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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (18 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Ginny se quedó hipnotizada. Se le estremecían los brazos. Quería correr tras él, preguntarle quién era, pero él se alzó sobre los pedales y aceleró, dejando atrás la larga serie de tiendas, pistas y la pancarta que anunciaba
Le boulevard du crime
.

Ginny le conocía.

Nunca se habían visto. Corrió tras él, gritando:

—Espera.

El ciclista no paró. Se perdió en las luces y sombras del puerto, bajo el cielo meridional salpicado de estrellas.

20

Queen Anne

El compañero de piso de Jack, Burke, no había vuelto. Después del encuentro con Sepulcher, necesitaba compañía, alguien aparte de las ratas. Desde el exterior llegaban los gritos de las gaviotas comentando una tormenta de alta mar.

Pronto el tiempo se pondría fatal.

En su estómago rodaban como bolas de plomo las gallinas enanas y el vaso de vino consumidos a toda prisa. Se llevó la mano a los labios para contener un eructo que se negó a venir, y luego meterla en el bolsillo en busca del anuncio. Desdoblándolo y alisándolo, leyendo una y otra vez la sencilla interrogación, se preguntó qué hacer. En quién confiar.

Allí donde iba, tenía la extraña sensación de que le seguían. Algunos —todos— creían que era
especial
. Jack no quería ser especial. Quería seguir con la vida que ya había vivido durante años, desde la muerte de su padre.

Desde el funeral. Después de encontrar entre las pocas pertenencias de su padre la caja que en ocasiones contenía la piedra fundida y de curiosa forma con el ojo rojo… y en ocasiones no.

Harborview. Médicos. Agujas. Confiar mi vida a otras manos
.

En su dormitorio, un futón se acomodaba contra la pared.

Una noche inquieta. Últimamente muchas de sus noches habían sido inquietas. Se dejó caer.

—No es exactamente una ciudad —le murmuró Jack a la oscuridad—. Un refugio. Una fortaleza. El último y más grandioso lugar de la Tierra.

Una rata rodó y chilló, con los ojos cerrados, agitando las patas delanteras alzadas.

—Y no diría que sea soñar.

Con el ceño fruncido, examinó el número de teléfono. Mejor que ir al médico… si el anuncio tenía sentido, cosa que no sería así. La pregunta se equivocaba en todos los aspectos. No era un sueño, no era una ciudad… ¿y qué tal eso del final del tiempo?

Le dolía la cabeza sólo de pensar en llamar a ese número.

Una cosa estaba clara. La época de libertad, la de evitar decisiones importantes, había terminado. Como ayuda para encontrar un destino mejor, podía concentrarse en la esquina occidental, donde el techo daba con las paredes, todas esas líneas en ángulo de pronto doblándose y tensándose; podía visualizar una hebra extendiéndose hasta el infinito, o al menos una distancia muy vasta, vibrando como si estuviese viva, cantándole; podía pasar días, semanas, intentando deshacer los nudos formados mientras él quedaba atrapado en el viento del infortunio…

O podría pasar y tomar la decisión
ahora mismo
.

Se tapó los ojos con las manos, abatido. Definitivamente estaba perdiendo el último tornillo. Dejándolos caer uno tras otro, viendo cómo se perdían por el desagüe, sin control.

Dio una patada con el pie y golpeó el viejo baúl naval donde almacenaba los fragmentos de actos pasados, de historia… los bienes terrenales de su madre y su padre.

La piedra.

Volvió a darle al baúl, para descargar las malas energías.

Ahora, despiertas, todas las ratas miraban, inmóviles excepto por los bigotes.

—Lo sé… lo seeeeeeeé —les dijo tranquilizadoramente.

Hora de conectar momentos pasados, de comprobar si la roca seguía en la caja. La caja mágica, la roca mágica, sólo que Jack sabía que no tenía nada que ver con la magia.

La memoria es el secreto. Pero no siempre recuerdo

Se puso en pie y agarró los cierres del baúl. Para abrirlo por completo tenía que separarlo de la pared. Se preparó para hacerlo. Algo tras el baúl le atrapó los dedos. Distraído, metió la mano, intentando recordar qué había metido ahí detrás… y atrapó un delgado portafolios negro. El portafolios tenía setenta y cinco centímetros de ancho y cuarenta y cinco de alto, y estaba cerrado con una vuelta de lino sucio.

Deshizo el nudo; se le daban muy bien los nudos.

El portafolios contenía nueve o diez dibujos realizados sobre un grueso papel de dibujo. De alguna forma le resultaban familiares. A primera vista, el primero de ellos podría haber mostrado las proas alargadas de tres barcos cruzando un mar negro lleno de olas, como los trasatlánticos de los carteles antiguos. Pero las proas salientes eran curvas y pesadas, y el mar era en realidad montañas; decidió así que los tres objetos no eran barcos. Tenían que ser inmensos… de docenas o incluso cientos de kilómetros de alto.

Alguien —él no— había dibujado posibles detalles en el interior de las curvas, líneas finas y masas de sombras. De la más central y prominente de las tres formas se alzaba una torre estrecha o un mástil. Claramente era arquitectura, no barcos.

Apartó el primer dibujo —emitió un silbido de papel agitándose— y, con labios apretados, examinó el segundo. Éste no le gustó en absoluto. Alzándose tras una versión a menor escala de los tres objetos, tocado con lápices de colores, pastel, lápiz y acuarela un orbe achatado se extendía sobre casi toda la página. El orbe estaba bordeado por un fuego rojo oscuro, pero el centro era un negro pintado con cera, con muchas capas. Cuando sostuvo el dibujo inclinándolo adecuadamente, de forma que no reflejase ninguna luz, el centro del orbe se convirtió en un ojo eclipsado con diminutas llamas disparadas en lugar de párpados y pestañas. Alrededor del orbe lo que podía verse del cielo daba la sorprendente impresión de tela podrida y desgarrada: una fantasía de texturas y colores oscuros resaltada con garabatos multicolores.

Le resultaba fácil imaginar los garabatos reluciendo como luces de neón.

Era imposible que fuesen de su compañero de piso. En ese aspecto Burke no tenía absolutamente ningún talento; tampoco cualquier otro, excepto el de ser segundo de cocina, que era talento suficiente para ganarse la vida de verdad, al contrario que ser artista callejero.

Jack intentó apartar la vista de la página, pero le retenían con una fascinación que le revolvía el estómago. Todo eso lo había visto antes; sabía qué eran. Por tanto…

¿Qué eran?

Cerró el maletín con una risa rota, lo ató y lo volvió a colocar tras el baúl. Empujó el baúl contra la pared, con fuerza.

—Además de mí, ¿quién más vive en esta habitación? —se preguntó.

21

El almacén verde

Ginny daba vueltas en el catre, enrollando mantas y sábanas. Como una cobarde que no tenía ningún otro lugar al que ir, había regresado al almacén. Dudaba que alguien, excepto
Minimus
, se hubiese percatado de su ausencia.


Casi
sé su nombre —susurró, para luego tomar aliento, dejar escapar el aire lentamente, expulsando sus preocupaciones en una nube que se elevó hasta el techo y atravesó las grietas para extenderse en lo alto del aire nocturno.

Sus ojos miraron a través del viejo tragaluz, sin ver la pálida luna a través de las nubes. Mientras se retorcía, emitiendo gemiditos tensos, la luna dotó a su cara de un brillo fantasmal; estaba muy lejos, con las pupilas dilatadas, el pulso rápido; muy lejos y asustada.

No estaba dormida. No estaba despierta.

En esta ocasión Ginny no apartó a su anfitriona del control del cuerpo, sino que lo compartió. Tiadba sólo tuvo una vaga sensación de que alguien miraba por los mismos ojos y escuchaba por los mismos oídos.

Estaban pasando demasiadas cosas como para que eso fuese importante.

Gradualmente, Ginny —que no tenía el control, que era incapaz de dirigir los ojos compartidos— dedujo que Tiadba se encontraba en un amplio lugar gris; los muros, si los había, muy alejados o por detrás, y a sus pies, un mar poco profundo de polvo centelleante y que gemía al pisarlo con pies desnudos.

Tiadba iba perdida en pensamientos melancólicos. La aventura no tenía ningún sentido… todo el adiestramiento, todos los planes, ahora nada.

El grupo se había unido a varios Alzados. A la derecha de Tiadba habló una voz profunda y musical.

—Queda poco tiempo. Atravesaréis el portal cuando estéis totalmente preparados. Nadie parte sin las herramientas y el adiestramiento adecuados.

Tiadba miró al hablante, envolviendo el extraño y largo rostro del Alzado en su propio miedo y frustración. Tiadba llevaba una máscara plateada para protegerse del polvo que se elevaba de entre sus pies en forma de penachos bajos. Formaba parte de un grupo de trece, nueve de ellos progenies antiguos. Sus escoltas o guardias: cuatro Alzados que les acompañarían hasta el límite de lo real y luego les entregarían al Caos, Los nueve y sus escoltas caminaban bajo un alto techo oscuro y gris, mientras que los muros que quedaba atrás se iban convirtiendo en líneas delgadas. El efecto resultaba desconcertante: un inmenso espacio plano, tinieblas arriba y nada alrededor excepto una ilimitada planicie polvorienta.

¿Cuánto tiempo les llevaría llegar a donde iban? ¿Y dónde estaba eso?

El mayor de los Alzados emitió un trino que Tiadba interpretó como humor.

—Respira por la máscara —le aconsejó—. No hay nada venenoso. No es más que el viejo y precioso polvo… más antiguo que tú, ¡más antiguo que cualquiera de nosotros! —Medía al menos el doble que Tiadba, con largos brazos y gráciles piernas, un rostro corto, ancho y de color perla de delicadas líneas, y grandes ojos marrones, situados a cada lado de una nariz plana que no tenía fosas nasales aparentes. (Ginny intentó recordar si los Alzados eran humanos… Tiadba parecía pensar que sí lo eran, aunque distantes y con una relación no demasiado clara). Vestía un traje negro ajustado con varillas rojizas muy juntas que parecían cambiar de posición cada pocos segundos: desconcertante.

Las ropas de los progenies —excepto las máscaras— eran lo que llevaban puesto a su llegada: pijamas color pardo.

Tiadba (y a su vez Ginny) empezaba a comprender lo ingenuos que habían sido.
¿Quién está engañando a quién? ¿Lo sabía Grayne, antes de entregarnos… antes de morir?

Y Ginny podía sentir que Tiadba todavía se recuperaba de un susto desagradable, acompañado de pena… la pena todavía ardía. Algo había sucedido en los Niveles, algo que Tiadba no había experimentado nunca.

Una parte de la mente de Tiadba fue muy consciente de la presencia de Ginny.
¡Tú! Vete. ¡O estate quieta y guarda silencio!

Ginny agitó los ojos y durante unos instantes volvió a ver el almacén, el tragaluz; una vez más sintió la presencia de las cajas apiladas contra las paredes. La manta marrón del camastro la retenía como un sudario; miraba como si estuviese loca, con el cuello tenso.

En otro lugar, el tiempo fluía; ella no estaba ni aquí ni allí.

Sólo recordaba vagamente dónde había estado y quién, un nombre perdido, tres notas de una canción mucho más larga que no podía recordar.

Luego, sus párpados se agitaron y cayeron. La respiración se volvió superficial y rápida.

Su cuerpo se ajustó.

Se había ido de nuevo.

Ya había atravesado la planicie de polvo centelleante. Por delante, un grupo plateado de edificios esféricos, como burbujas de jabón fabricadas con luz de luna, se elevaba de un pedestal rodeado de riachuelos del mismo polvo, formando dunas bajas y meandros sobre un suelo negro sin profundidad.

—Aquí nada es real —dijo un joven que iba cerca de Tiadba. Se llamaba Nico. Todos estaban más que cansados; para guiarse ya no disponían del brillo total del cel sobre los Niveles. Su mundo se había expandido inmensamente y en su mayor parte era un lugar feo, extraño y estéril. Tiadba miró a los nueve, a sus nueve.

Tú… dentro de mí. Éste podría ser un momento peligroso. Somos un equipo roto. No sé qué vamos a hacer
.

Ginny seguía sin tener capacidad de respuesta. Se sentía sólo lejanamente conectada; lo que Tiadba veía pareció agitarse y distanciarse como en un túnel, igual que la imagen en el extremo de una larga tubería.

Ginny no era más que una pasajera muy mal conectada, agitada por los pensamientos de su anfitriona, incluso por los latidos de su corazón. No podía hablar, apenas podía mirar.

Las sábanas le apretaron más. En algún lugar se caía de algo…

El grupo subió por una rampa para llegar al pedestal y se limpiaron como pudieron el polvo de pies y pantorrillas. Tiadba conocía sus nombres, intentó repetirlos por lo bajo, como si se los presentase a su invitada.

Agradecía no estar descarriándose ahora; al igual que Ginny —cuyo nombre no podía pronunciar o dar sentido— su recuerdo de las ausencias era mínimo.
No vas a hacerme a un lado, ¿verdad? Eso sería incómodo para las dos. Podríamos morir
.

El grupo entró en la más cercana de las burbujas plateadas. Dentro, dispuestas sobre soportes transparentes, las armaduras resplandecían y destellaban en las articulaciones con falsos fuegos. Sobre los hombros colgaban cascos divididos. Eran como trajes de submarinismo pero segmentados, gruesos y muy acanalados…

¿Buceáis, en el agua? ¡Ahora no me distraigas! Por favor

Ginny, avergonzada, quería retirarse, pero no podía… como un diente suelto que cuelga de un nervio doloroso, ni en la mandíbula ni fuera, se sentía agitada por las emociones de Tiadba; sin embargo, sabía que la mente superior de Tiadba sólo era vagamente consciente de que algo era diferente. En esencia, Ginny estaba siendo aconsejada —rechazada— por las amas de llave de su anfitriona, las organizadoras y cuidadoras de las necesidades diarias del cuerpo.

Y cuando se fuese, Ginny sabía bien que esos mismos sistemas borrarían la pequeña irritación de su presencia. Como hacían sus propios asistentes cuando los papeles se invertían y era ella la anfitriona. ¡Tan extraño! ¡Saber tales cosas!

Si al menos pudiese evitar el olvido, podría recuperar esas experiencias, reflexionar sobre ellas mientras estaba despierta, encajarlas junto con todas las otras piezas del puzle… y quizá completar la imagen.

Tan pocas cosas tenían sentido.

Los trajes llamativos —rojo apagado, amarillo pastel, verde etéreo, nueve tonos diferentes— ocupaban por completo la conciencia de Tiadba, como si no pudiese ver nada más. En el campamento base les habían hablado de esas maravillas, pero sólo recientemente, sólo justo antes de la marcha por la planicie polvorienta en la caverna gris. Eran dispositivos que les ayudarían a mantenerse con vida en el Caos, más allá del borde de lo real… y, como tales, quedaban más allá de la experiencia de cualquiera de los progenies antiguos de los Niveles. Qué maravilloso saber de ellos; ¡y qué inquietante que te dijesen que eran necesarios!

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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