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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (42 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—Ya está —dijo el enfermero—. Ahora hay que esperar que seque. Después lo vendo. Estése quieto, no se toque con sus manos inmundas.

Siempre silbando entre dientes, el enfermero salió del cuarto. El Jaguar y Alberto se miraron. Se sentía curiosamente sosegado; el ardor había desaparecido y también la cólera. Sin embargo, trató de hablar con tono injurioso:

—¿Qué me miras?

—Eres un soplón —dijo el Jaguar. Sus ojos claros observaban a Alberto sin ningún sentimiento—. Lo más asqueroso que puede ser un hombre. No hay nada más bajo y repugnante. ¡Un soplón! Me das vómitos.

—Algún día me vengaré —dijo Alberto—. ¿Te sientes muy fuerte, no? Te juró que vendrás a arrastrarte a mis pies. ¿Sabes qué cosa eres tú? Un maleante. Tu lugar es la cárcel.

—Los soplones como tú —prosiguió el Jaguar, sin prestar atención a lo que decía Alberto—, deberían no haber nacido. Puede ser que me frieguen por tu culpa. Pero yo diré quién eres a toda la sección, a todo el colegio. Deberías estar muerto de vergüenza después de lo que has hecho.

—No tengo vergüenza —dijo Alberto—. Y cuando salga del colegio, iré a decirle a la Policía que eres un asesino.

—Estás loco —dijo el Jaguar, sin exaltarse—. Sabes muy bien que no he matado a nadie. Todos saben que el Esclavo se mató por accidente. Sabes muy bien todo eso, soplón.

—Estás muy tranquilo, ¿no? Porque el coronel, y el capitán y todos aquí son tus iguales, tus cómplices, una banda de desgraciados. No quieren que se hable del asunto. Pero yo diré a todo el mundo que tú mataste al Esclavo.

La puerta del cuarto se abrió. El enfermero traía en las manos una venda nueva y un rollo de esparadrapo. Vendó a Alberto todo el rostro; sólo quedó al descubierto un ojo y la boca. El Jaguar se rió.

—¿Qué le pasa? —dijo el enfermero—. ¿De qué se ríe?

—De nada —dijo el Jaguar.

—¿De nada? Sólo los enfermos mentales se ríen solos, ¿sabes?

—¿De veras? —dijo el Jaguar—. No sabía.

—Ya está —dijo el enfermero a Alberto—. Ahora venga usted.

El Jaguar se instaló en la silla que había ocupado Alberto. El enfermero, silbando con más entusiasmo, empapó un algodón con yodo. El Jaguar tenía apenas unos rasguños en la frente y una ligera hinchazón en el cuello. El enfermero comenzó a limpiarle el rostro con sumo cuidado. Silbaba ahora furiosamente.

—¡Mierda! —gritó el Jaguar, empujando al enfermero con las dos manos. ¡Indio bruto! ¡Animal!

Alberto y el enfermero se rieron.

—Lo has hecho a propósito —dijo el Jaguar, tapándose un ojo—. Maricón.

—Para qué se mueve —dijo el enfermero, aproximándose—. Ya le dije que si entra al ojo, arde horrores. —Lo obligó a alzar el rostro—. Saque su mano. Para que entre el aire; así ya no arde.

El Jaguar retiró la mano. Tenía el ojo enrojecido y lleno de lágrimas. El enfermero lo curó suavemente. Había dejado de silbar pero la punta de su lengua asomaba entre los labios, como una culebrita rosada. Después de echarle mercurio cromo, le puso unas tiras de venda. Se limpió las manos y dijo:

—Ya está. Ahora firmen ese papel.

Alberto y el Jaguar firmaron el libro de partes y salieron. La mañana estaba aún más clara y, a no ser por la brisa que corría sobre el descampado, se hubiera dicho que el verano había llegado definitivamente. El cielo, despejado, parecía muy hondo. Caminaban por la pista de desfile. Todo estaba desierto, pero al pasar frente al comedor, sintieron las voces de los cadetes y música de vals criollo. En el edificio de los oficiales encontraron al teniente Huarina.

—Alto —dijo el oficial—. ¿Qué es esto?

—Nos caímos, mi teniente —dijo Alberto.

—Con esas caras tienen un mes adentro, cuando menos.

Continuaron avanzando hacia las cuadras, sin hablar. La puerta del cuarto de Gamboa estaba abierta, pero no entraron. Permanecieron ante el umbral, mirándose.

—¿Qué esperas para tocar? —dijo el Jaguar, finalmente Gamboa es tu compinche.

Alberto tocó, una vez.

—Pasen —dijo Gamboa.

El teniente estaba sentado y tenía en sus manos una carta que guardó con precipitación al verlos. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró. Con un ademán brusco, les señaló la cama:

—Siéntense.

Alberto y el Jaguar se sentaron al borde. Gamboa arrastró su silla y la colocó frente a ellos; estaba sentado a la inversa, apoyaba los brazos en el espaldar. Tenía el rostro húmedo, como si acabara de lavarse; sus ojos parecían fatigados, sus zapatos estaban sucios y tenía la camisa desabotonada. Con una de sus manos apoyada en la mejilla y la otra tamborileando en su rodilla, los miró detenidamente.

—Bueno —dijo, después de un momento, con un gesto de impaciencia—. Ya saben de qué se trata. Supongo que no necesito decirles lo que tienen que hacer.

Parecía cansado y harto: su mirada era opaca y su voz resignada.

—No sé nada, mi teniente —dijo el Jaguar—. No sé nada más que lo que usted me dijo ayer.

El teniente interrogó con los ojos a Alberto.

—No le he dicho nada, mi teniente.

Gamboa se puso de pie. Era evidente que se sentía incómodo, que la entrevista lo disgustaba.

—El cadete Fernández presentó una denuncia contra usted, ya sabe sobre qué. Las autoridades estiman que la acusación carece de fundamento. —Hablaba con lentitud, buscando fórmulas impersonales y economizando palabras; por momentos su boca se contraía en un rictus que prolongaba sus labios en dos pequeños surcos—. No debe hablarse más de este asunto, ni aquí ni, por supuesto, afuera. Se trata de algo perjudicial y enojoso para el colegio. Puesto que el asunto ha terminado, ustedes se incorporan desde ahora a su sección y guardarán la discreción más absoluta. La menor imprudencia será castigada severamente. El coronel en persona me encarga advertirles que las consecuencias de cualquier indiscreción caerán sobre ustedes.

El Jaguar había escuchado a Gamboa con la cabeza baja. Pero cuando el oficial se calló, levantó los ojos hacia él.

—¿Ve usted, mi teniente? Yo se lo dije. Era una calumnia de este soplón. —Y señaló a Alberto con desprecio.

—No era una calumnia —dijo Alberto—. Eres un asesino.

—Silencio —dijo Gamboa—. ¡Silencio, mierdas!

Automáticamente, Alberto y el Jaguar se incorporaron.

—Cadete Fernández —dijo Gamboa—. Hace dos horas, delante de mí, retiró usted todas las acusaciones contra su compañero. No puede volver a hablar de ese asunto, bajo pena de un gravísimo castigo. Que yo mismo me encargaré de aplicar. Me parece que le he hablado claro.

—Mi teniente —balbuceó Alberto—. Delante del coronel, yo no sabía, mejor dicho no podía hacer otra cosa. No me daba chance para nada. Además…

—Además —lo interrumpió Gamboa—, usted no puede acusar a nadie, no puede ser juez de nadie. Si yo fuera director del colegio, ya estaría en la calle. Y espero que en el futuro suprima ese negocio de los papeluchos pornográficos si quiere terminar el año en paz.

—Sí, mi teniente. Pero eso no tiene nada que ver. Yo…

—Usted se ha retractado ante el coronel. No vuelva a abrir la boca. —Gamboa se volvió hacia el Jaguar—. En cuanto a usted, es posible que no tenga nada que ver con la muerte del cadete Arana, Pero sus faltas son muy graves. Le aseguro que no volverá a reírse de los oficiales. Yo lo tomaré a mi cargo. Ahora retírense y no olviden lo que les he dicho.

Alberto y el Jaguar salieron. Gamboa cerró la puerta, tras ellos. Desde el pasillo, escuchaban a lo lejos las voces y la música del comedor; una marinera había sucedido al vals. Bajaron hasta la pista de desfile. Ya no había viento; la hierba del descampado estaba inmóvil y erecta. Avanzaron hacia la cuadra, despacio.

—Los oficiales son unas mierdas —dijo Alberto, sin mirar al Jaguar—. Todos, hasta Gamboa. Yo creí que él era distinto.

—¿Descubrieron lo de las novelitas? —dijo el Jaguar.

—Sí.

—Te has fregado.

—No —dijo Alberto—. Me hicieron un chantaje. Yo retiro la acusación contra ti y se olvidan de las novelitas. Eso es lo que me dio a entender el coronel. Parece mentira que sean tan bajos.

El Jaguar se rió.

—¿Estás loco? —dijo—. ¿Desde cuándo me defienden los oficiales?

—A ti no. Se defienden ellos. No quieren tener problemas.

Son unos rosquetes. Les importa un comino que se muriera el Esclavo.

—Eso es verdad —asintió el Jaguar—, dicen que no dejaron que lo viera su familia cuando estaba en la enfermería. ¿Te das cuenta? Estar muriéndose y sólo ver a tenientes y a médicos. Son unos desgraciados.

—A ti tampoco te importa su muerte —dijo Alberto—. Sólo querías vengarte de él porque delató a Cava.

—¿Qué? —dijo el Jaguar, deteniéndose y mirando a Alberto a los ojos—. ¿Qué cosa?

—¿Qué cosa qué?

—¿El Esclavo denunció al serrano Cava? —Bajo las vendas, las pupilas del Jaguar centelleaban.

—No seas mierda —dijo Alberto—. No disimules.

—No disimulo, maldita sea. No sabía que denunció a Cava. Bien hecho que esté muerto. Todos los soplones deberían morirse.

Alberto, a través de su único ojo, lo veía mal y no podía medir la distancia. Estiró la mano para cogerlo del pecho pero sólo encontró el vacío.

—Jura que no sabías que el Esclavo denunció a Cava. Jura por tu madre. Di que se muera mi madre si lo sabía. Jura.

—Mi madre ya se murió —dijo el Jaguar—. Pero no sabía.

—Jura si eres hombre.

—Juro que no sabía.

—Creí que sabías y que por eso lo habías matado —dijo Alberto—. Si de veras no sabías, me equivoqué. Discúlpame, Jaguar.

—Tarde para lamentarse —dijo el Jaguar—. Pero procura no ser soplón nunca más. Es lo más bajo que hay.

VIII

E
NTRARON DESPUÉS
del almuerzo como una inundación. Alberto los sintió aproximarse: invadían el descampado con un rumor de hierbas pisoteadas, repiqueteaban como frenéticos tambores en la pista de desfile, bruscamente en el patio del año estallaba un incendio de ruidos, centenares de botines despavoridos martillaban contra el pavimento. De pronto, cuando el sonido había llegado al paroxismo, las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par y en el umbral de la cuadra surgieron cuerpos y rostros conocidos. Escuchó que varias voces nombraban instantáneamente a él y al Jaguar. La marea de cadetes penetraba en la cuadra y se escindía en dos olas apresuradas que corrían, una hacia él y la otra hacia el fondo, donde estaba el Jaguar. Vallano iba a la cabeza del grupo de cadetes que se le acercaba, todos hacían gestos y la curiosidad relampagueaba en sus ojos: él se sentía electrizado ante tantas miradas y preguntas simultáneas. Por un segundo, tuvo la impresión que iban a lincharlo. Trató de sonreír pero era en vano: no podían notarlo, la venda le cubría casi toda la cara. Le decían: «drácula», «monstruo», «Franquestein», «Rita Hayworth». Después fue una andanada de preguntas. Él simuló una voz ronca y dificultosa, como si la venda lo sofocara. «He tenido un accidente, murmuró. Sólo esta mañana he salido de la clínica.» «Fijo que vas a quedar más feo de lo que eras», le decía Vallano, amistosamente; otros profetizaban: «perderás un ojo, en vez de poeta te diremos tuerto». No le pedían explicaciones, nadie reclamaba pormenores del accidente, se había entablado un tácito torneo, todos rivalizaban en buscar apodos, burlas plásticas y feroces. «Me atropelló un automóvil, dijo Alberto. Me lanzó de bruces al suelo en la Avenida 2 de Mayo.» Pero ya el grupo que lo rodeaba se movía, algunos se iban a sus camas, otros se acercaban y reían a carcajadas de su vendaje. Súbitamente, alguien gritó: «apuesto que todo eso es mentira. El Jaguar y el poeta se han trompeado». Una risa estentórea estremeció la cuadra. Alberto pensó con gratitud en el enfermero: la venda que ocultaba su rostro era un aliado, nadie podía leer la verdad en sus facciones. Estaba sentado en su cama. Su único ojo dominaba a Vallano, parado frente a él, a Arróspide y a Montes. Los veía a través de una niebla. Pero adivinaba a los otros, oía las voces que bromeaban sobre él y el Jaguar, sin convicción pero con mucho humor. «¿Qué le has hecho al poeta, Jaguar?», decía uno. Otro, le preguntaba—: «¿poeta, así que peleas con las uñas, como las mujeres?». Alberto trataba ahora de distinguir, en el ruido, la voz del Jaguar, pero no lo lograba. Tampoco podía verlo: los roperos, las varillas de las literas, los cuerpos de sus compañeros bloqueaban el camino. Las bromas seguían; destacaba la voz de Vallano, un veneno silbante y pérfido; el negro estaba inspirado, despedía chorros de mordacidad y humor.

De pronto, la voz del Jaguar dominó la cuadra: «¡basta! No frieguen». De inmediato, el vocerío decayó, sólo se oían risitas burlonas y disimuladas, tímidas. A través de su único ojo —el párpado se abría y cerraba vertiginosamente—, Alberto descubrió un cuerpo que se desplazaba junto a la litera de Vallano, apoyaba los brazos en la litera superior y hacía flexión: fácilmente el busto, las caderas, las piernas se elevaban, el cuerpo se encaramaba ahora sobre el ropero y desaparecía de su vista; sólo podía ver los pies largos y las medias azules caídas en desorden sobre los botines color chocolate, como la madera del ropero. Los otros no habían notado nada aún, las risitas continuaban, huidizas, emboscadas. Al escuchar las palabras atronadoras de Arróspide, no pensó que ocurría algo excepcional, pero su cuerpo había comprendido: estaba tenso, el hombro se aplastaba contra la pared hasta hacerse daño. Arróspide repitió, en un alarido: «¡alto, Jaguar! Nada de gritos, Jaguar. Un momento». Había un silencio completo, ahora, toda la sección había vuelto la vista hacia el brigadier, pero Alberto no podía mirarlo a los ojos: las vendas le impedían levantar la cabeza, su ojo de cíclope veía los dos botines inmóviles, la oscuridad interior de sus párpados, de nuevo los botines. Y Arróspide repitió aún, varias veces, exasperado: «¡alto ahí, Jaguar! Un momento, Jaguar». Alberto escuchó un roce de cuerpos: los cadetes que estaban tendidos en sus camas se incorporaban, alargaban el cuello hacia el ropero de Vallano.

—¿Qué pasa? —dijo, finalmente, el Jaguar—. ¿Qué hay Arróspide, qué tienes?

Inmóvil en su sitio, Alberto miraba a los cadetes más próximos: sus ojos eran dos péndulos, se movían de arriba abajo, de un extremo a otro de la cuadra, de Arróspide al Jaguar.

—Vamos a hablar —gritó Arróspide—. Tenemos muchas cosas que decirte. Y en primer lugar, nada de gritos. ¿Entendido, Jaguar? En la cuadra han pasado muchas cosas desde que Gamboa te mandó al calabozo.

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