Read La ciudad y los perros Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (24 page)

BOOK: La ciudad y los perros
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Espera, poeta —dijo el muchacho—. Tú que eres un sabido, ¿no es cierto que ovario es lo mismo que huevo, sólo que femenino?

—Suelta —dijo Alberto—. Estoy apurado.

—No friegues, hombre —insistió aquél—. Sólo un momento. Hemos hecho una apuesta.

—Sobre un canto —dijo el más pequeño, acercándose—. Un canto boliviano. Éste es medio boliviano y sabe canciones de allá. Cantos bien raros. Cántaselo, para que vea.

—Te digo que me sueltes —dijo Alberto—. Tengo que irme.

En vez de soltarlo, el cadete le apretó el brazo con más fuerza. Y cantó:

Siento en el ovario

un dolor profundo;

es el peladingo

que ya viene al mundo.

El más pequeño se rió.

—¿Vas a soltarme?

—No. Dime primero que si es lo mismo.

—Así no vale —dijo el pequeño—. Lo estás sugestionando.

—Sí es lo mismo —gritó Alberto y se libró de un tirón. Se alejó. Los muchachos se quedaron discutiendo. Caminó muy rápido hasta el edificio de los oficiales y allí dobló; estaba sólo a diez metros de la enfermería y apenas distinguía sus muros: la neblina había borrado puertas y ventanas. En el pasillo no había nadie; tampoco en la pequeña oficina de la guardia. Subió al segundo piso, venciendo de dos en dos los escalones. Junto a la entrada, había un hombre con un mandil blanco. Tenía en la mano un periódico pero no leía: miraba la pared con aire siniestro. Al sentirlo, se incorporó.

—Salga de aquí, cadete —dijo—. Está prohibido.

—Quiero ver al cadete Arana.

—No —dijo el hombre, de mal modo—. Váyase. Nadie puede ver al cadete Arana. Está aislado.

—Tengo urgencia —insistió Alberto—. Por favor. Déjeme hablar con el médico de turno.

—Yo soy el médico de turno.

—Mentira. Usted es el enfermero. Quiero hablar con el médico.

—No me gustan esas bromas —dijo el hombre. Había dejado el periódico en el suelo.

—Si no llama al médico, voy a buscarlo yo —dijo Alberto—. Y pasaré aunque usted no quiera.

—¿Qué le pasa, cadete? ¿Está usted loco?

—Llame al médico, carajo —gritó Alberto—. Maldita sea, llame al médico.

—En este colegio todos son unos salvajes —dijo el hombre. Se puso de pie y se alejó por el corredor. Las paredes habían sido pintadas de blanco, tal vez recientemente, pero la humedad las había ya impregnado de llagas grises. Momentos después, el enfermero apareció seguido de un hombre alto, con anteojos.

—¿Qué desea, cadete?

—Quisiera ver al cadete Arana, doctor.

—No se puede —repuso el médico, haciendo un ademán de impotencia—. ¿No le ha dicho el soldado que está prohibido subir aquí? Podrían castigarlo, joven.

—Ayer vine tres veces —dijo Alberto—. Y el soldado no me dejó pasar. Pero hoy no estaba. Por favor, doctor quisiera verlo aunque sea un minuto.

—Lo siento muchísimo. Pero no depende de mí. Usted sabe lo que es el reglamento. El cadete Arana está aislado. No lo puede ver nadie. ¿Es pariente suyo?

—No —dijo Alberto—. Pero tengo que hablar con él. Es algo urgente.

El médico le puso la mano en el hombro y lo miró compasivamente.

—El cadete Arana no puede hablar con nadie —dijo—. Está inconsciente. Ya se pondrá bueno. Y ahora salga de aquí. No me obligue a llamar al oficial.

—¿Podré verlo si traigo una orden del mayor jefe de cuartel?

—No —dijo el médico—. Sólo con una orden del coronel.

I
BA A
esperarla a la salida de su colegio dos o tres veces por semana, pero no siempre me acercaba. Mi madre se había acostumbrado a almorzar sola, aunque no sé si de veras creía que me iba a casa de un amigo. De todos modos, le convenía que yo faltara, así gastaba menos en la comida. Algunas veces, al verme regresar a casa a mediodía, me miraba con fastidio y me decía: «¿hoy no vas a Chucuito?». Por mí, hubiera ido todos los días a buscarla a su colegio, pero en el Dos de Mayo no me daban permiso para salir antes de la hora. Los lunes era fácil, pues teníamos educación física; en el recreo me escondía detrás de los pilares hasta que el profesor Zapata se llevara al año a la calle; entonces me escapaba por la puerta principal. El profesor Zapata había sido campeón de box, pero ya estaba viejo y no le interesaba trabajar; nunca pasaba lista. Nos llevaba al campo y decía: «Jueguen fútbol que es un buen ejercicio para las piernas; pero no se alejen mucho». Y se sentaba en el pasto a leer el periódico. Los martes era imposible salir antes; el profesor de matemáticas conocía a toda la clase por su nombre. En cambio el miércoles teníamos dibujo y música y el doctor Cigüeña vivía en la luna; después del recreo de las once me salía por los garajes y tomaba el tranvía a media cuadra del colegio.

El flaco Higueras me seguía dando plata. Siempre esperaba en la Plaza de Bellavista para invitarme un trago, un cigarrillo y para hablarme de mi hermano, de mujeres, de muchas cosas. «Ya eres un hombre, me decía. Hecho y derecho.» A veces me ofrecía dinero sin que yo se lo pidiera. No me daba mucho, cincuenta centavos o un sol, cada vez, pero bastaba para el pasaje. Iba hasta la Plaza Dos de Mayo, seguía la avenida Alfonso Ugarte hasta su colegio y me paraba siempre en la tienda de la esquina. Algunas veces me acercaba y ella me decía: «hola, ¿hoy también saliste temprano?» y luego me hablaba de otra cosa y yo también. «Es muy inteligente, pensaba yo; cambia de tema para no ponerme en apuros.» Caminábamos hacia la casa de sus tíos, unas ocho cuadras, y yo procuraba que fuéramos bien despacio, dando pasitos cortos o parándome a mirar las vitrinas, pero nunca demoramos más de media hora. Conversábamos de las mismas cosas, ella me contaba lo que ocurría en su colegio y yo también, de lo que estudiaríamos en la tarde, de cuándo serían los exámenes y si aprobaríamos el año. Yo conocía de nombre a todas las chicas de su clase y ella los apodos de mis compañeros y profesores y los chismes que corrían sobre los muchachos más sabidos del Dos de Mayo. Una vez pensé que le diría: «anoche me soñé que éramos grandes y nos casábamos». Estaba seguro que ella me haría preguntas y ensayé muchas frases para no quedarme callado. Al día siguiente, mientras caminábamos por la avenida Arica, le dije de repente: «oye, anoche me soñé…» «¿Qué cosa?, ¿qué soñaste?», me preguntó. Y yo sólo le dije: «que pasábamos de año los dos». «Ojalá que ese sueño se cumpla», me contestó.

Cuando la acompañaba, cruzábamos siempre a los alumnos de La Salle, con sus uniformes café con leche, y ese era otro tema de conversación. «Son unos maricas, le decía; no tienen ni para comenzar con los del Dos de Mayo. Esos blanquiñosos se parecen a los del Colegio de los Hermanos Maristas del Callao, que juegan fútbol como mujeres; les cae una patada y se ponen a llamar a su mamá; mírales las caras, no más.» Ella se reía y yo seguía hablando de lo mismo, pero al fin se me agotaba el tema y pensaba: «ya estamos llegando». Lo que me ponía más nervioso era la idea de que se aburriera al oírme contar siempre las mismas historias, pero me consolaba pensando que ella también me hablaba muchas veces de lo mismo y a mí eso nunca me parecía cansado. Me contaba dos y hasta tres veces la película que veía con su tía los lunes femeninos. Precisamente, hablando de cine me atreví una vez a decirle algo. Ella me preguntó si había visto no sé qué película y le dije que no. «Nunca vas al cine, ¿no?», me preguntó. «Ahora no mucho, le dije, pero el año pasado iba. Con dos muchachos del Dos de Mayo gorreábamos la vermouth de los miércoles en el Sáenz Peña; el primo de uno de mis amigos era policía municipal y cuando estaba de servicio nos hacía pasar a cazuela. Apenas se apagaban las luces nos bajábamos a platea alta; están separadas por una madera que cualquier la salta». «¿Y nunca los chaparon?», dijo ella, y yo le dije: «quién nos iba a chapar si el municipal era el primo de mi amigo», y ella me dijo: «¿por qué este año no hacen lo mismo?». «Ahora van los jueves, le dije, porque al municipal le han cambiado su día de servicio.» «¿Y tú no vas?», me preguntó. Y yo sin darme cuenta le contesté: «prefiero ir a tu casa a estar contigo». Y apenas se lo dije me di cuenta y me callé. Fue peor porque ella se puso a mirarme muy seria y yo pensé: «ya se enojó». Y entonces dije: «pero quizá una de estas semanas vaya con ellos. Aunque, la verdad, no me gusta mucho el cine». Y le hablé de otra cosa, pero sin dejar de pensar en la cara que había puesto, una cara distinta a la de siempre, como si al oírme se le hubieran ocurrido las cosas que no me atrevía a decirle.

Una vez el flaco Higueras me regaló un sol cincuenta. «Para que te compres cigarrillos, me dijo, o te emborraches si tienes penas de amor.» Al día siguiente íbamos caminando por la avenida Arica, por la vereda del cine Breña, y de casualidad nos paramos frente a la vitrina de una panadería. Había unos pasteles de chocolate y ella dijo: «¡qué ricos!». Me acordé de la plata que tenía en el bolsillo, pocas veces he sentido tanta felicidad. Le dije: «espera, tengo un sol y voy a comprar uno» y ella dijo, «no, no estés gastando, lo decía en broma», pero yo entré y le pedí al chino un pastel. Estaba tan atolondrado que me salí sin esperar el cambio, pero el chino, muy honrado, me dio alcance y me dijo: «le debo una peseta. Téngala». Le di el pastel y ella me dijo: «pero no va a ser todo para mí. Partamos». Yo no quería y le aseguraba que no tenía ganas, pero ella insistía y al final me dijo: «al menos dale un mordisco» y estiró la mano y me puso el pastel en la boca. Mordí un pedacito y ella se rió. «Te has manchado toda la cara, me dijo, qué tonta soy, yo tengo la culpa, voy a limpiarte.» Y entonces levantó la otra mano y la acercó a mi cara. Yo me quedé inmóvil y la sonrisa se me heló al sentir que me tocaba y no me atrevía a respirar cuando pasaba sus dedos por mi boca, para no mover los labios, se hubiera dado cuenta que tenía unas ganas de besarle la mano. «Ya está» dijo después y seguimos caminando hacia La Salle, sin hablar una palabra, yo estaba muerto con lo que acababa de pasar, y estaba seguro que se había demorado al pasar su mano por mi boca, o que la había pasado varias veces y yo decía para mí, «a lo mejor lo hizo adrede».

A
DEMÁS LA
Malpapeada no era la que traía las pulgas; yo creo que el colegio le contagió las pulgas a la perra, las pulgas de los serranos. Una vez le echaron ladillas encima a la pobre, el Jaguar y el Rulos, qué desgraciados. El Jaguar había metido las narices no sé dónde, en las pocilgas de la primera cuadra de Huatica, me figuro, y le habían pegado unas ladillas enormes. Las hacía correr por el baño y se veían sobre los mosaicos grandotas como hormigas. El Rulos le dijo: «¿por qué no se las echamos a alguien?» y la Malpapeada estaba mirando, para su mala suerte. A ella le tocó. El Rulos la tenía colgada del pescuezo, pataleando, y el Jaguar le pasaba sus bichos con las dos manos y después se excitaron y el Jaguar gritó: «todavía me quedan toneladas, ¿a quién bautizamos?» Y el Rulos gritó: «al Esclavo». Yo fui con ellos. Él estaba durmiendo; me acuerdo que lo cogí de la cabeza y le tapé los ojos y el Rulos le sujetó las piernas. El Jaguar le incrustaba las ladillas entre los pelos y yo le gritaba: «con más cuidado, carambolas, me las estás metiendo por las mangas». Si yo hubiera sabido que al muchacho le iba a pasar lo que le ha pasado, no creo que le hubiera agarrado la cabeza esa vez, ni lo habría fundido tanto.

Pero no creo que a él le pasara nada con las ladillas y en cambio a la Malpapeada la fregaron. Se peló casi enterita y andaba frotándose contra las paredes y tenía una pinta de perro pordiosero y leproso con el cuerpo pura llaga. Debía picarle mucho, no paraba de frotarse, sobre todo en la pared de la cuadra que tiene raspaduras. Su lomo parecía una bandera peruana, rojo y blanco, blanco y rojo, yeso y sangre. Entonces el Jaguar dijo: «si le echamos ají se va a poner a hablar como un ser humano», y me ordenó: «Boa, anda róbate un poco de ají de la cocina». Fui y el cocinero me regaló varios rocotos. Los molimos con una piedra, sobre el mosaico, y el serrano Cava decía «rápido, rápido». Después el Jaguar dijo: «cógela y tenla mientras la curo». De veras que casi se pone a hablar. Daba brincos hasta los roperos, se torcía como una culebra y qué aullidos los que daba. Vino el suboficial Morte, asustado con el ruido, y al ver los saltos de la Malpapeada se puso a llorar de risa y decía: «qué tales pendejos, qué tales pendejos». Pero lo más raro del caso es que la perra se curó. Le volvió a salir el pelo y hasta me parece que engordó. Seguro creyó que yo le había echado el ají para curarla, los animales no son inteligentes y vaya usted a saber lo que se le metió en la cabeza. Pero desde ese día, dale a estar detrás de mí todo el tiempo. En las filas se me metía entre los pies y no me dejaba marchar; en el comedor se instalaba bajo mi silla y movía el rabo por si yo le tiraba una cáscara; me esperaba en la puerta de la clase y, en los recreos, al verme salir comenzaba a hacerme gracias con el hocico y las orejas; y en las noches se trepaba a mi cama y quería pasarme la lengua por toda la cara. Y era por gusto que yo le pegara. Se retiraba pero volvía, midiéndome con los ojos, esta vez me vas a pegar o no, me acerco un poquito más y me alejo, a que ahora no me pateas, qué sabida. Y todos comenzaron a burlarse y a decir «te la tiras, bandolero», pero no era verdad, ni siquiera se me había pasado por la cabeza todavía manducarme a una perra. Al principio me daba cólera el animal tan pegajoso, aunque a veces, como de casualidad, le rascaba la cabeza y ahí le descubrí el gusto. En las noches se me montaba encima y se revolcaba, sin dejarme dormir, hasta que le metía los dedos al cogote y la rascaba un poco. Entonces se quedaba tranquila. Lo de las noches era viveza de la perra. Al oírla moverse todos empezaban a fundirme, «ya Boa, deja en paz a ese animal, lo vas a estrangular», allí bandida, eso sí que te gusta, ¿no?, ven acá, que te rasque la crisma y la barriguita. Y ahí mismo se ponía quieta como una piedra pero en mi mano yo siento que está temblando del gusto y si dejo de rascar un segundo, brinca, y veo en la oscuridad que ha abierto el hocico y está mostrando sus dientes tan blancos. No sé por qué los perros tienen los dientes tan blancos, pero todos los tienen así, nunca he visto un perro con un diente negro ni me acuerdo haber oído que a un perro se le cayó un diente o se le carió y tuvieron que sacárselo. Eso es algo raro de los perros y también es raro que no duerman. Yo creía que sólo la Malpapeada no dormía pero después me contaron que todos los perros son iguales, desvelados. Al comienzo me daba recelo, también un poco de susto. Basta que abriera los ojos y ahí mismo la veía, mirándome y a veces yo no podía dormir con la idea de que la perra se pasaba la noche a mi lado sin bajar los párpados, eso es algo que pone nervioso a cualquiera, que lo estén espiando, aunque sea una perra que no comprende las cosas pero a veces parece que comprende.

BOOK: La ciudad y los perros
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Unknown by Unknown
The Horny Leprechaun by King, Nikita
Twilight Fulfilled by Maggie Shayne
Dazzling Danny by Jean Ure
The Governor's Sons by Maria McKenzie
Taming a Highland Devil by Killion, Kimberly
Shamrock Alley by Ronald Damien Malfi
Alex by Adam J Nicolai
Again and Again by E. L. Todd