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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (45 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—No es verdad —dijo Gamboa—; está mintiendo. Si la opinión de sus compañeros le importa tanto, ¿prefiere que sepan que es un asesino?

—No es que me importe su opinión —dijo el Jaguar sordamente—. Es la ingratitud lo que me enferma, nada más.

—¿Nada más? —dijo Gamboa, con una sonrisa burlona Por última vez, le pido que sea franco. ¿Por qué no les dijo que fue el cadete Fernández el que los denunció?

Todo el cuerpo del Jaguar pareció replegarse, como sorprendido por una instantánea punzada en las entrañas.

—Pero el caso de él es distinto —dijo, ronco, articulando con esfuerzo—. No es lo mismo, mi teniente. Los otros me traicionaron de pura cobardía. Él quería vengar al Esclavo. Es un soplón y eso siempre da pena en un hombre, pero era por vengar a un amigo, ¿no ve la diferencia, mi teniente?

—Lárguese —dijo Gamboa—. No estoy dispuesto a perder más tiempo con usted. No me interesan sus ideas sobre la lealtad y la venganza.

—No puedo dormir —balbuceó el Jaguar—. Ésa es la verdad, mi teniente, le juro por lo más santo. Yo no sabía lo que era vivir aplastado. No se enfurezca y trate de comprenderme, no le estoy pidiendo gran cosa. Todos dicen «Gamboa es el más fregado de los oficiales, pero el único que es justo». ¿Por qué no me escucha lo que le estoy diciendo?

—Sí —dijo Gamboa—. Ahora sí lo escucho. ¿Por qué mató a ese muchacho? ¿Por qué me ha escrito ese papel?

—Porque estaba equivocado sobre los otros, mi teniente; yo quería librarlos de un tipo así. Piense en lo que pasó y verá que cualquiera se engaña. Hizo expulsar a Cava sólo para poder salir a la calle unas horas, no le importó arruinar a un compañero por conseguir un permiso. Eso lo enfermaría a cualquiera.

—¿Por qué ha cambiado de opinión ahora? —dijo el teniente—. ¿Por qué no me contó la verdad cuando lo interrogué?

—No he cambiado de opinión —dijo el Jaguar—. Sólo que —vaciló un momento e hizo, como para sí, un signo de asentimiento—, ahora comprendo mejor al Esclavo. Para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos. ¿No le digo que no sabía lo que era vivir aplastado? Todos lo batíamos, es la pura verdad, hasta cansarnos, yo más que otros. No puedo olvidarme de su cara, mi teniente. Le juro que en el fondo no sé cómo lo hice. Yo había pensado pegarle, darle un susto. Pero esa mañana lo vi, ahí al frente, con la cabeza levantada y le apunté. Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peor que él, mi teniente? Creo que lo mejor es que me metan a la cárcel. Todos decían que iba a terminar así, mi madre, usted también. Ya puede darse gusto, mi teniente.

—No puedo acordarme de él —dijo Gamboa y el Jaguar lo miró desconcertado—. Quiero decir, de su vida de cadete. A otros los tengo bien presentes, recuerdo su comportamiento en campaña, su manera de llevar el uniforme. Pero a Arana no. Y ha estado tres años en mi compañía.

—No me dé consejos —dijo el Jaguar, confuso—. No me diga nada, le suplico. No me gusta que…

—No estaba hablando con usted —dijo Gamboa. No se preocupe, no pienso darle ningún consejo. Váyase. Vuelva al Colegio. Sólo tiene permiso por media hora.

—Mi teniente —dijo el Jaguar; quedó un segundo con la boca abierta y repitió—: Mi teniente.

—El caso Arana está liquidado —dijo Gamboa—. El Ejército no quiere saber una palabra más del asunto. Nada puede hacerlo cambiar de opinión. Más fácil sería resucitar al cadete Arana que convencer al Ejército de que ha cometido un error.

—¿No me va a llevar donde el coronel? —preguntó el Jaguar—. Ya no lo mandarán a Juliaca, mi teniente. No ponga esa cara, ¿cree que no me doy cuenta que usted se ha fregado por este asunto? Lléveme donde el coronel.

—¿Sabe usted lo que son los objetivos inútiles? —dijo Gamboa y el Jaguar murmuró: «¿cómo dice?»—. Fíjese, cuando un enemigo está sin armas y se ha rendido, un combatiente responsable no puede disparar sobre él. No sólo por razones morales, sino también militares; por economía. Ni en la guerra debe haber muertos inútiles. Usted me entiende, vaya al Colegio y trate en el futuro de que la muerte del cadete Arana sirva para algo.

Rasgó el papel que tenía en la mano y lo arrojó al suelo.

—Váyase —añadió—. Ya va a ser la hora de almuerzo.

—¿Usted no vuelve, mi teniente?

—No —dijo Gamboa—. Quizá nos veamos algún día. Adiós.

Cogió su maleta y se alejó por la avenida de las Palmeras, en dirección a Bellavista. El Jaguar se quedó mirándolo un momento. Luego recogió los papeles que estaban a sus pies. Gamboa los había rasgado por la mitad. Uniéndolos, se podían leer fácilmente. Se sorprendió al ver que había dos pedazos, además de la hoja de cuaderno en la que había escrito: «Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel». Las otras dos mitades eran un telegrama: «Hace dos horas nació niña. Rosa está muy bien. Felicidades. Va carta. Andrés». Rompió los papeles en pedazos minúsculos y los fue dispersando a medida que avanzaba hacia el acantilado. Al pasar por una casa, se detuvo: era una gran mansión, con un vasto jardín exterior. Allí había robado la primera vez. Continuó andando hasta llegar a la Costanera. Miró al mar, a sus pies: estaba menos gris que de costumbre; las olas reventaban en la orilla y morían casi instantáneamente.

H
ABÍA UNA
luz blanca y penetrante que parecía brotar de los techos de las casas y elevarse verticalmente hacia el cielo sin nubes. Alberto tenía la sensación de que sus ojos estallarían al encontrar los reflejos, si miraba fijamente una de esas fachadas de ventanales amplios, que absorbían y despedían el sol como esponjas multicolores. Bajo la ligera camisa de seda su cuerpo transpiraba. A cada momento, tenía que limpiarse el rostro con la toalla. La avenida estaba desierta y era extraño: por lo general, a esa hora comenzaba el desfile de automóviles hacia las playas. Miró su reloj: no vio la hora, sus ojos quedaron embelesados por el brillo fascinante de las agujas, la esfera, la corona, la cadena dorada. Era un reloj muy hermoso, de oro puro. La noche anterior, Pluto le había dicho en el Parque Salazar: «parece un reloj cronómetro». Él repuso: «¡Es un reloj cronómetro! ¿Para qué crees que tiene cuatro agujas y dos coronas? Y además es sumergible y a prueba de golpes». No querían creerle y él se sacó el reloj y le dijo a Marcela: «tíralo al suelo para que vean». Ella no se animaba, emitía unos chillidos breves y destemplados. Pluto, Helena, Emilio, el Bebe, Paco, la urgían. «¿De veras, de veras lo tiro?» «Sí, le decía Alberto; anda, tíralo de una vez.» Cuando lo soltó, todos callaron, siete pares de ojos ávidos anhelaban que el reloj se quebrara en mil pedazos. Pero sólo dio un pequeño rebote y luego Alberto se lo alcanzó: estaba intacto, sin una sola raspadura y andando. Después, él mismo lo sumergió en la fuente enana del Parque para demostrarles que era impermeable. Alberto sonrió. Pensó: «hoy me bañaré con él en la Herradura». Su padre, al regalárselo la noche de Navidad, le había dicho: «por las buenas notas del examen. Al fin comienzas a estar a la altura de tu apellido. Dudo que alguno de tus amigos tenga un reloj así. Podrás darte ínfulas». En efecto, la noche anterior el reloj había sido el tema principal de conversación en el Parque. «Mi padre conoce la vida», pensó Alberto.

Dobló por la avenida Primavera. Se sentía contento, animoso, caminando entre esas mansiones de frondosos jardines, bañado por el resplandor de las aceras; el espectáculo de las enredaderas de sombras y de luces que escalaban los troncos de los árboles o se cimbreaban en las ramas, lo divertía. «El verano es formidable, pensó. Mañana es lunes y para mí será como hoy. Me levantaré a las nueve, vendré a buscar a Marcela e iremos a la playa. En la tarde al cine y en la noche al Parque. Lo mismo el martes, el miércoles, el jueves, todos los días hasta que se termine el verano. Y después ya no tendré que volver al colegio, sino hacer mis maletas. Estoy seguro que Estados Unidos me encantará.» Una vez más, miró el reloj: las nueve y media. Si a esa hora el sol brillaba así, ¿cómo sería a las doce? «Un gran día para la playa», pensó. En la mano derecha, llevaba el traje de baño, enrollado en una toalla verde, de filetes blancos. Pluto había quedado en recogerlo a las diez; estaba adelantado. Antes de entrar al Colegio Militar, siempre llegaba tarde a las reuniones del barrio. Ahora era al contrario, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. ¡Y pensar que había pasado dos veranos encerrado en su casa, sin ver a nadie! Sin embargo, el barrio estaba tan cerca, hubiera podido salir cualquier mañana, llegar a la esquina de Colón y Diego Ferré, recobrar a sus amigos con unas cuantas palabras. «Hola. Este año no pude verlos por el internado. Tengo tres meses de vacaciones que quiero pasar con ustedes, sin pensar en las consignas, en los militares, en las cuadras.» Pero qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía.

Mentira, el recuerdo del colegio despertaba aún esa inevitable sensación sombría y huraña bajo la cual su espíritu se contraía como una mimosa al contacto de la piel humana. Sólo que el malestar era cada vez más efímero, un pasajero granito de arena en el ojo, ya estaba bien de nuevo. Dos meses atrás, si el Leoncio Prado surgía en su memoria el mal humor duraba, la confusión y el disgusto lo asediaban todo el día. Ahora podía recordar muchas cosas como si se tratara de episodios de película. Pasaba días enteros sin evocar el rostro del Esclavo.

Después de cruzar la avenida Petit Thouars se detuvo en la segunda casa y silbó. El jardín de la entrada desbordaba de flores, el pasto húmedo relucía. «¡Ya bajo!», gritó una voz de muchacha. Miró a todos lados: no había nadie, Marcela debía estar en la escalera. ¿Lo haría pasar? Alberto tenía la intención de proponerle un paseo hasta las diez. Irían hacia la línea del tranvía, bajo los árboles de la avenida. Podría besarla. Marcela apareció al fondo del jardín: llevaba pantalones y una blusa suelta a rayas negras y granates. Venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: «qué bonita es». Sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca.

—Hola —dijo Marcela—. Has venido más temprano.

—Si quieres me voy —dijo él. Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas. Ahora estaba siempre seguro y podía bromear sin descanso, mirar a los otros de igual a igual y, a veces, con cierta superioridad.

—Tonto —dijo ella.

—¿Vamos a dar una vuelta? Pluto no vendrá antes de media hora.

—Sí —dijo Marcela—. Vamos —se llevó un dedo a la sien. ¿Qué sugería?—. Mis papás están durmiendo. Anoche fueron a una fiesta, en Ancón. Llegaron tardísimo. Y yo que regresé del Parque antes de las nueve.

Cuando se hubieron alejado unos metros de la casa, Alberto le cogió la mano.

—¿Has visto qué sol? —dijo—. Está formidable para la playa.

—Tengo que decirte una cosa —dijo Marcela. Alberto la miró: tenía una sonrisa encantadoramente maliciosa y una nariz pequeñita e impertinente. Pensó: «es lindísima»

—¿Qué cosa?

—Anoche conocí a tu enamorada.

¿Se trataba de una broma? Todavía no estaba plenamente adaptado, a veces alguien hacía una alusión que todos los del barrio comprendían y él se sentía perdido, a ciegas. No podía desquitarse: ¿cómo hacerles a ellos las bromas de las cuadras? Una imagen bochornosa lo asaltó: el Jaguar y Boa escupían sobre el Esclavo, atado a un catre.

—¿A quién? —dijo, cautelosamente.

—A Teresa —dijo Marcela—. Esa que vive en Lince.

El calor, que había olvidado, se hizo presente de improviso, como algo ofensivo y poderosísimo, aplastante. Se sintió sofocado.

—¿A Teresa dices?

Marcela se rió:

—¿Para qué crees que te pregunté dónde vivía? —Hablaba con un dejo triunfal, estaba orgullosa de su hazaña—. Pluto me llevó en su auto, después del Parque.

—¿A su casa? —tartamudeó Alberto.

—Sí —dijo Marcela; sus ojos negros ardían—. ¿Sabes lo que hice? Toqué la puerta y salió ella misma. Le pregunté si vivía ahí la señora Grellot, ¿sabes quién es, no?, mi vecina. —Calló un instante—. Tuve tiempo de mirarla.

Él ensayó una sonrisa. Dijo, a media voz, «eres una loca», pero el malestar lo había invadido de nuevo. Se sentía humillado.

—Dime —dijo Marcela, con una voz muy dulce y perversa—. ¿Estabas muy enamorado de esa chica?

—No —dijo Alberto—. Claro que no. Era una cosa de colegiales.

—Es una fea —exclamó Marcela, bruscamente irritada—. Una huachafa fea.

A pesar de su confesión, Alberto se sintió complacido. «Está loca por mí, pensó. Se muere de celos.» Dijo:

—Tú sabes que sólo estoy enamorado de ti. No he estado enamorado de nadie como de ti.

Marcela le apretó la mano y él se detuvo. Estiró un brazo para tomarla del hombro y atraerla pero ella resistía: su rostro giraba, los ojos recelosos espiaban el contorno. No había nadie. Alberto sólo rozó sus labios. Siguieron caminando.

—¿Qué te dijo? —preguntó Alberto.

—¿Ella? —Marcela se rió con una risa aseada, líquida. Nada. Me dijo que ahí vivía la señora no sé qué. Un nombre rarísimo, ni me acuerdo. Pluto se divertía a morir. Comenzó a decir cosas desde el auto y ella cerró la puerta. Nada más. ¿No la has vuelto a ver, no?

—No —dijo Alberto—. Claro que no.

—Dime. ¿Te paseabas con ella por el Parque Salazar?

—Ni siquiera tuve tiempo. Sólo la vi unas cuantas veces, en su casa o en Lima. Nunca en Miraflores.

—¿Y por qué peleaste con ella? —preguntó Marcela.

Era inesperado: Alberto abrió la boca pero no dijo nada. ¿Cómo explicar a Marcela algo que él mismo no comprendía del todo? Teresa formaba parte de esos tres años de Colegio Militar, era uno de esos cadáveres que no convenía resucitar.

—Bah —dijo—. Cuando salí del Colegio me di cuenta que no me gustaba. No volví a verla.

Habían llegado a la línea del tranvía. Bajaron por la avenida Reducto. Él le pasó el brazo por el hombro: bajo su mano, latía una piel suave, tibia, que debía ser tocada con prudencia, como si fuera a deshacerse. ¿Por qué había contado a Marcela la historia de Teresa? Todos los del barrio hablaban de sus enamoradas, la misma Marcela había estado con un muchacho de San Isidro; no quería pasar por un principiante. El hecho de regresar del Colegio Leoncio Prado le daba cierto prestigio en el barrio, lo miraban como al hijo pródigo, alguien que retorna al hogar después de vivir una gran aventura. ¿Qué hubiera ocurrido si esa noche no encuentra allí, en la esquina de Diego Ferré, a los muchachos del barrio?

BOOK: La ciudad y los perros
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