—Has sido un irresponsable —añadió Katie muy seria.
Graham suspiró. Después de la calurosa bienvenida, los abrazos, los besos y las lágrimas, había llegado el momento de los reproches.
—No vuelvas a hacerlo nunca más —dije—. Puedes hacer agujeros en el césped, puedes dejar pelo por toda la casa, incluso puedes vomitar en el coche, pero te prohíbo terminantemente que desaparezcas.
Graham parecía completamente abatido.
—Menudo lío has organizado —le reprendió Matt.
—Has disparado nuestro nivel de estrés —apuntó Katie—. Nos has tenido a todos corriendo de un lado para otro hasta encontrarte, incluso a Jos.
—Sí —dije—, incluso a Jos. Lo cual ha sido un detalle por su parte, ¿no crees? —Graham no parecía muy impresionado que digamos—. Pero ¿cómo habrá sabido llegar a casa de Peter? —me pregunté en voz alta por centésima vez.
—Estuvo allí una vez, el domingo de Pascua —contestó Matt—. Es evidente que se acordaba del camino.
—Se guió por el olfato —opinó Katie—. Los perros tienen un olfato doscientas cincuenta mil veces más agudo que el nuestro. Se ve que pueden detectar una gota de vinagre en ciento cincuenta mil litros de agua.
—No todos los perros —dijo Matt, con mucha razón—. Vaya, seguro que Jennifer Aniston no sería capaz de detectar ni un cubo de vinagre. Pero Graham es muy listo —afirmó, acariciándole las orejas—. Aunque ha sido malo, ¿a que sí, Graham?
—Bueno, creo que ya está bien —comenté, metiendo las galletas en el horno—. Bien está lo que bien acaba, como dice el refrán.
En ese momento sonó el teléfono.
—¡Es tu abogado! —gritó Katie.
—Hola, señora Smith —saludó una agradable voz femenina—. Soy la secretaria del señor Cheetham-Stabb. Me ha pedido que la llame en referencia a los documentos que le envió en junio.
—Ah. ¿Qué documentos son esos?
—La declaración del demandante en apoyo de la solicitud de divorcio, que tiene usted que firmar en presencia de otro abogado. En el formulario también se le requiere que confirme que la firma de su marido es en efecto de su marido.
—¿Y eso por qué?
—Para impedir que otras mujeres falsifiquen la firma de su esposo para obtener el divorcio.
—¿Hay quien hace eso?
—Desde luego lo intentan. Le enviamos los papeles hace tres meses. Ahora que el señor Cheetham-Stabb ha vuelto de sus vacaciones quiere poner las cosas en marcha.
—Sí —suspiré—, muy bien.
—Me sorprende que no haya usted recibido el envío. Era un sobre marrón, tamaño din A5.
—Ah, ya. Es que yo nunca abro los sobres marrones —expliqué—. Una especie de fobia, supongo. Siempre se los dejo a mi marido, pero él está en Estados Unidos y no vuelve hasta la semana que viene.
—En ese caso le enviaré un duplicado. En un sobre blanco.
—Gracias. Pero no hay prisa, no se preocupe. Seguro que tiene usted otras cosas que hacer.
El sobre blanco llegó a mi puerta a las ocho de la mañana del día siguiente. Lo abrí, pero estaba tan ocupada preparando la vuelta de los niños al colegio, que pasaron varios días sin que leyera los papeles. El domingo por fin me senté en la cocina a echar un vistazo al formulario color crema. Consistía en una serie de preguntas: «Pregunta: Exponga brevemente sus razones para sostener que el demandado ha cometido adulterio. Respuesta: “Él mismo confesó”. Pregunta: ¿En qué fecha llegó a su conocimiento que el demandado había cometido adulterio? Respuesta: “El día de San Valentín”. Pregunta: ¿Le resulta intolerable vivir con el demandado? Respuesta: “Bueno, sí, supongo”».
Dios mío, aquello era horroroso. Dejé a un lado el formulario, demasiado deprimida para seguir adelante. Los niños acababan de volver al colegio y hacía casi una semana que no veía a Jos.
—Cariño, te estoy descuidando. Perdóname —me dijo cuando me llamó esa misma noche—. Pero me temo que esto va a seguir así hasta que se estrene
Madame Butterfly
.
—No te preocupes, lo entiendo. Ya sé que estás trabajando todo el día.
—¿Por qué no vienes mañana a verme? —me sugirió—. Te quedas a ver un rato el ensayo técnico y a lo mejor podemos escaparnos para tomar algo.
De modo que la tarde siguiente fui en metro a Covent Garden y me acerqué andando a la entrada de artistas, en Floral Street. Los altavoces estaban conectados en recepción, de manera que mientras esperaba a Jos oía golpes y ruidos en el escenario.
—El ensayo técnico se reanudará en veinte minutos —oí anunciar al director—. Todo el personal técnico volverá al escenario dentro de veinte minutos.
Eché un vistazo al programa que Jos me había dado y al leer su nombre y su biografía se me hinchó el corazón de orgullo. La sinopsis explicaba que la Butterfly, una geisha de quince años, se casa con Pinkerton, un guapo teniente norteamericano. Para él no es más que una relación sin mucha importancia, pero ella está tan enamorada que incluso se convierte al cristianismo por él. Cuando el barco de Pinkerton parte para Estados Unidos, la Butterfly está convencida de que él volverá. Tres años más tarde Pinkerton vuelve y ella se prepara jubilosa para recibirle, sin saber que él se ha casado con una norteamericana llamada Kate. Pinkerton envía al cónsul, Sharpless, para preparar a la Butterfly, pero Sharpless descubre no solo que la geisha todavía adora a Pinkerton, sino que además tiene un hijo de él. El caso es que se ve incapaz de contarle la cruda verdad. La mañana siguiente Pinkerton va a la casa de ella. Butterfly está dormida, después de esperarle despierta toda la noche. Pinkerton se lleva una sorpresa al ver al niño, que se parece a él, y se llena de remordimientos, pero es demasiado cobarde para hablar cara a cara con la geisha, de modo que deja que Kate y Sharpless se encarguen de ello. Cuando la Butterfly se despierta y ve a Kate en el jardín intuye la verdad. Kate le explica que Pinkerton y ella quieren adoptar al niño. La Butterfly accede con la condición de que Pinkerton vaya en persona a por él. En cuanto se queda sola se despide de su hijo con un beso y se suicida, porque ya no le queda nada por lo que vivir.
—Terrible —murmuré. Se me había puesto la piel de gallina y se me habían llenado los ojos de lágrimas—. Terrible.
—¡Faith! —De pronto se abrieron las puertas de cristal y apareció Jos sonriente—. ¡Pero bueno! ¿Qué pasa?
—No, nada.
—Estás muy seria. ¡Alegra esa cara, mujer!
—No, si ya estoy más animada.
Y era verdad. La trágica historia de Puccini había desaparecido de mi mente y fue como si saliera el sol. Allí estaba Jos, todo sonrisas, y yo me sentí contenta. Tenía el pelo despeinado, la camisa fuera del pantalón y una barba de dos días. Incluso así desaliñado estaba guapísimo. Y yo me había vuelto a enamorar de él como una tonta desde que nos ayudó a buscar al perro.
«Tengo mucha suerte —me dije—. Es verdad que Jos no es perfecto y que a veces no estoy muy segura de nuestra relación, pero Lily tiene razón. Es una suerte haber encontrado a alguien como Jos».
En ese momento Jos me presentó con orgullo a la recepcionista, diciendo:
—Es encantadora, ¿a que sí?
Luego me guió por unos pasillos pintados de gris y subimos dos tramos de escaleras.
—Tengo que coger unas notas que me he dejado en el taller de modelos. Luego bajaremos al auditorio para ver el principio del segundo acto. El taller de modelos se llama así porque todos somos guapísimos.
—Tú desde luego —sonreí.
En realidad el taller de modelos era como el despacho de un arquitecto. Los diseñadores estaban sentados en sus mesas dibujando líneas en papel cebolla o cortando cartulinas. A un lado había varias réplicas diminutas de escenografías de óperas y ballets. Una de ellas era
Coppélia
, otra
El caballero de la rosa
y también estaba
Madame Butterfly
. Era como una casa de muñecas.
—Las hacemos veinticinco veces más pequeñas que su tamaño real —me explicó Jos mientras rebuscaba en su mesa—. Pero tiene todos los detalles, hasta las guirnaldas de flores con las que la Butterfly decora su casa cuando vuelve Pinkerton. Por suerte Madame Butterfly es una obra sencilla, de modo que la escenografía también lo es.
En la maqueta se veía la casa de madame Butterfly, una pequeña estructura cuadrada con una cortina blanca hecha de gasa. Dentro había un futón y, en la esquina, una bandera americana y un jarrón de flores. Había incluso un espejo en la pared. En torno a la casa había un porche. Los tablones del suelo eran del tamaño de palos de polo. En la parte delantera había un jardincito, con un estanque de lirios y un puente. Y también se veía a la propia Butterfly, junto al cerezo, esperando a su amado Pinkerton. En el fondo, en lugar del puerto de Nagasaki había un horrible bloque de pisos.
—¿Te gusta? —preguntó Jos.
—Mucho. Pero el bloque de pisos es feísimo.
—Está hecho adrede, para enfatizar que la Butterfly está ciega a las duras realidades de la vida. El director no estaba muy seguro, pero al final lo convencí. Cuando Butterfly conoce a Pinkerton, piensa que la vida es un camino de rosas, pero al final tiene que reconocer que se engañaba.
—Pobre Butterfly —susurré—. Sufre muchísimo.
—La verdad es que es una idiota.
Alcé la cabeza sobresaltada.
—¿No te parece un poco duro decir eso?
—No, porque es verdad. La Butterfly se busca ella sola lo que le pasa —afirmó Jos con una sombría sonrisa—. Todo el mundo le advierte que su amor por Pinkerton es una locura, pero se niega a escuchar. Ella conocía muy bien las reglas del juego —prosiguió irritado, haciendo gestos con la mano—. Sabía que su relación era solo temporal, así que la culpa de todo la tiene ella misma.
—Sí, pero una cosa es saber y otra sentir —dije—. Además, es muy joven.
—Es una idiota —repitió Jos sin hacerme caso—. Una idiota redomada, porque un príncipe japonés le ofrece matrimonio y ella se niega, la muy estúpida.
—Bueno, porque no quiere resignarse —repliqué—. No puede. Está dispuesta incluso a morir por amor.
—Su suicidio no es más que un acto de egoísmo —dijo Jos con desdén—, para castigar a Pinkerton.
—Pero Pinkerton es un cerdo. Está bien que le castiguen.
—Yo no estoy de acuerdo. —A estas alturas Jos parecía enfadado.
«Esto es una locura», me dije. ¡Nos estábamos peleando por una mujer que ni siquiera existía!
—Pues yo creo que su suicidio es trágico. La Butterfly renuncia a todo. Es un acto noble y maravilloso.
—Lo siento, Faith, pero yo no puedo sentir nada por una niñata loca y patética que juega a hacerse la víctima. Aunque, por suerte para los que trabajamos en la ópera, mucha gente simpatiza con eso.
Los crueles comentarios de Jos me habían dejado de piedra, pero decidí olvidarme de ellos. La verdad es que a veces Jos dice cosas que no me gustan nada, que me dejan tensa, de modo que lo mejor es no hacer ni caso y pensar más bien en lo que Jos tiene de bueno. En todo caso, razoné mientras bajábamos por las escaleras, no siempre podemos ver las cosas de la misma forma. Es imposible, sobre todo porque nuestras experiencias en la vida han sido muy diferentes. De modo que si Jos quiere enfadarse por Madame Butterfly, que haga lo que quiera. Al fin y al cabo hace tiempo que trabaja en la ópera y por fuerza su punto de vista tiene que ser más sofisticado que el mío.
Ahora estábamos entre bastidores, donde los técnicos de luz y sonido estaban reunidos en pequeños grupos. Yo me quedé a un lado mientras Jos se acercaba a hablar con el diseñador de luces, el director y el productor. Varias personas llevaban auriculares. Un carpintero ajustaba la cortina en casa de la Butterfly y tres pintores muy jóvenes daban los últimos toques al telón de fondo.
—Esto es otro mundo —me dije.
Me hundí en una de las butacas de terciopelo rojo del auditorio. Jos iba de un lado a otro como un rey creativo. Todo el mundo le miraba, todo el mundo quería hablar con él, todo el mundo quería saber su opinión. Parecían respetarle muchísimo.
—Esto es lo que la gente recordará —murmuré, mirando el escenario—. Recordarán a los cantantes y la orquesta durante un tiempo, pero la mayoría del público retendrá sobre todo el aspecto del escenario y el vestuario de los actores.
«Tengo mucha suerte —pensé una vez más, mientras se atenuaban las luces y comenzaba el ensayo técnico—. Sí, mucha suerte —me repetí como un mantra—. Tengo muchísima suerte».
—Tienes mucha suerte —decía Peter unos días más tarde—. Lo sabes, ¿verdad? —Estaba de rodillas en la cocina, mirando a los ojos a Graham, que movía la cola muy nervioso—. Eres un perro muy afortunado. Así que no tientes a la suerte. —Graham le lamió la nariz—. Y la próxima vez que quieras venir a mi casa, primero me llamas, ¿de acuerdo? Muy bien, se acabó el sermón. Choca esos cinco. —Graham alzó la pata derecha—. Siento mucho no haberte podido ayudar a buscarlo —me dijo Peter.
—No podías. Pero Jos nos echó una mano.
—Vaya, qué amable. Todo un detalle, sobre todo teniendo en cuenta lo mal que se llevan. —Le serví más café—. Voy a echar un vistazo a esos sobres —añadió, señalando la pila de sobres marrones—. Deberías intentar superar tu miedo al marrón, ¿sabes?
—Ya, pero es que no puedo.
—Pues tendrás que hacerlo, porque cuando termine lo del divorcio… —Peter trazó una cuchillada imaginaria en su cuello— no podré encargarme de ellos. —Asentí con la cabeza. Era verdad—. Dime, ¿cómo van las cosas con Jos?
Me sorprendió un poco la pregunta y su tono alegre y amistoso. Pensaba que Peter no querría saber nada de Jos, como me pasa a mí con Andie.
—Va todo bien, ¿no?
—Sí, muy bien. Muy bien. En fin. Bien. —Me sentía incómoda hablando de mi novio con el que todavía era mi marido—. Todo va muy… muy bien —repetí con un suspiro.
—Bien —asintió él—. Bien. Qué bien. —Seguimos tomando el café en silencio—. Así que la relación va bien.
—Bueno, sí —contesté, jugueteando con la cucharilla—. Sí. Aunque…
—¿Qué?
—Bueno, de momento está muy ocupado con la ópera.
—Claro. Tiene un trabajo muy interesante.
—Sí.
—Así que todo va bien, ¿eh?
—Pues sí. Muy bien. Casi siempre.
—¿Casi siempre?
—Sí, casi siempre. Vaya, que todo va bien. Muy bien. Genial. Pero no es una relación perfecta.
—¿Ah, no? —Ahora él toqueteaba el azucarero.
—No, perfecta no.