—Ay, vamos a dejarnos de teatro —terció Katie—. Mamá, fuimos a casa de Andie.
—Ah —dije consternada.
—Bueno, Jos viene mucho por casa, así que no veo por qué papá no puede ir a casa de Andie.
—Sí, supongo. —Pero dolía. Yo ya sabía que Peter iba a casa de Andie. Por supuesto. Pero no me gustaba nada la idea de que llevara a mis hijos.
—Tienes que aceptarlo, mamá —afirmó Katie—. Hace ya seis meses que papá y tú os separasteis.
Yo la miré y suspiré. Era verdad. No se puede nadar y guardar la ropa.
—¿Y cómo es su casa? —pregunté, tragando saliva.
—¡De lujo! —exclamó Matt.
—Ya me imagino. ¿Dónde está?
—En Notting Hill.
—También era de esperar.
—Tiene cinco habitaciones —explicó Matt con ojos como platos.
—Qué sorpresa.
—¡Y una cama de matrimonio gigante! —Me sentí enferma—. ¿Y sabes lo que tiene en la cama, mamá?
—No, y no quiero…
—¡Muñecos!
—¿Qué?
—Un montón de muñecos de peluche —repitió Matt—. ¡Y todos tienen nombre!
—Vaya, es un poco raro para una mujer de treinta y seis años.
—Qué va, mamá —terció Katie.
—Pues a mí me lo parece.
—No, digo que tiene más de treinta y seis.
—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque le he visto el pasaporte. Se lo había dejado en la mesa de la cocina y le eché un vistazo.
—¡Katie! Eso no se hace. Pero dime, ¿cuántos años tiene?
—Cuarenta y uno.
—¡Caramba! ¿Lo sabe papá?
—No lo sé. No se lo he preguntado.
—Pero tiene gracia —apuntó Matt.
—¿Que tiene gracia? —pregunté, recordando a la rubia tan seria que había visto en la tele. No me imaginaba que pudiera tener gracia en nada.
—Lo que quiero decir es que es un poco rara —explicó—. Llama a papá todo el rato como si fuera un niño pequeño —añadió con una carcajada.
—¿Cómo le llama?
—Bueno… —Matt se moría de risa—. Le llama caramelito.
—¡No!
—¡Y cariñín!
—¡Aaagh!
—Y pastelillo.
—Qué horror.
—Y chatito.
—¡Aaaaagh! —Graham me puso las patas en el regazo—. ¡Yo eso no lo he dicho nunca! ¿A que no, chiquirritín? ¿Y papá qué dice?
—Nada. Sonríe más o menos —contestó Matt.
—¿Y él cómo la llama?
—Andie. Pero ella misma se llama…
—¡No me lo digas!
—Sí —dijo Katie—. ¡Andie Pandy! —A mí se me salían los ojos de las órbitas—. A papá no le hace mucha gracia. Me parece que lo encuentra estúpido. No creo que entienda por qué Andie lo hace, pero yo sí lo entiendo. Es una forma de infantilismo —explicó dándoselas de entendida—, porque es evidente que Andie tiene problemas con su edad. Además intenta proyectar una imagen de niña pequeña y vulnerable para ocultar el hecho de que es una persona dura y ávida. Los muñecos de peluche también responden a eso. Por supuesto, a un nivel psicológico más profundo todo concuerda, incluyendo su casa de cinco habitaciones, con su evidente deseo de…
—Un momento, un momento —interrumpí—. Esta mujer es una gran cazadora de talentos. No creo que quiera dar una imagen de niña pequeña.
—En casa sí. Quiere ser la nenita de papá, para que él la cuide, porque Andie sabe que a los hombres les gustan las mujeres vulnerables e indefensas. Y esto, por cierto, es la razón de que Lily siga soltera. Por otra parte —prosiguió— es también una forma de manipulación. Le ha puesto a papá todos esos nombres de niño de pecho para poder manipularlo. Es una forma de castración —concluyó Katie—. Para así poder conseguir lo que quiere.
—Vaya —dije—. Pobre papá.
—También es una manera de mostrar posesión. Todos sus apelativos cariñosos van precedidos del posesivo «mi». Muy significativo. Es una señal evidente de desesperación.
—Madre mía. Qué raro —comenté—. ¿Seguro que no te estás pasando Katie? Vaya, papá parece contento. A mí me dijo que no tenía problemas, y papá siempre dice la verdad. —Los niños guardaron silencio—. Papá es feliz, ¿no?
Matt se encogió de hombros.
—No sé.
—No se lo hemos preguntado directamente —explicó Katie con cautela—. Solo sabemos lo que vemos. Pero yo diría que papá está tan bien con Andie como tú con Jos.
—Yo estoy estupendamente con Jos —dije muy tiesa—. Nuestra relación es seria.
—Ya —dijo Katie con aire de superioridad—. Ya lo sabemos. —Entonces me dedicó una de sus peculiares sonrisas. Es una mala costumbre que ha heredado de su padre. La verdad es que se parece a Peter en muchas cosas.
Esa noche todos aquellos irritantes comentarios me daban vueltas en la cabeza sin dejarme dormir. Aunque en algún momento debí de quedarme frita, porque tuve un sueño muy raro sobre un iceberg. De todas formas no debí de dormir muy bien, porque me despertó el chasquido del buzón cuando llegó el periódico. Graham y yo bajamos un poco atontados. Le preparé un té (con leche y sin azúcar) y me puse a leer el
Sunday Times
, pegándomelo a la cara, porque no me había puesto las lentillas. Fui directamente a la sección de cultura, suponiendo que habría alguna reseña sobre ópera. Pero en lugar de un pequeño artículo, había toda una página doble sobre Jos. Se titulaba: EL DISEÑADOR DE LA BUTTERFLY EN PLENO VUELO. Ahí estaba Jos, sonriendo con el pelo alborotado, tan guapísimo como siempre. Tiene algo en esos ojazos grises que resulta irresistible. El artículo era bastante halagador. Era evidente que el periodista había quedado encantado con Jos. De hecho se parecía mucho al que había publicado el
Independent
hacía seis meses. «Supongo que tengo mucha suerte… —decía Jos—. Me apasiona lo que hago… La obra de Stephanos Lazaridis es maravillosa… Los deseos del director siempre son lo primero».
Este último comentario me resultó curioso, porque me acordaba de lo que me había dicho en la ópera: «El director no estaba muy seguro con la escenografía, pero al final lo convencí». Qué raro. Pero enseguida se me fue de la cabeza, porque me llevé la sorpresa de ver mi nombre impreso. «Últimamente se habla de la relación de Cartwright con la chica del tiempo de la AM-UK!, Faith Smith —escribía el periodista—. No sé qué haría sin Faith —decía Jos—. Hace seis meses caí bajo el cálido hechizo de su rayo de sol, y ahora estoy totalmente embrujado». Creo que leí la frase noventa y cinco veces. Y luego la volví a leer. A continuación hablaba de
Madame Butterfly
: «La ópera más poderosa de Puccini… Quería mostrar la vulnerabilidad de la Butterfly… Su bonita casa queda eclipsada por los feos bloques de pisos, contra los cuales parece frágil y aislada… Sí, creo que es la mayor heroína de Puccini. Sus alas son de acero. Renuncia a todo por el hombre que ama… Su nobleza y su coraje son inolvidables —concluía—. Admiro su tremendo sacrificio».
Me quedé boquiabierta. Subí a ponerme las lentillas y volví a leer el artículo para estar segura. Luego me puse a mirar por la ventana. La veleta de la casa vecina oscilaba bajo la brisa matutina. Volví a mirar el periódico, la foto de Jos. ¿Cómo podía decir eso?, me pregunté, notando un nudo en el estómago. ¿Cómo podía hablar con tanto desprecio de la Butterfly en privado y luego alabarla de esa forma en público? Me quedé con la mirada perdida, intentando comprender. El teléfono me hizo dar un brinco. ¿Quién demonios me llamaba a las siete y media de la mañana un domingo?
—¡Faith! —gritó Lilly—. ¡¡Levántate ahora mismo y ve por el
Sunday Times
!!
—Estoy levantada. Ya lo he visto.
—¿Has visto el artículo sobre Jos?
—Sí.
—¡Pero Faith! ¿No es increíble?
—Sí. Increíble.
El estreno de
Madame Butterfly
iba a ser todo un evento social, con multitud de celebridades. Debería estar encantada, me dije, pero el caso es que me sentía deprimida. Tan baja como un estrato, pensé mirando el cielo. Me habría sentido mejor si Lily también viniera, pero tenía que asistir a un baile de la caridad. Yo estaba tan alicaída que ni siquiera sabía qué me iba a poner, de modo que fui a echar un vistazo al guardarropa. Tenía mi viejo vestido de Principies, «el de vestir». Era una elección segura: terciopelo negro, bastante elegante. Pero hacía tiempo que no me lo ponía. Al lado había un traje muy bonito de Next (fue una compra de esas impulsivas. Nunca me había sentado muy bien). Había también un vestido de raso que, aunque era barato, tenía buen aspecto. Pero no sería apropiado para la ópera. La verdad es que no tenía nada adecuado, así que le pregunté a Lily si no le importaba prestarme de nuevo el traje rosa de Armani.
—¿El que llevaste a Glyndebourne?
—Sí.
—¡No digas tonterías! ¡De eso ni hablar!
—Bueno, perdona.
—Ni pensarlo siquiera, cariño, porque alguien se podría dar cuenta. ¿Cómo puedes ir a una noche de estreno en Covent Garden con un vestido que todo el mundo conoce?
—Pero es precioso. Además, no irá la misma gente.
—Faith, no puedes correr el riesgo —me aseguró con firmeza—. Mañana por la noche vas a estar en el escaparate, cariño. Te van a señalar, te van a hacer fotos… Y no solo porque eres una celebridad menor, sino porque estás con Jos. Mira, tengo un traje maravilloso de Clements Ribeiro. Te irá de maravilla.
El martes al mediodía envió el vestido con un coche de la compañía, cinco horas antes de que se alzara el telón. Era de punto gris sedoso, cortado al bies, con unos tirantes de brillantes muy bonitos. Era precioso; llamativo pero sin exagerar, elegante y discreto a la vez.
—Lily sabe lo que se hace —le dije a Graham, mirándome en el espejo. Cuando llamé a Jos para decirle que iría al centro en metro, puso el grito en el cielo.
—Ni se te ocurra coger el metro.
—¿Por qué no? Podemos vernos allí.
—Porque vamos a llegar juntos, en limusina. Ya veo que se te ha olvidado. Te lo dije esta semana.
De modo que a las seis y cuarto llegó a casa un enorme Mercedes, más negro y reluciente que un cuervo. Fuimos hasta Burnaby Street a recoger a Jos, que apareció con un esmoquin blanco. Estaba de cine.
—Estás guapísima —me dijo al subir al coche. Le di un apretón en la mano.
—Tú también.
—Esto es lo más importante de mi vida —comentó—. ¿Has leído el artículo del
Sunday Times
?
—Sí —susurré—. Sí. Genial.
Jos miró nervioso su reloj un par de veces mientras avanzábamos entre el tráfico de la hora punta. Para cuando llegamos a Haymarket eran ya las siete y diez. Por fin giramos por Wellington Street y apareció Bow Street y el pórtico corintio del teatro de la ópera y la gigantesca ventana de Floral Hall. Lily tenía razón: había paparazzi a montones. ¿A quién estaban fotografiando? Me incliné un poco para ver. Era Anna Ford, con su nueva pareja. Y allí estaba Emma Thompson con Greg Wise. ¿Y no era aquel Stephen Fry?
—Esta noche van a brillar las estrellas —dijo Jos—. Muy bien, respira hondo. Nos toca a nosotros.
El conductor detuvo el coche y vino a abrirnos la puerta. Yo salí primero.
—¡Faith! ¡Aquí! ¡Faith! ¡Por favor!
Nos detuvimos al pie del escalón y nos volvimos sonrientes. Yo noté la mano de Jos en la espalda.
—Una más —susurró—. Muy bien. Adentro.
El vestíbulo relucía con los destellos de diamantes, oro y piedras preciosas. El aire estaba cargado de distintos aromas de perfumes caros. Subimos por la enorme escalera alfombrada de rojo y nos sentamos en el Grand Tier. Yo miré un momento el enorme telón de terciopelo rojo, con el emblema real bordado en oro. Justo bajo nosotros estaba el patio de butacas y muy por encima los palcos escalonados, como las cubiertas de un crucero. Miré discretamente a izquierda y derecha. Es verdad que a la AM-UK! vienen a veces famosos, pero aquello no tenía comparación. Al final de nuestra fila estaba Cate Blanchett con su marido, y justo delante William y Ffion Hague. A un lado del patio de butacas vi a Michael Portillos y a su derecha a los Blair. En uno de los palcos estaba Joanna Lumley y en otro Michael Buerk. Había tantos famosos que de pronto sentí el impulso de levantarme para hacer la ola.
—¿Qué tal andas de italiano? —preguntó Jos sonriente.
—No demasiado
caldo
, me temo. Leeré los subtítulos.
De pronto llamearon las luces y cuando se atenuaron estalló un susurro reverencial. A continuación salió el director de orquesta, entre los aplausos del público. Se acercó al foso, subió al podio, se inclinó una vez y alzó la batuta. Se produjo un instante de silencio y de pronto, entre el estallido de los violines, se alzó el telón y apareció Pinkerton el día de su boda. La belleza de la música contrastaba con sus cínicas palabras: «Me caso de acuerdo con la costumbre japonesa… —cantaba—. Puedo divorciarme en cualquier momento». Luego brindaba por «el día en que me case con una auténtica americana». Entonces, entre bambalinas, se oye la voz de la Butterfly, dulce y aguda. Se acercaba a la casa con sus criadas. «Soy la mujer más feliz de Japón —cantaba—. Este es un gran honor». Llevaba su quimono ceremonial, con flores en el pelo. Se adelanta para saludar a Pinkerton. «La mariposa ya no puede volar —cantaba él mientras los casaban—. Te he cazado y ahora eres mía». «Sí, para toda la vida», contestaba ella feliz.
Yo moví la cabeza, compadecida de su terrible destino. Seguramente lancé un suspiro, porque de pronto Jos me apretó el brazo y vi de reojo que se llevaba el índice a los labios. Pero la verdad es que no podía evitarlo. Me daba mucha pena la Butterfly. Cuando cayó el telón una hora más tarde, al final del primer acto, me dolía la garganta de contener el llanto.
—Cariño, espero que no te pases toda la obra lloriqueando —me dijo Jos mientras íbamos al bar.
—Seguramente —contesté con una débil sonrisa.
—Pues intenta controlarte. Es muy molesto.
—Está bien. Pero es que es tan triste… Deberían dar un par de kleenex con el programa —bromeé.
Jos no se rió, pero es verdad que tenía otras cosas en la cabeza. Al fin y al cabo era una noche muy importante para él, y yo no lo había tenido en cuenta.
—La escenografía es maravillosa —le dije cuando volvió con el champán—. ¡Eres genial, Jos! Estoy muy orgullosa de ti.
Ahora por fin sonrió. El bar de Floral Hall era una aglomeración de alta costura y sarga negra.
—… una voz fabulosa.
—… prefiero a Laurent Perrier.
—… ah, no lo conozco. ¿Es bueno?
—… una casita estupenda.