadete Alberto Fernández Temple.

El coronel lo observaba; era bruñido y regordete, sus cabellos grises estaban cuidadosamente aplastados contra el cráneo.

—¿Qué es usted del general Temple? —dijo el coronel. Alberto trataba de adivinar lo que vendría por la voz. Era fría pero no amenazadora.

—Nada, mi coronel. Creo que el general Temple es de los Temple de Piura. Yo soy de los de Moquegua.

—Sí —dijo el coronel—. Es un provinciano. —Se volvió y Alberto, siguiendo su mirada, descubrió en el otro sillón al comandante Altuna—. Como yo. Como la mayoría de los jefes del Ejército. Es un hecho, de las provincias salen los mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted de dónde es?

—Yo soy limeño, mi coronel. Pero me siento provinciano. Toda mi familia es de Ancasti.

Alberto trató de localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar tenía al frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.

—Bueno, cadete Fernández —dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad—. Ahora vamos a hablar de cosas más serias, más actuales. —El coronel, hasta entonces recostado en el sillón, había avanzado hasta el borde del asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un ser aparte—. ¿Es usted un verdadero cadete, una persona sensata, inteligente, culta? Vamos a suponer que sí. Quiero decir que no habrá conmovido a toda la oficialidad del colegio por algo insignificante. Y, en efecto, el parte que ha elevado el teniente Gamboa muestra que el asunto justifica la intervención, no sólo de los oficiales, sino incluso del Ministerio, de la justicia. Según veo, usted acusa a un compañero de asesinato.

Tosió brevemente, con alguna elegancia, y calló un momento.

—Yo he pensado de inmediato: un cadete de quinto año no es un niño. En tres años de Colegio Militar, ha tenido tiempo de sobra para hacerse hombre. Y un hombre, un ser racional, para acusar a alguien de asesino, debe tener pruebas terminantes, irrefutables. Salvo que haya perdido el juicio. O que sea un ignorante en materias jurídicas. Un ignorante que no sabe lo que es un falso testimonio, que no sabe que las calumnias son figuras delictivas descritas por los códigos y penadas por la ley. He leído el parte atentamente, como lo exigía este asunto. Y por desdicha, cadete, las pruebas no aparecen por ningún lado. Entonces he pensado: el cadete es una persona prudente, ha tomado sus precauciones, sólo quiere mostrar las pruebas en última instancia, a mí en persona, para que yo las exhiba ante el Consejo. Muy bien, cadete, por eso lo he mandado llamar. Déme usted esas pruebas.

Bajo los ojos de Alberto, el pie golpeaba el suelo, se levantaba y volvía a caer, implacable.

—Mi coronel —dijo—. Yo, solamente…

—Sí, sí —dijo el coronel—. Usted es un hombre, un cadete del quinto año del Colegio Militar Leoncio Prado. Sabe lo que hace. Vengan esas pruebas.

—Yo ya dije todo lo que sabía, mi coronel. El Jaguar quería vengarse de Arana, porque éste acusó…

—Después hablaremos de eso —lo interrumpió el coronel—. Las anécdotas son muy interesantes. Las hipótesis nos demuestran que usted tiene un espíritu creador, una imaginación cautivante. —Se calló y repitió, complacido—: Cautivante. Ahora vamos a revisar los documentos. Déme todo el material jurídico necesario.

—No tengo pruebas, mi coronel —reconoció Alberto. Su voz era dócil y temblaba; se mordió el labio para darse ánimos—. Yo sólo dije lo que sabía. Pero estoy seguro…

—¿Cómo? —dijo el coronel, con un gesto de asombro ¿Quiere usted hacerme creer que no tiene pruebas concretas y fehacientes? Un poco más de seriedad, cadete; éste no es un momento oportuno para hacer bromas. ¿De veras no tiene un solo documento válido, tangible? Vamos, vamos.

—Mi coronel, yo pensé que mi deber…

—¡Ah! —prosiguió el coronel—. ¿Así que se trata de una broma? Me parece muy bien. Usted tiene derecho a divertirse, por lo demás el humor revela juventud, es muy saludable. Pero todo tiene un límite. Está en el Ejército, cadete. No puede reírse de las Fuerzas Armadas, así no más. Y no sólo en el Ejército. Figúrese que en la vida civil también se pagan caras estas bromas. Si usted quiere acusar a alguien de asesino, tiene que apoyarse en algo, ¿cómo diré?, suficiente. Eso es, pruebas suficientes. Y usted no tiene ninguna clase de pruebas, ni suficientes ni insuficientes, y viene aquí a lanzar una acusación fantástica, gratuita, a echar lodo a un compañero, al colegio que lo ha formado. No nos haga creer que es usted un topo, cadete. ¿Qué cosa cree que somos nosotros, ah? ¿imbéciles, débiles mentales, o qué? ¿Sabe usted que cuatro médicos y una comisión de peritos en balística comprobaron que el disparo que costó la vida a ese infortunado cadete salió de su propio fusil? ¿No se le ocurrió pensar que sus superiores, que tienen más experiencia y más responsabilidad que usted, habían hecho una minuciosa investigación sobre esa muerte? Alto, no diga nada, déjeme terminar. ¿Se le ocurre que íbamos a quedarnos muy tranquilos después de ese accidente, que no íbamos a indagar, a averiguar, a descubrir los errores, las faltas que lo originaron? ¿Usted cree que los galones le caen a uno del cielo? ¿Cree usted que los tenientes, los capitanes, el mayor, el comandante, yo mismo, somos una recua de idiotas, para cruzarnos de brazos cuando muere un cadete en esas circunstancias? Esto es verdaderamente bochornoso, cadete Fernández. Bochornoso por no decir otra cosa. Piense un instante y respóndame. ¿No es algo bochornoso?

—Sí, mi coronel —dijo Alberto y al instante se sintió aliviado.

—Lástima que no haya reflexionado antes —dijo el coronel—. Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante?

Alberto vio que el comandante Altuna se ponía de pie. Era un hombre alto y corpulento, muy distinto al coronel. Los cadetes les decían el gordo y el flaco. Altura era un personaje silencioso y huidizo, rara vez se lo veía por las cuadras o las aulas. Fue hasta el escritorio y volvió con un puñado de papeles en la mano. Sus zapatos crujían como los botines de los cadetes. El coronel recibió los papeles y los llevó a sus ojos.

—¿Sabe usted qué es esto, cadete?

—No, mi coronel.

—Claro que sabe, cadete. Mírelos.

Alberto los recibió y sólo cuando hubo leído varias líneas, comprendió.

—¿Reconoce esos papeles, ahora?

Alberto vio que la pierna se encogía. Junto al espaldar apareció una cabeza: el teniente Gamboa lo miraba. Enrojeció violentamente.

—Claro que los reconoce —añadió el coronel, con alegría—. Son documentos, pruebas fehacientes. Vamos a ver, léanos algo de lo que dice ahí.

Alberto pensó súbitamente, en el bautizo de los perros. Por primera vez, después de tres años, sentía esa sensación de impotencia y humillación radical que había descubierto al ingresar al colegio. Sin embargo, ahora era todavía peor: al menos, el bautizo se compartía.

—He dicho que lea —repitió el coronel.

Alberto leyó, haciendo un gran esfuerzo. Su voz era débil y se cortaba por momentos: «tenía unas piernas muy grandes y muy peludas y unas nalgas tan enormes que más parecía un animal que una mujer, pero era la puta más solicitada de la cuarta cuadra, porque todos los viciosos iban donde ella». Se calló. Tenso, esperaba que la voz del coronel le ordenara continuar. Pero el coronel permanecía callado. Alberto sentía una fatiga profunda. Como los concursos en la cueva de Paulino, la humillación lo agotaba físicamente, ablandaba sus músculos, oscurecía su cerebro.

—Devuélvame esos papeles —dijo el coronel. Alberto se los entregó. El coronel se puso a hojearlos, lentamente. A medida que pasaban frente a sus ojos, movía los labios y dejaba escapar un murmullo. Alberto oía fragmentos de títulos que apenas recordaba, algunos habían sido escritos un año atrás: «Lula, la chuchumeca incorregible», «La mujer loca y el burro», «La jijuna y el jijuno»

—¿Sabe usted lo que debo hacer con estos papeles? —dijo el coronel. Tenía los ojos entrecerrados, parecía abrumado por una obligación penosa e ineludible. Su voz revelaba fastidio y cierta amargura—: Ni siquiera reunir al Consejo de Oficiales, cadete. Echarlo a la calle de inmediato, por degenerado. Y llamar a su padre, para que lo lleve a una clínica; tal vez los psiquiatras —¿me entiende usted, los psiquiatras?— puedan curarlo. Esto sí que es un escándalo, cadete. Hay que tener un espíritu extraviado, pervertido, para dedicarse a escribir semejantes cosas. Hay que ser una escoria. Estos papeles deshonran al colegio, nos deshonran a todos. ¿Tiene algo que decir? Hable, hable.

—No, mi coronel.

—Naturalmente —dijo el coronel—. ¿Qué puede decir ante documentos flagrantes? Ni una palabra. Respóndame con franqueza, de hombre a hombre. ¿Merece usted que lo expulsen, que lo denunciemos a su familia como pervertido y corruptor? ¿Sí o no?

—Sí, mi coronel.

—Estos papeles son su ruina, cadete. ¿Cree usted que algún colegio lo recibiría después de ser expulsado por vicioso, por taras espirituales? Su ruina definitiva. ¿Sí o no?

—Sí, mi coronel.

—¿Qué haría usted en mi caso, cadete?

—No sé, mi coronel.

—Yo sí, cadete. Tengo un deber que cumplir—. Hizo una pausa. Su rostro dejó de ser beligerante, se suavizó. Todo su cuerpo se contrajo y, al retroceder en el asiento, el vientre disminuyó de volumen, se humanizó. El coronel se rascaba el mentón, su mirada erraba por la habitación, parecía sumido en ideas contradictorias. El comandante y el teniente no se movían. Mientras el coronel reflexionaba, Alberto concentraba su atención en el pie que apoyaba el tacón en el piso encerado y permanecía en ángulo: aguardaba con angustia que la puntera descendiera y comenzara a golpear acompasadamente el suelo.

—Cadete Fernández Temple —dijo el coronel con voz grave. Alberto levantó la cabeza—. ¿Está usted arrepentido?

—Sí, mi coronel —repuso Alberto, sin vacilar.

—Yo soy un hombre con sensibilidad —dijo el coronel—. Y estos papeles me avergüenzan. Son una afrenta sin nombre para el colegio. Míreme, cadete. Usted tiene una formación militar, no es un cualquiera. Pórtese como un hombre. ¿Comprende lo que le digo?

—Sí, mi coronel.

—¿Hará todo lo necesario para enmendarse? ¿Tratará de ser un cadete modelo?

—Sí, mi coronel.

—Ver para creer —dijo el coronel—. Estoy cometiendo una falta, mi deber me obliga a echarlo a la calle en el acto. Pero, no por usted, sino por la institución que es sagrada, por esta gran familia que formamos los leonciopradinos, voy a darle una última oportunidad. Guardaré estos papeles y lo tendré en observación. Si sus superiores me dicen, a fin de año, que usted ha respondido a mi confianza, si hasta entonces su foja está limpia, quemaré estos papeles y olvidaré esta escandalosa historia. En caso contrario, si comete una infracción —una sola bastaría, ¿me comprende?, le aplicaré el reglamento, sin piedad. ¿Entendido?

—Sí, mi coronel. —Alberto bajó los ojos y añadió—: Gracias, mi coronel.

—¿Se da usted cuenta de lo que hago por usted?

—Sí, mi coronel.

—Ni una palabra más. Regrese a su cuadra y pórtese como es debido. Sea un verdadero cadete leonciopradino, disciplinado y responsable. Puede retirarse.

Alberto se cuadró y dio media vuelta. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando lo detuvo la voz del coronel:

—Un momento, cadete. Por supuesto, usted guardará la más absoluta reserva sobre lo que se ha hablado aquí. La historia de los papeles, la ridícula invención del asesinato, todo. Y no vuelva a buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. La próxima vez, antes de jugar al detective, piense que está en el Ejército, una institución donde los superiores vigilan para que todo sea debidamente investigado y sancionado. Puede irse.

Alberto volvió a hacer sonar los tacones y salió. El civil ni siquiera lo miró. En vez de tomar el ascensor bajó por la escalera: como todo el edificio, las gradas parecían espejos.

Ya afuera, ante el monumento al héroe, recordó que en el calabozo había dejado su maletín y el uniforme de salida. Fue hacia la Prevención, a pasos lentos. El teniente de guardia le hizo una venia.

—Vengo a sacar mis prendas, mi teniente.

—¿Por qué? —repuso el oficial—. Usted está en el calabozo por orden de Gamboa.

—Me han ordenado que vuelva a la cuadra.

—Nones —dijo el teniente—. ¿No conoce el reglamento? Usted no sale de aquí hasta que el teniente Gamboa me lo indique por escrito. Vaya adentro.

—Sí, mi teniente.

—Sargento —dijo el oficial—. Póngalo con el cadete que trajeron del calabozo del estadio. Necesito espacio para los soldados castigados por el capitán Bezada. —Se rascó la cabeza—. Esto se está convirtiendo en una cárcel. Ni más ni menos.

El sargento, un hombre macizo y achinado, asintió. Abrió la puerta del calabozo y la empujó con el pie.

—Adentro, cadete —dijo. Y añadió, en voz baja—: Estése tranquilo. Cuando cambie la guardia, le pasaré un fumatélico.

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