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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (37 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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C
UANDO EL
soldado vio acercarse a Gamboa se puso de pie y sacó la llave; giró sobre sí mismo para abrir la puerta, pero el teniente lo contuvo con un gesto, le quitó la llave de las manos y le dijo: «vaya a la Prevención y déjeme solo con el cadete». El calabozo de los soldados se alza detrás del corral de las gallinas, entre el estadio y el muro del colegio. Es una construcción de adobes, angosta y baja. Siempre hay un soldado de guardia en la puerta, aun cuando el calabozo esté vacío. Gamboa esperó que el soldado se alejara por la cancha de fútbol hacia las cuadras. Abrió la puerta. El cuarto estaba casi a oscuras: comenzaba a anochecer y la única ventana parecía una rendija. El primer momento no vio a nadie y tuvo una idea súbita: el cadete ha escapado. Luego lo descubrió tendido en la tarima. Se acercó; sus ojos estaban cerrados; dormía. Examinó sus facciones inmóviles, trató de recordar; inútil, el rostro se confundía con otros, aunque le era vagamente familiar, no por sus rasgos, sino por la expresión anticipadamente madura: tenía las mandíbulas apretadas, el ceño grave, el mentón hendido. Los soldados y cadetes, cuando se hallaban frente a un superior, endurecían el rostro; pero este cadete no sabía que él estaba allí. Además, su rostro escapaba a la generalidad: la mayoría de los cadetes tenían la piel oscura y las facciones angulosas. Gamboa veía una cara blanca, los cabellos y las pestañas parecían rubios. Estiró la mano y la puso en el hombro del Jaguar. Se sorprendió a sí mismo: su gesto carecía de energía; lo había tocado suavemente, como se despierta a un compañero. Sintió que el cuerpo del Jaguar se contraía bajo su mano, su brazo retrocedió por la violencia con que el cadete se incorporaba, pero luego escuchó el golpe de los tacones: había sido reconocido y todo volvía a ser normal.

—Siéntese —dijo Gamboa—. Tenemos mucho que hablar.

El Jaguar se sentó. Ahora, el teniente veía en la penumbra sus ojos, no muy grandes, pero sí brillantes e incisivos. El cadete no se movía ni hablaba, pero en su rigidez y en su silencio había algo indócil que disgustó a Gamboa.

—¿Por qué entró usted al Colegio Militar?

No obtuvo respuesta. Las manos del Jaguar asían el travesaño de la cama; su rostro no había variado, se mostraba severo y tranquilo.

—¿Lo metieron aquí a la fuerza, no es verdad? —dijo Gamboa.

—¿Por qué, mi teniente?

Su voz correspondía exactamente a sus ojos. Las palabras eran respetuosas y las pronunciaba despacio, articulándolas con cierta sensualidad, pero el tono dejaba entrever una secreta arrogancia.

—Quiero saberlo —dijo Gamboa—. ¿Por qué entró al Colegio Militar?

—Quería ser militar.

—¿Quería? —dijo Gamboa—. ¿Ha cambiado de idea?

Esta vez lo sintió dudar. Cuando un oficial los interrogaba sobre sus proyectos, todos los cadetes afirmaban que querían ser militares. Gamboa sabía, sin embargo, que sólo unos cuantos se presentarían a los exámenes de ingreso de Chorrillos.

—Todavía no sé, mi teniente —repuso el Jaguar, después de unos segundos. Hubo una nueva vacilación—. Quizá me presente a la Escuela de Aviación.

Pasaron unos instantes. Se miraban a los ojos y parecían esperar algo, uno del otro. De pronto, Gamboa preguntó bruscamente:

—¿Usted sabe por qué está en el calabozo, no es cierto?

—No, mi teniente.

—¿De veras? ¿Cree que no hay motivos?

—No he hecho nada —afirmó el Jaguar.

—Bastaría sólo lo del ropero —dijo Gamboa, lentamente—. Cigarrillos, dos botellas de pisco, una colección de ganzúas. ¿Le parece poco?

El teniente lo observó detenidamente, pero en vano; el Jaguar permanecía quieto y mudo. No parecía sorprendido ni atemorizado.

—Los cigarrillos, pase —añadió Gamboa—. Es sólo una consigna. El licor, en cambio, no. Los cadetes pueden emborracharse en la calle, en sus casas. Pero aquí no se bebe una gota de alcohol. —Hizo una pausa—. ¿Y los dados? La primera sección es un garito. ¿Y las ganzúas? ¿Qué significa eso? Robos. ¿Cuántos roperos ha abierto, hace cuánto tiempo que roba a sus compañeros?

—¿Yo? —Gamboa se desconcertó un momento: el Jaguar lo miraba con ironía. Repitió, sin bajar la vista—: ¿Yo?

—Sí —dijo Gamboa; sentía que la cólera lo dominaba ¿quién mierda sino usted?

—Todos —dijo el Jaguar—. Todo el colegio.

—Miente —dijo Gamboa—. Es usted un cobarde.

—No soy un cobarde —dijo el Jaguar—. Se equivoca, mi teniente.

—Un ladrón —añadió Gamboa—. Un borracho, un timbero, y encima un cobarde. ¿Sabe usted que me gustaría que fuéramos civiles?

—¿Quiere pegarme? —preguntó el Jaguar.

—No —dijo Gamboa—. Te agarraría de una oreja y te llevaría al Reformatorio. Ahí es donde te deberían haber metido tus padres. Ahora es tarde, te has fregado tú solo. ¿Te acuerdas hace tres años? Ordené que desapareciera el Círculo, que dejaran de jugar a los bandidos. ¿Te acuerdas lo que les dije esa noche?

—No —dijo el Jaguar—. No me acuerdo.

—Sí te acuerdas —dijo Gamboa—. Pero no importa. ¿Creías que eras muy vivo, no? En el Ejército, los vivos como tú se revientan tarde o temprano. Te has librado mucho tiempo. Pero ya te llegó tu hora.

—¿Por qué? —dijo el Jaguar—. No he hecho nada.

—El Círculo —dijo Gamboa—. Robo de exámenes, robo de prendas, emboscadas contra los superiores, abuso de autoridad con los cadetes de tercero. ¿Sabes lo que eres? Un delincuente.

—No es cierto —dijo el Jaguar—. No he hecho nada. He hecho lo que hacen todos.

—¿Quién? —dijo Gamboa—. ¿Quién más ha robado exámenes?

—Todos —dijo el Jaguar—. Los que no roban es porque tienen plata para comprarlos. Pero todos están metidos en eso.

—Nombres —dijo Gamboa—. Dame algunos nombres. ¿Quiénes de la primera sección?

—¿Me van a expulsar?

—Sí. Y quizá te pase algo peor.

—Bueno —dijo el Jaguar, sin que se alterara su voz—. Toda la primera sección ha comprado exámenes.

—¿Sí? —dijo Gamboa—. ¿También el cadete Arana?

—¿Cómo, mi teniente?

—Arana —repitió Gamboa—. El cadete Ricardo Arana.

—No —dijo el Jaguar—. Creo que él no compró nunca. Era un chancón. Pero todos los otros, sí.

—¿Por qué mataste a Arana? —dijo Gamboa—. Responde. Todo el mundo está enterado. ¿Por qué?

—¿Qué le pasa a usted? —dijo el Jaguar. Había pestañeado una sola vez.

—Responde a mi pregunta.

—¿Es usted muy hombre? —dijo el Jaguar. Se había incorporado. Su voz temblaba—. Si es usted tan hombre, quítese los galones. Yo no le tengo miedo.

Gamboa, instantáneo como un relámpago, estiró el brazo y lo cogió del cuello de la camisa a la vez que con la otra mano lo arrinconaba contra la pared. Antes que el Jaguar comenzara a toser, Gamboa sintió un aguijón en el hombro; al intentar golpearlo, el Jaguar había rozado su codo y el puño se detuvo a medio camino. Lo soltó y retrocedió un paso.

—Podría matarte —dijo—. Estoy en mi derecho. Soy tu superior y has querido golpearme. Pero el Consejo de oficiales se va a encargar de ti.

—Quítese los galones —dijo el Jaguar—. Usted puede ser más fuerte, pero no le tengo miedo.

—¿Por qué mataste a Arana? —dijo Gamboa—. Deja de hacerte el loco y contesta.

—Yo no he matado a nadie. ¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que soy un asesino? ¿Por qué iba a matar al Esclavo?

—Alguien te ha denunciado —dijo Gamboa—. Estás fregado.

—¿Quién? —Se había puesto de pie, de un salto; sus ojos relucían como dos candelas.

—¿Ves? —dijo Gamboa—. Te estás delatando.

—¿Quién ha dicho eso? —repitió el Jaguar—. A ése sí voy a matarlo.

—Por la espalda —dijo Gamboa—. Estaba delante tuyo, a veinte metros. Lo mataste a traición. ¿Sabes cómo se castiga eso?

—Yo no he matado a nadie. Juro que no, mi teniente.

—Lo veremos —dijo Gamboa—. Es mejor que confieses todo.

—No tengo nada que confesar —gritó el Jaguar—. Lo de los exámenes, lo de los robos, es cierto. Pero yo no soy el único. Todos hacen lo mismo. Sólo que los rosquetes pagan para que otros roben por ellos. Pero no he matado a nadie. Quiero saber quién le ha dicho eso.

—Ya lo sabrás —dijo Gamboa—. Te lo dirá en tu cara.

A
L DÍA
siguiente llegué a la casa a las nueve de la mañana. Mi madre estaba sentada en la puerta. Me vio venir sin moverse. Yo le dije: «me quedé donde mi amigo de Chucuito». No me contestó. Me miraba raro, con un poco de miedo, como si yo fuera a hacerle algo. Sus ojos me espulgaban todo el cuerpo y me daban malestar. Me dolía la cabeza y mi garganta estaba seca, pero no me atrevía a echarme a dormir delante de ella. No sabía qué hacer, abría los cuadernos y los libros del colegio, por gusto, ya no servían para nada, metía la mano en el cajón de los cachivaches y ella todo el tiempo detrás de mí, observándome. Me volví y le dije: «¿qué te pasa, por qué me miras tanto?». Y entonces me dijo: «estás perdido. Ojalá te murieras». Y se salió a la puerta de calle. Estuvo sentada mucho rato en la grada, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos. Yo la espiaba desde mi cuarto y veía su camisa llena de agujeros y remiendos, su cuello que hervía de arrugas, su cabeza greñuda. Me acerqué despacito y le dije: «si estás molesta conmigo, perdóname». Me miró de nuevo: su cara también estaba llena de arrugas, de uno de los agujeros de su nariz salían unos pelos blancos, por su boca abierta se veía que le faltaban muchos dientes. «Mejor pídele perdón a Dios, me dijo. Aunque no sé si vale la pena. Ya estás condenado.» «¿Quieres que te prometa algo?», le pregunté. Y ella me contestó: «¿para qué? Tienes la perdición en la cara. Mejor acuéstate a dormir la borrachera».

No me acosté, se me había ido el sueño. Al poco rato salí y fui hasta la playa de Chucuito. Desde el muelle vi a los muchachos del día anterior, fumando tirados sobre las piedras. Habían hecho dos montones con su ropa para apoyar la cabeza. Había muchos chicos en la playa; algunos, parados en la orilla, tiraban al agua piedras chatas que rebotaban como patillos. Un rato después llegaron Teresa y sus amigas. Se acercaron a los muchachos y les dieron la mano. Se desvistieron, se sentaron en rueda y él, como si yo no le hubiera hecho nada, estuvo todo el tiempo junto a Tere. Al fin, se metieron al agua. Teresa gritaba: «me hielo, me muero de frío» y el muchacho cogió agua con las dos manos y comenzó a mojarla. Ella chillaba más fuerte pero no se enojaba. Después entraron más allá de las olas. Teresa nadaba mejor que él, muy suave, como un pececito, él hacía mucha alharaca y se hundía. Salieron y se sentaron en las piedras. Teresa se echó, él le hizo una almohada con su ropa y se puso a su lado y medio torcido, así podía mirarla enterita. Yo sólo veía los brazos de Tere, levantados contra el sol. A él en cambio le veía la espalda flaca, las costillas salidas y las piernas chuecas. A eso de las doce volvieron al agua. El muchacho se hacía el marica y ella le echaba agua y él gritaba. Después nadaron. Adentro, hicieron tabla y jugaron a ahogarse: él se hundía y Teresa movía las manos y gritaba socorro, pero se notaba que era en broma. Él aparecía de repente como un corcho, los pelos tapándole la cara, y lanzaba el alarido de Tarzán. Yo podía oír sus risas, que eran muy fuertes. Cuando salieron, los estaba esperando junto a los montones de ropa. No sé dónde se habían ido las amigas de Teresa y el otro muchacho, ni me fijé en ellos. Era como si toda la gente hubiera desaparecido. Se acercaron y Tere me vio primero; él venía detrás, dando saltos, se hacía el loco.

Ella no cambió de cara, no se puso ni más contenta ni más triste de lo que estaba. No me dio la mano, sólo dijo:«hola. ¿Tú también estabas en la playa?». En eso el muchacho me miró y me reconoció porque se plantó en seco, retrocedió, se agachó, cogió una piedra y me apuntó. «¿Lo conoces?, le preguntó Teresa, riendo. Es mi vecino.» «Se las da de matón, dijo el muchacho. Le voy a partir el alma para que no se las dé más de matón.» Yo medí mal, mejor dicho me olvidé de las piedras. Salté y los pies se me hundieron en la playa, no avancé ni la mitad, caí a un metro de él y entonces el muchacho se adelantó y me descargó la pedrada en plena cara. Fue como si el sol me entrara a la cabeza, vi todo blanco y parecía que flotaba. No me duró mucho, creo. Cuando abrí los ojos, Teresa parecía aterrada y el muchacho estaba boquiabierto. Fue un tonto, si aprovecha me hubiera revolcado a su gusto, pero como me sacó sangre la pedrada, se quedó quieto, mirando a ver qué me pasaba, y yo me le fui encima, saltando sobre Teresa. Cuerpo a cuerpo iba perdido, lo vi apenas caímos al suelo, parecía de trapo y no me encajaba un puñete. Ni siquiera nos revolcamos, ahí mismo estuve montado sobre él, dándole en la cara que se tapaba con las dos manos. Yo había cogido piedrecitas y con ellas le frotaba la cabeza y la frente y, cuando levantaba las manos, se las metía a la boca y a los ojos. No nos separaron hasta que vino el cachaco. Me cogió de la camisa y me jaló y yo sentí que algo se rasgaba. Me dio una cachetada y entonces le aventé una piedra al pecho. Dijo: «carajo, te destrozo», me levantó como a una pluma y me dio media docena de sopapos. Después me dijo: «mira lo que has hecho, desgraciado». El chico estaba tirado en el suelo y se quejaba. Unas mujeres y unos tipos lo estaban consolando. Todos, muy furiosos, le decían al cachaco: «le ha roto la cabeza, es un salvaje, a la Correccional». A mí no me importaba nada lo que decían, las mujeres, pero en eso vi a Teresa. Tenía la cara roja y me miraba con odio. «Qué malo y qué bruto eres», me dijo. Y yo le dije: «tú tienes la culpa por ser tan puta». El cachaco me dio un puñete en la boca y gritó:«no digas lisuras a la niña, maleante». Ella me miraba muy asustada y yo me di vuelta y el cachaco me dijo: «quieto, ¿dónde vas?». Y yo comencé a patearlo y a darle manazos a la loca hasta que a jalones me sacó de la playa. En la comisaría, un teniente le ordenó al cachaco: «fájemelo bien y lárguelo. Pronto lo tendremos de nuevo por algo grande. Tiene toda la cara para ir al Sepa». El cachaco me llevó a un patio, se sacó la correa y comenzó a darme latigazos. Yo corría y los otros cachacos se morían de risa viendo cómo sudaba la gota gorda y no podía alcanzarme. Después tiró la correa y me arrinconó. Se acercaron otros guardias y le dijeron: «suéltalo. No puedes irte de puñetazos con una criatura». Salí de ahí y ya no volví a mi casa. Me fui a vivir con el flaco Higueras.

—N
O ENTIENDO
una palabra —dijo el mayor—. Ni una. Era un hombre obeso y colorado, con un bigotillo rojizo que no llegaba a las comisuras de los labios. Había leído el parte cuidadosamente, de principio a fin, pestañeando sin cesar. Antes de levantar la vista hacia el capitán Garrido, que estaba de pie, frente al escritorio, de espaldas a la ventana que descubría el mar gris y los llanos pardos de la Perla, volvió a leer algunos párrafos de las diez hojas a máquina.

BOOK: La ciudad y los perros
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