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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (43 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—No me gusta que me hablen en ese tono —repuso el Jaguar con seguridad, pero a media voz; si los demás cadetes no hubieran permanecido en silencio, sus palabras apenas se hubiesen oído—. Si quieres hablar conmigo, mejor te bajas de ese ropero y vienes aquí. Como la gente educada.

No soy gente educada —chilló Arróspide.

«Está furioso, pensó Alberto. Está muerto de furia. No quiere pelear con el Jaguar, sino avergonzarlo delante de todos.»

—Sí eres educado —dijo el Jaguar—. Claro que sí. Todos los miraflorinos como tú son educados.

—Ahora estoy hablando como brigadier, Jaguar. No trates de provocar una pelea, no seas cobarde, Jaguar. Después, todo lo que quieras. Pero ahora vamos a hablar. Aquí han pasado cosas muy raras, ¿me oyes? Apenas te metieron al calabozo, ¿sabes lo que pasó? Cualquiera te lo puede decir. Los tenientes y los suboficiales se volvieron locos de repente. Vinieron a la cuadra, abrieron los roperos, sacaron los naipes, las botellas, las ganzúas. Nos han llovido papeletas y consignas. Casi toda la sección tiene que esperar un buen tiempo antes de salir a la calle, Jaguar.

—¿Y? —dijo el Jaguar—. ¿Qué tengo que ver yo con eso?

—¿Todavía preguntas?

—Sí —dijo el Jaguar, tranquilo—. Todavía pregunto.

—Tú les dijiste al Boa y al Rulos que si te fregaban, jodías a toda la sección. Y lo has hecho, Jaguar. ¿Sabes lo que eres? Un soplón. Has fregado a todo el inundo. Eres un traidor, un amarillo. En nombre de todos te digo que ni siquiera te mereces que te rompamos la cara. Eres un asco, Jaguar. Ya nadie te tiene miedo. ¿Me has oído?

Alberto se ladeó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás; de este modo pudo verlo: sobre el ropero, Arróspide parecía más alto; tenía el cabello alborotado; los brazos y las piernas, muy largos, acentuaban su flacura. Estaba con los pies separados, los ojos muy abiertos e histéricos y los puños cerrados. ¿Qué esperaba el Jaguar? De nuevo, Alberto percibía a través de una bruma intermitente: el ojo parpadeaba sin tregua.

—Quieres decir que soy un soplón —dijo el Jaguar—. ¿No es eso? Di, Arróspide. ¿Eso es lo que quieres decir, que soy un soplón?

—Ya lo he dicho —gritó Arróspide—. Y no sólo yo. Todos, toda la cuadra, Jaguar. Eres un soplón.

De inmediato se oyeron pasos atolondrados, alguien corría por el centro de la cuadra, entre los roperos y los cadetes inmóviles y se detenía precisamente en el ángulo que su ojo dominaba. Era el Boa.

—Baja, baja maricón —gritó el Boa—. Baja.

Estaba junto al ropero, su cabeza enmarañada vacilaba como un penacho a pocos centímetros de los botines semiocultos por las medias azules. «Ya sé, pensó Alberto. Lo va a coger de los pies y lo va a tirar al suelo.» Pero el Boa no levantaba las manos, se limitaba a desafiarlo:

—Baja, baja.

—Fuera de aquí, Boa —dijo Arróspide, sin mirarlo—. No estoy hablando contigo. Lárgate. No te olvides que tú también dudaste del Jaguar.

—Jaguar —dijo el Boa, mirando a Arróspide con sus ojillos inflamados—. No le creas. Yo dudé un momento pero ya no. Dile que todo eso es mentira y que lo vas a matar. Baja de ahí si eres hombre, Arróspide.

«Es su amigo, pensó Alberto. Yo nunca me atreví a defender así al Esclavo.»

—Eres un soplón, Jaguar —afirmó Arróspide—. Te lo vuelvo a decir. Un soplón de porquería.

—Son cosas de él, Jaguar —clamó el Boa—. No le creas, Jaguar. Nadie piensa que tú eres un soplón, ni uno solo se atrevería. Dile que es mentira y rómpele la cara.

Alberto se había sentado en la cama, su cabeza tocaba la varilla. El ojo era un ascua, debía tenerlo cerrado casi todo el tiempo; cuando lo abría, los pies de Arróspide y la erizada cabeza del Boa aparecían muy próximos.

—Déjalo, Boa —dijo el Jaguar; su voz era siempre tranquila, lenta—. No necesito que nadie me defienda.

—Muchachos —gritó Arróspide—. Ustedes lo están viendo. Ha sido él. Ni se atreve a negarlo. Es un soplón y un cobarde. ¿Me oyes, no, Jaguar? He dicho un soplón y un cobarde.

«¿Qué espera?», pensaba Alberto. Hacía unos momentos, bajo la venda, había brotado un dolor que abarcaba ahora todo su rostro. Pero él lo sentía apenas; estaba subyugado y aguardaba, impaciente, que la boca del Jaguar se abriera y lanzara su nombre a la cuadra, como un desperdicio que se echa a los perros, y que todos se volvieran hacia él, asombrados y coléricos. Pero el Jaguar decía ahora, irónico:

—¿Quién más está con ese miraflorino? No sean cobardes, maldita sea, quiero saber quién más está contra mí.

—Nadie, Jaguar —grito el Boa—. No le hagas caso. ¿No ves que es un maldito rosquete?

—Todos —dijo Arróspide—. Mírales las caras y te darás cuenta, Jaguar. Todos te desprecian.

—Sólo veo caras de cobardes —dijo el Jaguar—. Nada más que eso. Caras de maricones, de miedosos.

«No se atreve, pensó Alberto. Tiene miedo de acusarme.»

—¡Soplón! —gritó Arróspide—. ¡Soplón! ¡Soplón!

—A ver —dijo el Jaguar—. Me enferma lo cobardes que son. ¿Por qué no grita nadie más? No tengan tanto miedo.

—Griten, muchachos —dijo Arróspide—. Díganle en su cara lo que es. Díganselo.

«No gritarán, pensó Alberto. Nadie se atreverá.» Arróspide coreaba «soplón, soplón», frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chichayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y súbitamente desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito, «soplón, soplón». Después cerró el ojo, convertido en un absceso ígneo, y ya no vio lo que ocurrió, hasta que el tumulto fue muy grande: los choques, los empujones, estremecían los roperos, las camas rechinaban, las palabrotas alteraban el ritmo y la uniformidad del coro. Y, sin embargo, no había sido el Jaguar quien comenzó. Más tarde supo que fue el Boa: cogió a Arróspide de los pies y lo echó al suelo. Sólo entonces había intervenido el Jaguar, echando a correr de improviso desde el otro extremo de la cuadra y nadie lo contuvo, pero todos repetían el estribillo y lo hacían con más fuerza cuando él los miraba a los ojos. Lo dejaron llegar hasta donde estaban Arróspide y el Boa, revolcándose en el suelo, medio cuerpo sumergido bajo la litera de Montes e, incluso, permanecieron inmóviles cuando el Jaguar, sin inclinarse, comenzó a patear al brigadier, salvajemente, como a un costal de arena. Luego, Alberto recordaba muchas voces, una súbita carrera: los cadetes acudían de todos los rincones hacia el centro de la cuadra. Él se había dejado caer en el lecho, para evitar los golpes, los brazos levantados como un escudo. Desde allí, emboscado en su litera, vio por ráfagas que uno tras otro los cadetes de la sección arremetían contra el Jaguar, un racimo de manos lo arrancaba del sitio, lo separaba de Arróspide y del Boa, lo arrojaba al suelo en el pasadizo y a la vez que el vocerío crecía verticalmente, Alberto distinguía en el amontonamiento de cuerpos, los rostros de Vallano y de Mesa, de Valdivia y Romero y los oía alentarse mutuamente —«¡Denle duro!», «¡Soplón de porquería!», «¡Hay que sacarle la mugre!», «Se creía muy valiente, el gran rosquete»— y él pensaba: «lo van a matar. Y lo mismo al Boa». Pero no duró mucho rato. Poco después, el silbato resonaba en la cuadra, se oía al suboficial pedir tres últimos por sección y el bullicio y la batalla cesaban como por encanto. Alberto salió corriendo y llegó entre los primeros a la formación. Luego se dio vuelta y trató de localizar a Arróspide, al Jaguar y al Boa, pero no estaban. Alguien dijo: «se han ido al baño. Mejor que no les vean las caras hasta que se laven. Y basta de líos».

E
L TENIENTE
Gamboa salió de su cuarto y se detuvo un instante en el pasillo para limpiarse la frente con el pañuelo. Estaba transpirando. Acababa de terminar una carta a su mujer y ahora iba a la Prevención a entregársela al teniente de servicio para que la despachara con el correo del día. Llegó a la pista de desfile. Casi sin proponérselo, avanzó hacia «La Perlita». Desde el descampado, vio a Paulino abriendo con sus dedos sucios los panes que vendería rellenos de salchicha, en el recreo. ¿Por qué no se había tomado medida alguna contra Paulino, a pesar de haber indicado él en el parte el contrabando de cigarrillos y de licor a que el injerto se dedicaba? ¿Era Paulino el verdadero concesionario de «La Perlita» o un simple biombo? Fastidiado, desechó esos pensamientos. Miró su reloj: dentro de dos horas habría terminado su servicio y quedaría libre por veinticuatro horas. ¿A dónde ir? No le entusiasmaba la idea de encerrarse en la solitaria casa del Barranco; estaría preocupado, aburrido. Podía visitar a alguno de sus parientes, siempre lo recibían con alegría y le reprochaban que no los buscara con frecuencia. En la noche, tal vez fuera a un cine, siempre había films de guerra o de gángsteres en los cinemas de Barranco. Cuando era cadete, todos los domingos él y Rosa iban al cine en matinée y en vermouth y a veces repetían la película. Él se burlaba de la muchacha, que sufría en los melodramas mexicanos y buscaba su mano en la oscuridad, como pidiéndole protección, pero ese contacto súbito lo conmovía y lo exaltaba secretamente. Habían pasado cerca de ocho años. Hasta algunas semanas atrás, nunca había recordado el pasado, ocupaba su tiempo libre en hacer planes para el futuro. Sus objetivos se habían realizado hasta ahora, nadie le había arrebatado el puesto que obtuvo al salir de la Escuela Militar. ¿Por qué, desde que surgieron estos problemas recientes, pensaba, constantemente en su juventud, con cierta amargura?

—¿Qué le sirvo, mi teniente? —dijo Paulino, haciéndole una reverencia.

—Una Cola.

El sudor dulce y gaseoso de la bebida le dio náuseas. ¿Valía la pena haber dedicado tantas horas a aprender de memoria esas páginas áridas, haber puesto el mismo empeño en el estudio de los códigos y reglamentos que en los cursos de estrategia, logística y geografía militar? «El orden y la disciplina constituyen la justicia —recitó Gamboa, con una sonrisa ácida en los labios—, y son los instrumentos indispensables de una vida colectiva racional. El orden y la disciplina se obtienen adecuando la realidad a las leyes.» El capitán Montero les obligó a meterse en la cabeza hasta los prólogos del reglamento. Le decían «el leguleyo». Porque era un fanático de las citas jurídicas. «Un excelente profesor, pensó Gamboa. Y un gran oficial. ¿Seguirá pudriéndose en la guarnición de Borja?» Al regresar de Chorrillos, Gamboa imitaba los ademanes del capitán Montero. Había sido destacado a Ayacucho y pronto ganó fama de severo. Los oficiales le decían «el Fiscal» y la tropa «el Malote». Se burlaban de su estrictez, pero él sabía que en el fondo lo respetaban con cierta admiración. Su compañía era la más entrenada, la de mejor disciplina. Ni siquiera necesitaba castigar a los soldados; después de un adiestramiento rígido y de unas cuantas advertencias, todo comenzaba a andar sobre ruedas. Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa, tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir. Recordó que al poco tiempo de ser destinado al Leoncio Prado, tuvo un incidente con un cabo. Era un serrano insolente, que se reía en su cara mientras él lo reprendía. Gamboa le dio una bofetada y el cabo le dijo entre dientes: «si fuera cadete no me hubiera pegado, mi teniente». No era tan torpe ese cabo, después de todo.

Pagó la Cola y regresó a la pista de desfile. Esa mañana había elevado cuatro nuevos partes sobre los robos de exámenes, el hallazgo de las botellas de licor, las timbas en las cuadras y las
contras
. Teóricamente, más de la mitad de los cadetes de la primera deberían ser llevados ante el Consejo de Oficiales. Todos podían ser severamente sancionados, algunos con la expulsión. Sus partes se referían sólo a la primera sección. Una revista en las otras cuadras sería inútil: los cadetes habían tenido tiempo de sobra para destruir o esconder los naipes y las botellas. En los partes, Gamboa no aludía siquiera a las otras compañías; que se ocuparan de ellas sus oficiales. El capitán Garrido leyó los partes en su delante, con aire distraído. Luego le preguntó:

—¿Para qué estos partes, Gamboa?

—¿Para qué, mi capitán? No entiendo.

—El asunto está liquidado. Ya se han tomado todas las disposiciones del caso.

—Está liquidado lo del cadete Fernández, mi capitán. Pero no lo demás.

El capitán hizo un gesto de hastío. Volvió a tomar los partes y los revisó; sus mandíbulas proseguían, incansables, su masticación gratuita y espectacular.

—Lo que digo, Gamboa, es para qué los papeles. Ya me ha presentado un parte oral. ¿Para qué escribir todo esto? Ya está consignada casi toda la primera sección. ¿A dónde quiere usted llegar?

—Si se reúne el Consejo de Oficiales, se exigirán partes escritos, mi capitán.

—Ah —dijo el capitán—. No se le quita de la cabeza la idea del Consejo, ya veo. ¿Quiere que sometamos a disciplina a todo el año?

—Yo sólo doy parte de mi compañía, mi capitán. Las otras no me incumben.

—Bueno —dijo el capitán—. Ya me dio los partes. Ahora, olvídese del asunto y déjelo a mi cargo. Yo me ocupo de todo.

Gamboa se retiró. Desde ese momento, el abatimiento que lo perseguía, se agravó. Esta vez, estaba resuelto a no ocuparse más de esa historia, a no tomar iniciativa alguna. «Lo que me haría bien esta noche, pensó, es una buena borrachera.» Fue hasta la Prevención y entregó la carta al oficial de guardia. Le pidió que la despachara certificada. Salió de la Prevención y vio, en la puerta del edificio de la administración, al comandante Altuna. Éste le hizo una seña para que se acercara.

—Hola, Gamboa —le dijo—. Venga, lo acompaño.

El comandante había sido siempre muy cordial con Gamboa, aunque sus relaciones eran estrictamente las del servicio. Avanzaron hacia el comedor de oficiales.

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