—… no me entusiasma el libreto.
—… los dos pequeños están en Stowe.
El timbre sonó un par de veces y volvimos a nuestros asientos. El champán se me había subido un poco a la cabeza y todo me giraba. «No debo llorar en el segundo acto —recordé—, porque a Jos no le gusta nada». Así que para distraerme me puse a mirar el auditorio, primero los palcos y luego las butacas. Y de pronto se me aceleró el corazón de tal manera que pensé que se me iba a salir del pecho. Porque en la zona derecha estaba Peter… con Andie. Fue como si me hubieran arrojado al vacío desde un avión.
—¿Pasa algo, Faith? —preguntó Jos. Se me había caído el alma a los pies.
—No, no, nada.
Tenía la cara ardiendo, la boca seca y los pelos de punta. Era como si tuviera una hormigonera en el estómago y un puñal clavado en el pecho. Dios mío. Dios mío. Nunca los había visto juntos. Y ahora ahí estaban, el uno al lado del otro, el que había sido mi marido durante quince años… y ella. Me quedé con la vista fija en ellos. Era de masoquistas, ya lo sé, pero no podía evitar mirarlos, aunque no quería verlos. Peter iba de esmoquin y ella llevaba un vestido de raso rojo. Estaba charlando con él y le quitaba pelusas de las solapas. De pronto apoyó la cabeza en su hombro. A mí me dieron ganas de levantarme y gritar: «¡Hija de puta! ¡Deja en paz a mi marido!». Pero conseguí recordar dónde estaba. Aquello era un infierno. ¿Por qué demonios habían tenido que ir esa noche? ¿Y por qué Peter no me había dicho nada? Tenía que saber que yo estaría allí. Ahora Andie le cogió la mano mientras se atenuaban las luces. «¿Qué le estará diciendo?», me pregunté sombría. «Aaay, se está haciendo oscuro, mi caramelito. Tendrás que cuidar de tu nenita, porque tiene un poquitín de miedo». Estaba mareada y el champán todavía empeoraba más las cosas. La orquesta comenzó a tocar y se alzó el telón. Un amargo suspiro escapó de mis labios.
—¡Sssshh! —susurró Jos.
La música acompañaba mi estado de ánimo. Era plañidera, casi funeraria, con un incesante y lento ritmo de tambor. Allí estaba la Butterfly, tres años después, pobre y sola. Había abandonado los quimonos y llevaba un vestido occidental. Había sacado una bandera americana. Su doncella, Suzuki, le decía que no pensaba que Pinkerton fuera a volver.
—Volverá —replica desafiante la geisha—. ¡Dilo! ¡Volverá! Entonces canta «Un buen día», donde imagina el barco de Pinkerton entrando a puerto y a él subiendo la colina hasta su casa—. Me llamará «mi pequeña esposa» y «fragancia de verbena», como me llamaba antes.
Todavía estaba tan enamorada y tan ciega… Había que tener un corazón de piedra para no compadecerse. Ahora llegaba Sharpless, con una carta de Pinkerton. Era obvio lo que significaba. Pero la Butterfly insistía en que Pinkerton todavía la quería. Sharpless intentaba explicarle con mucho tacto la verdad, pero ella no quería oír. Justo cuando estaba a punto de darse por vencido y la música subía en un ominoso crescendo, ella entraba corriendo en la casa y volvía a salir con el niño en los brazos. La Butterfly se quedaba allí, sosteniéndolo con aire desafiante, mientras la música alcanzaba un apogeo insoportable. Se oyó un fragor de trombones, trompas y fagots y luego el ruido ensordecedor de un gong gigantesco.
—¿Y él? —cantaba ella, adelantándose con el niño—. ¿También se olvidará de él?
Sharpless parecía consternado.
—¿Es suyo el niño? —preguntaba débilmente.
—¿Quién ha visto a un niño japonés con los ojos azules? —contestaba ella—. Mira su boca, su pelo dorado.
Jos se tensó a mi lado. Le miré un instante. No, no estaba llorando. Ni una lágrima. Supongo que estaba concentrado en la escenografía y el vestuario, más que en la historia y la música. Luego bajé la vista hacia las butacas, por si podía vislumbrar a Peter en la penumbra. ¿Estaría llorando? Seguramente. Es un sentimental, como yo. «Él no podría haber abandonado a la Butterfly —pensé emocionada—. Desde luego que no. Él habría hecho lo correcto».
Ahora, todavía convencida de que Pinkerton era suyo, la Butterfly llenaba su casa de flores y se ponía el quimono de boda. Luego se quedaba dormida mientras le esperaba. Noté que el público se tensaba, inmóvil, a medida que el drama se intensificaba. Ahora, por fin aparecía Pinkerton con su esposa. Sharpless le recuerda que él siempre supo que la Butterfly se enamoraría perdidamente de él.
—Sí —cantaba Pinkerton—, comprendo mi error. Y me temo que nunca quedaré libre de este tormento. ¡Nunca! ¡Soy un cobarde! —Sí, pensé. Eres un cobarde—. ¡Soy un cobarde!
Y al ver que la Butterfly se movía en sueños sale corriendo. Y yo pensé: ¿Cómo puede un hombre huir de una mujer y un niño pequeño, sobre todo siendo un valiente oficial de la marina? Ahora se oía el llanto de la Butterfly, cuando comprende la terrible verdad.
—¡Todo ha muerto para mí! —lloraba—. ¡Todo ha terminado! ¡Ah!
Entonces llega el momento fatal en que se despide de su hijo.
—¿Eres tú, mi pequeño? —canturrea suavemente—. Espero que nunca descubras que la Butterfly murió por ti… Adiós, mi amor. Vete a jugar.
A mi alrededor se oían llantos contenidos. Yo intenté tragarme mis propias lágrimas. Cuando la geisha saca la espada ceremonial de su padre y se la hunde en el costado, no pude ni mirar. La música volvió a alzarse, entre ahogados sollozos y resoplidos, y luego se fue desvaneciendo poco a poco.
El silencio que se produjo mientras el telón caía delante del cuerpo sin vida de la Butterfly duró por lo menos treinta segundos. Luego estallaron los aplausos, que fueron creciendo hasta convertirse en un estruendo. La gente silbaba y gritaba «¡bravo!». Yo me hubiera unido al clamor, pero no podía. Estaba agotada. Me enjugué las mejillas con la estola. El telón se abrió y uno a uno fueron saliendo los miembros de la compañía.
—¡Bravo! ¡Bravo!
De pronto Jos se puso en pie.
—A mí también me esperan en el escenario —susurró—. Nos vemos luego en el vestíbulo.
En ese momento la Butterfly saludaba al público, abriendo los brazos para agradecer los fervientes aplausos y las rosas que llovían a sus pies. La gente se había puesto de pie, pero yo todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Luego salió al escenario el director de orquesta, con el director de la obra y Jos, y los aplausos crecieron de nuevo. Ellos saludaron sonrientes y luego aplaudieron a la orquesta, que seguía en el foso.
Cuando el primer violín se puso en pie miré hacia las butacas y vi que Peter se enjugaba los ojos. Los aplausos se acallaban por fin y las luces se habían encendido. Al ir volviendo a la realidad sentí una oleada de pánico. ¿Qué tenía que hacer? ¿Quedarme en el asiento hasta que la sala se despejara? No podría soportar encontrarme con Peter y Andie. Decidí quedarme donde estaba, pero no pude, porque el resto de la fila se quería marchar. De modo que me vi arrastrada hacia la salida por una marea humana. La gente a mi alrededor parecía agotada. Muchos habían llorado. Pero es que la obra había sido terrible. Era como ver crucificar a alguien.
Por fin bajamos las escaleras y llegamos al vestíbulo, y yo todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Al llegar abajo miré nerviosa hacia atrás, por si veía a Peter y Andie. Volví la cabeza un segundo, nada más, y se me cayó una lentilla. ¡Dios mío! Se me había nublado la vista. Noté la lentilla rozarme el pómulo. ¡Vaya por Dios! ¡Justo lo que me hacía falta! Habiendo tantísima gente me dio miedo de que la pisaran, de modo que me puse a tantear el suelo a gatas. No veía nada, pero noté que el espacio se iba despejando a mi alrededor.
—¿Ha perdido una lentilla? —preguntó un hombre—. Ya la ayudo a encontrarla.
—Muchas gracias.
—¿Dura o blanda? —terció una mujer.
—Dura. —A pesar de tener la vista nublada, advertí que seis personas se ponían a buscar.
—Menos mal que no es blanda —dijo una voz—, porque son imposibles de encontrar.
—¿Ah, sí?
—Sí, porque se secan y se desintegran.
—Pero por otra parte son más cómodas.
—Ah, a mí no me lo parece.
—Hombre, se pueden llevar mucho más tiempo.
—Yo prefiero las duras.
—¡Ya la tengo! Ah, no, es una lentejuela.
—Yo las llevo de color.
—Yo desde luego prefiero gafas.
—¿Hace mucho que las lleva? —me preguntó alguien.
—Muchos años. No suelo perderlas.
Aunque les agradecía que quisieran echarme una mano, me sentía ridícula. Sabía que Jos se pondría furioso cuando bajara después de su triunfo y se encontrara a su pareja a gatas en el suelo.
—¿Ha traído lentillas de repuesto?
—No —contesté sombría.
—Pues entonces hay que encontrarlas, porque si no se va a quedar a ciegas.
—Lo que necesitamos es una linterna —aseveró un hombre de esmoquin—. ¿Alguien tiene una?
—No.
Suspiré. No encontraríamos esa lentilla jamás. Al día siguiente tendría que ir al trabajo medio ciega. Dios mío, qué noche más espantosa. Y qué final más absurdo.
—Me rindo —dije por fin—. Muchas gracias a todos, pero no creo que la encontremos.
De pronto alguien tendió la mano hacia mí. En la palma estaba mi lentilla.
—¡Gracias a Dios! —susurré. La limpié un poco con saliva y me la puse—. Muchísimas gracias —dije parpadeando—. No…
—Tranquila —dijo Peter.
—¿La ha encontrado? —preguntó alguien—. ¿La tiene o no?
—Sí, sí, muchas gracias. Gracias, Peter.
Los dos nos levantamos un poco temblorosos mientras la multitud circulaba a nuestro alrededor. Peter me sonreía, pero noté que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Te ha gustado la ópera? —preguntó.
—Sí. Bueno, no. Demasiado triste.
—Lo mismo digo. Terrible.
—Terrible. —Nos sonreíamos llorosos—. No sabía que vendrías —dije.
—Ni yo. Ha sido una sorpresa.
—¡Pues qué bien! —exclamé alegremente, aunque por dentro estaba tan desolada como un páramo de Yorkshire. Tenía los nervios de punta, esperando que Andie apareciera en cualquier momento.
Peter sonrió de nuevo aunque con cara triste, y de pronto me cogió la mano.
—Faith —comenzó. Tragó saliva—. Faith, esto es una locura. No puedo soportarlo. Esto que estamos haciendo… es de locos. Faith —imploró—, yo no quiero divorciarme.
—Ya lo sé —contesté con un hilo de voz—. ¿Dónde está ella?
—En el servicio. Vendrá en un momento. ¿Y él? ¿Dónde está Jos?
—También viene hacia aquí.
—No tenemos mucho tiempo, Faith. —Peter me agarraba la mano con tanta fuerza que creí que me iba a romper los dedos—. Tenemos que hablar. Tenemos que hablar de verdad, Faith. No tenemos mucho tiempo. Tenemos que…. —De pronto me soltó la mano como si le quemara.
—¡Peter, cariño! —Era Andie, que bajaba las escaleras como una arpía dispuesta a acabar con todo—. Vamos, cariñín. Quiero que me lleves a casa.
De pronto me vio junto a él y se frenó en seco. Luego me dedicó una frágil sonrisa, se dio media vuelta y se llevó a Peter.
«¡Una Butterfly con alas!», proclamaba el
Telegraph
. «¡Una Butterfly de altura!», anunciaba el Times. «¡Un Puccini perfecto!», aseguraba el
Guardian
. «¡Una Butterfly deslumbrante!», decía el Mail. Los críticos eran unánimes: la producción había sido un auténtico éxito. Jos y yo leímos una y otra vez las críticas mientras desayunábamos el sábado. «Absolutamente conmovedora… Covent Garden inundado en lágrimas… La Butterfly de Li Yuen es más que una víctima… orgullosa y digna… El Pinkerton de Mark Bell aparecía cruel, pero ponía también de manifiesto un profundo dolor… Los magníficos diseños de Jos Cartwright le colocan sin duda alguna entre los mejores. »
—¡Lo has conseguido! —dije—. ¡Eres una figura!
—Sí, ha ido bastante bien —comentó tranquilo—. Estoy… satisfecho.
—Desde luego. Tienes a todo el mundo a tus pies.
Porque Jos ha recibido una avalancha de ofertas de trabajo. Le han propuesto hacer
Otra vuelta de tuerca
en Glyndebourne,
The Rake's progress
en el Metropolitan,
Don Giovanni
en San Francisco y
Rigoletto
en Roma. Le están encargando óperas que no se estrenarán hasta dentro de tres o cuatro años.
—Voy a escoger con mucho cuidado. No quiero viajar tanto como antes. Y la razón —explicó, llevándose mis dedos a los labios— es que no quiero separarme de ti. Por eso han fracasado mis relaciones anteriores, porque me pasaba la vida viajando. Pero ahora he cambiado, Faith. Tengo treinta y siete años. Lo que de verdad me gustaría hacer —dijo con una sonrisa— es sentar la cabeza. Contigo.
—Ah.
—¿Por qué no? —Jos me acarició la mano—. Lo nuestro va en serio. ¿Y el divorcio? ¿Sigue adelante?
—Sí, que yo sepa.
—Y quiero que hagamos ese viaje a Parrot Cay —prosiguió, levantándose y cogiendo su bolsa de deportes. Se iba a jugar al squash—. ¿Tienes libre a principios de diciembre? —Yo asentí con la cabeza—. Bien, sería un buen momento para marcharnos. Y yo me voy ya, que tengo la pista reservada para las diez y media.
Fue a la cocina para recoger las llaves del coche y de pronto se detuvo.
—Qué bonita —comentó, cogiendo la tarjeta de felicitación que había comprado yo el día anterior—. ¿Para quién es?
—Para una antigua amiga del colegio. Pronto será su aniversario de boda.
—¿Mandas a tus amigos cartas de aniversario? ¡Qué detalle más tierno! Es tan típico de ti… Bueno, me voy. —Jos me dio un beso—. Hasta dentro de un par de horas.
Yo me quedé pasmada de mi propia sangre fría. Acababa de mentir como si nada. La tarjeta no era para ninguna amiga, sino para Peter, que cumplía años la siguiente semana. Volví a mirarla mientras oía alejarse el coche de Jos y pensé una vez más en lo que Peter había dicho aquella noche: «Esto es una locura… No tenemos mucho tiempo… Tenemos que hablar…». Me había mirado con tal intensidad… Pero desde entonces no había sabido nada de él. Tal vez se había dejado llevar por la emoción de la ópera. Tal vez había bebido demasiado champán. Tal vez ahora estaba mejor con Andie. Tal vez había estado trabajando demasiado. Pero todavía era mi marido y quería que supiera que el día de su cumpleaños pensaría en él. Saqué la tarjeta de su sobre de celofán y cayó un papel: Esta tarjeta está en blanco para que escriba su propio mensaje. ¿Pero qué diría mi mensaje? Feliz cumpleaños, evidentemente. ¿Y cómo tenía que firmarla? «Un beso, Faith», o «Besos, Faith», tal vez. ¿No sería mejor «Muchos besos, Faith»?, ¿«Un abrazo, Faith»?, ¿«Besos y abrazos, Faith»? No, eso era demasiado. Tal vez debería poner simplemente una F. Probé en un borrador, pero no me decidía. Igual podía añadir una posdata: «Me llevé una alegría al verte el otro día». Aunque en realidad había sido uno de los eventos más estresantes del año. Suspiré al acordarme y escribí rápidamente: «Besos de Faith y Graham». Añadí una cruz junto a mi nombre y dos marcas de las patas de Graham y luego puse: «Espero que estés bien». Muy satisfecha con aquel mensaje cariñoso pero discreto, volví a mirar la tarjeta. Era el dibujo de dos manos que casi se tocaban. No la había elegido por ninguna razón particular, simplemente fue la que más me gustó. Escribí la dirección de la oficina de Peter en el sobre y la eché al buzón. No es que tuviera prisa por mandarla ni nada de eso, pero era la hora del paseo de Graham. Mientras caminábamos por el parque de Chiswick me pregunté cómo pasaría Peter el día. Tal vez Andie le prepararía una fiesta. Tal vez celebrarían una cena íntima. O igual iban al teatro. ¿Qué le regalaría Andie? Unos gemelos de oro, seguramente. Bueno, más bien unas esposas de oro. O tal vez una correa. Le había clavado sus dientes de piraña y no pensaba soltarlo.