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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (15 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—No parece estúpida.

—¿Por qué quieres verte con ella? —La mujer se rascó el brazo con una uña sucia.

—Sería interesante encontrar a alguien, quien fuese, que piense como yo.

—Eres un guerrero —comentó—. Te hace sentirte orgulloso el serlo.

El apartó la vista y retiró los labios.

—La guerra es juego. Aquí nada es real.

—Los umbríos nos entregan y aprendemos de nuestros patrocinadores y profesores. Trabajamos, amamos y nos retiramos cuando llega el Guardián Sombrío. Se producen más jóvenes. ¿No es lo suficientemente real para ti?

—Hay más fuera. Lo puedo sentir.

—La intrusión que se llevó a mer y per. La vi. Yo acababa de salir de la inclusa. Después, los guardianes me hicieron dormir durante un tiempo y me sentí mejor, pero todavía sueño con ellos. Creía que había venido a por mí, pero se los llevó a
ellos
… no tiene sentido.

—¿No? ¿Por qué?

—Las intrusiones van y vienen. Los guardianes levantan barreras y neblinas, limpian, y todo ha pasado. Los profesores no dicen nada. Nadie sabe de dónde vienen las intrusiones, qué hacen aquí… ni siquiera por qué se llaman «intrusiones». ¿Vienen de fuera? ¿Del Caos… sea lo que sea? Quiero saber más.

—¿Qué más se puede saber?

Jebrassy se levantó.

La sama se balanceó.

—No ofrezco consuelo. Arreglo pinchazos de insectoletra, mordiscos de pede, en ocasiones corrijo malos sueños, pero no puedo ayudar con
éstos
.

—No quiero consuelo. Quiero respuestas.

—¿Conoces siquiera las preguntas adecuadas?

Jebrassy habló en voz demasiado alta:

—Nadie me enseñó qué preguntar.

En el exterior, el ruido del mercado se iba reduciendo. Escuchó un gemido lastimero, un pede hambriento atado a un puesto, aguardando su cena entreluz de salea y julo.

La sama echó hacia fuera sus gruesos labios y se dejó caer. Luego estiró brazos y piernas, emitiendo un profundo suspiro. El creyó que la visita había terminado, pero la mujer no retiró las mantas que rodeaban el puesto.

—Me iré —dijo él.

—Tranquilo —le aconsejó ella—. Me duelen las piernas. Me estoy desgastando, joven progenie. Pronto llegará el Guardián Sombrío. Quédate un poco más… por mí. —Tocó el suelo—. Todavía no he terminado de lanzarte acertijos. ¿Por qué venir a ver a esta pobre y vieja sama?

Jebrassy se sentó y miró incómodo al techo cubierto.

—Esta fulgente, si me intereso por ella y ella por mí… no estaría bien. Ella tiene patrocinadores. Yo no.

—¿Fuiste

a por
ella?

—No.

La sama sacó de la ropa un sobre de julo rojo, lo envolvió y lo ató con un cordón de chafa, formando un paquete para meterlo en agua caliente.

—Bebe esto. Relájate. Después de que te descarríes, toma notas. ¿Tienes un lienzo?

—Puedo encontrar uno.

—Ah… quieres decir robarlo. Pídele uno prestado a tu amigo, si tiene, o a la fulgente, si vuelves a verla. Apúntalo todo y vuelve a mostrármelo.

—¿Por qué?

—Porque los dos precisamos saber qué preguntas hacer. —La sama se puso en pie, retiró las mantas y dejó entrar la decreciente luz gris del cel. El mercado había cerrado y estaba casi vacío—. Quizá los sueños sean como ondear un lienzo… para borrar todas las palabras que no escogiste. Joven guerrero, por ahora hemos terminado.

Le hizo salir de su puesto.

Una joven fulgente, recién salida de la inclusa —el diminuto bulto rojo todavía marcado en la frente, botas acolchadas rodeando sus pies diminutos— se encontraba frente a un puesto cerrado, alimentando a un pede hambriento. El pede rodeó sus relucientes segmentos negros alrededor de los tobillos de la fulgente, agitando sus múltiples patas. La joven fulgente se retorció y miró a Jebrassy con expresión de deleite por las cosquillas.

Éste se tocó la nariz, compartiendo el momento.

Aceptar una compañera, heredar o recibir un nicho asignado, vivir en los Niveles con silenciosa resignación, haciendo caso omiso a todo lo que no se pudiese comprender… patrocinar a un joven…

¿Por qué querer más?

Había visto lo mucho que la intrusión preocupaba a los guardianes. Nada de esto iba a durar mucho tiempo más. Lo sentía en los huesos.

De camino a los Diurnos, Jebrassy se detuvo, miró al suelo para luego arrodillarse a examinar la calidad de la gravilla que recubría el sendero. Hasta ahora no había prestado excesiva atención a las sustancias que componían su mundo. Comparó la gravilla con el material empleado en la mayoría de los puentes, preguntándose en qué aspecto este material pedroso difería de su propia carne, de las cosechas en los campos… y del material flexible de los guardianes, que había tenido muchas oportunidades de sentir cuando le separaban de uno u otro altercado.

Gravilla, cosechas, carne… no era lo mismo que las islas expuestas bajo los Niveles: gris plateado, ni caliente ni frío, sino extrañamente neutral al tacto. Sin embargo, ese material gris y plateado formaba los cimientos de los muros y probablemente el cel, los límites del mundo.

Una vez más, Jebrassy necesitaba desesperadamente saber más… comprender. En ese aspecto, difería de casi todos los progenies que conocía, tanto que se preguntaba si no habría cometido algún error en su fabricación, si los umbríos no le habrían dejado caer de cabeza al sacarle de la inclusa.

Cigüeñas
.

Agitó la cabeza de golpe al sentir la palabra desconocida, ese difícil recuerdo del sonido.

Los umbríos os entregan a luz… son como cigüeñas, ¿no? Os dejan bajo una hoja de col
.

—Calla.

Sus pies desnudos le llevaron por el camino.

Sois como animales en el zoológico. Pero tú ni siquiera sabes qué es un zoológico. ¿Por qué os tienen aquí?

A Jebrassy no le
desagradaba
su visitante y ciertamente no le temía, pero estos residuos no ofrecían respuestas. Cuando Jebrassy se descarriaba —cuando el visitante ocupaba su lugar— lo habitual es que, como había dicho Khren, no pasase nada.

—No sé qué eres —gruñó Jebrassy por lo bajo—, pero me gustaría que
te fueses
.

Se quedó junto al puente, mirando al cubierto e inmóvil mercado del prado y al comienzo de las largas carreteras que se dispersaban hasta los límites más exteriores de los campos y muros que rodeaban los Niveles, su vecindario de medio día de paseo rápido de ancho, cubierto por el cel, la muralla de cortina, la muralla húmeda, el vértice a un extremo… y la larga muralla curva al otro… más difícil de alcanzar, pero a través de la cual y por debajo corrían los canales de drenaje.

En ocasiones los profesores llamaban exterior a la muralla curva, e interiores a las otras dos.

Todas ellas eran límites.

Barreras al conocimiento.

17

Los guardianes habían tendido neblinas y cortinas negras alrededor del punto de la intrusión, en el perímetro de un campo de brotes de chafa a la sombra de la muralla húmeda. Ahora flotaban, esperando la inspección de Ghentun.

Tras las cortinas, una sección irregular del campo de chafa de como un tercio de acre se había convertido en finos cristales de nieve, material primordial convertido en algo diferente, mortal o inútil: la marca del Tifón, perversa, e incluso malévola. En medio de los cristales, un progenie macho —un agricultor, a juzgar por sus fragmentos rígidos de ropa— había sido trastocado descuidadamente.

El granjero seguía vivo cuando los guardianes dieron con él.

—¿Le matasteis? —le preguntó Ghentun al guardián jefe.

—Sufría, Custodio. Convocamos a un Guardián Sombrío y le dimos fin. Desde entonces nadie le ha tocado.

El mismísimo Guardián Sombrío, esbelto, con tórax rojo y relucientes velas negras de elevación, yacía ahora desactivado junto al granjero. Cristales blancos se acumulaban sobre sus miembros congelados y doblados. Habría que deshacerse de él, junto con el cuerpo, la tierra y todo lo que la intrusión hubiese tocado.

Ghentun miró por la carretera recta que iba desde los precintos interiores sin usar —los Diurnos y los puentes de ápice— a los prados y campos; hasta el mango estrecho y arqueado sobre la primera isla absorbía el canal de drenaje Tenebros. Todavía había algunos progenies en la entreluz. Todos ellos evitaban la neblina.

En los setenta y cinco años desde que había solicitado la entrevista con el Bibliotecario, Ghentun estimaba que había perdido más de dos mil progenies. Las invasiones a los niveles inferiores del Kalpa se producían ahora como una o dos veces cada docena de ciclos de vigilia. La mayoría parecían tener a los progenies como objetivo, aquellos que veían, que percibían del modo antiguo. Habitualmente los guardianes investigaban y extraían sus conclusiones sin requerir su presencia, pero Ghentun empezaba a dudar de su precisión. No podía dejar de lado la posibilidad de que los guardianes estuviesen siendo manipulados por los funcionarios de la ciudad, Eidolones leales a Astyanax, que en todos estos miles de siglos habían prestado muy poca atención a los Niveles.

En las urbes más prósperas y escalones superiores, los generadores de realidad parecían más capaces de proteger a la mayoría de los ciudadanos. Allí rara vez se producían intrusiones, pero quizá fuese porque al Caos no le interesaban los Eidolones. Aun así, cuantas más intrusiones se produjesen en los Niveles, más peligro podría haber para las urbes superiores… peligro real y metafísico, y peligro político para Astyanax.

Una vez que retiraron al pobre granjero, arrancaron la tierra blanqueada. Los pequeños guardianes grises lo guardaron todo en contenedores sellados. Como antes, los contenidos, la víctima y todos los guardianes que la habían tocado —manchados por el contacto— quedarían encerrados en bóvedas en las profundidades de los canales de drenaje. En el último siglo Ghentun había visitado esas cámaras en varias ocasiones. Habían sido indescriptibles dado su estado nocivo de ebullición transformadora.

—Este tendremos que
exportarlo
, Custodio —le confió el guardián jefe mientras Ghentun se arrodillaba junto al cuerpo retorcido—. Las cámaras casi están llenas.

Era algo que Ghentun casi no podía soportar. Las pruebas manchadas de la intrusión tendrían que ser disparadas al Caos.

18

La entreluz se volvió de oro intenso, recibiendo a nubes planas y difusas y a las sombras turbias que llegaban antes del sueño. La reducción del flujo de luz era tan difuso y universal que Jebrassy sólo proyectaba una tenue insinuación de sombra. Todo lo que le rodeaba —viejo y abandonado— parecía perdido en un sueño de humo.

Los Diurnos se encontraban iluminados contra el muro de cortina, accesibles sólo a través de un largo y en ocasiones traicionero camino más allá del final del abandonado paso elevado central, donde se unían los puentes de las tres islas, los planos que soportaban los montones de Niveles. El muro cortina, a su vez, ascendía cinco kilómetros hasta el cel superior, sobre el que las luces y oscuridades de vigilia y sueño ejecutaban su procesión infinita y difusa, como había sido durante decenas de miles de vidas.

Ahora todo eso estaba a la vista desde el punto del paso elevado por el que Jebrassy caminaba. Había mirado de un lado a otro para asegurarse de que no hubiese chillones o guardianes esperando en las sombras para pescar a paseantes del sueño. Los guardianes se mostraban especialmente vigilantes tras una intrusión.

Tras él, el paso elevado se extendía más de un kilómetro hacia los puentes que en su época habían conducido sobre el Tártaro, el mayor de los dos canales que separaban los bloques, el tráfico de los viejos vecindarios. Cuatro torres esbeltas y retorcidas flanqueaban la conclusión del paso elevado, de ciento cincuenta metros de altura y atravesado internamente por tubos que, se decía, en su época habían producido un sonido grave y asombroso: música. No se sabía si las torres eran originales de los Diurnos o se habían añadido posteriormente; ahí había muchas capas de construcciones inestables y difíciles de viejos progenies, contribuyendo al peligro del distrito en sí, que mucho tiempo atrás había sido condenado y bloqueado por restos y centinelas chillones. La mayoría de ellos hacía tiempo que se habían derrumbado, fallado o simplemente habían sido olvidados, y ya no eran necesarios, pocos, muy pocos de la progenie antigua sentían la necesidad de llegar hasta aquí. En las partes habitadas de los Niveles había suficiente grandeza pasada como para satisfacer a cualquiera.

En el vértice donde el muro se unía a la muralla húmeda, se extendía un anfiteatro que en su época debió de acomodar a treinta o cuarenta mil de la progenie antigua. De joven, Jebrassy había venido dos veces, demostrando su valor o al menos su persistencia: trepando por los escombros, esquivando a los pocos centinelas que seguían en activo, bajando hasta los pasillos inclinados, recubiertos de tierra entre las elevaciones que daban a la galería, un laberinto techado que se extendía varios cientos de metros hasta el proscenio.

Los Diurnos eran visibles desde varios puntos de la galería donde había caído el techo. Jebrassy, abriéndose paso una vez más por el laberinto de piedra, elucubró, como ya lo había hecho antes, que éste debía de haber sido el lugar de celebración de rituales de iniciación, y que ciertamente no formaba parte de la construcción original. Incluso en su primera visita el laberinto había resultado muy simple de resolver… un laberinto hacia la izquierda con un giro distal, simplificado por el tiempo de descomposición.

¿La fulgente está probando mi determinación? Mala prueba
.

Recorriendo de nuevo el camino que ya había tomado antes, todavía claro en el recuerdo —cualquier aventura, por decepcionante que fuese, estaba muy bien grabada—, llegó hasta un enorme hueco en el techo de la galería. La recompensa fue una vista sin problemas del muro de sonido, un nombre que para él no significaba nada… una extensión gris moteada de cientos de metros de alto, vacía exceptuando agujeros de erosión y extrusiones corroídas donde hacía mucho tiempo habían fijado o sujetado objetos grandes.

Unos minutos más de trepar y esquivar las últimas barreras de la galería le llevaron a la base del muro de sonido del anfiteatro, y de allí no tuvo problemas para alcanzar la sombra inmensa y trémula del curvado muro de luz.

Jebrassy dedicó un momento a tomar aliento. La pantalla inmensa estaba manchada y recubierta, de arriba abajo, con polvo y ceniza: no por el humo, sino por el miasma acumulado de miles de generaciones de seres vivos. En el otro extremo, una elaborada pero parcialmente derribada división de piedra y mortero —su resto más alto todavía se alzaba cientos de metros sobre la galería— había dejado un montón de escombros que habían caído sobre el proscenio y las zonas inferiores del anfiteatro, de donde hacía mucho tiempo que habían desaparecido los asientos: arrancados o podridos. Estaba claro que muchos de la progenie antigua habían intentado resolver el misterio de este lugar… o emplearlo para sus propios propósitos, añadiendo sus propias estructuras constructivas. La mayoría de sus esfuerzos, al igual que el original, había quedado convertido en ruinas… ruinas mucho mayores, pensó Jebrassy, porque no haría falta mucho esfuerzo para limpiar la pantalla, reconstruir o reemplazar los asientos de las galerías y restaurar al menos el aspecto externo del diseño original.

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