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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (20 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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De pronto, en un arrebato, lanzó la sopa de tomate y vio el arco rojo hundirse en la nieve como una quemadura que cicatriza. Entonces le vino a la memoria otra imagen de su padre. Su curtido rostro, de facciones muy marcadas, recibiendo la comunión con infantil expresión de temor. Lo vio rezando con el labio inferior manchado de vino sacramental, santiguándose una y otra vez. Cuando su padre abrió los ojos, éstos se posaron directamente, llenos de lágrimas, en ella.

Midas había declarado que esperaba que su padre estuviera en el infierno. Le había descrito a Ida su carácter y le había contado recuerdos de su infancia, y, por cuanto había oído, Ida había extraído la clara impresión de que el doctor Midas Crook era un hombre vengativo, veleidoso y manipulador. Se lo imaginaba como una especie de duende, y el hogar de la infancia de Midas, como una cueva sacudida por la tormenta en las montañas (parecida, quizá, a la cueva donde ella se había refugiado con su madre durante un viaje por Oriente Medio ante una tormenta de arena). De todas formas, había algo en los relatos de Midas que no cuadraba. Era raro, pero Ida tenía la impresión de que habría entendido mejor que Midas al señor Crook. Sin embargo, dudaba que ella pudiera entender a su propio padre, cuyo comportamiento era mucho menos severo que el del señor Crook.

Sin sopa con que calentarse y acusando el frío (y recordando el cálido viento de aquella tormenta de arena, que se colaba en la cueva y agitaba las puntas de su multicolor pañuelo de cabeza), inició el laborioso regreso a la casa.

Al final de una calle de casas unifamiliares pintadas de azules chillones estaba la Biblioteca Pública de Ettinsford. A diferencia de las cuidadas casas unifamiliares, las paredes de yeso de aquella pequeña biblioteca estaban viniéndose abajo. Los marcos de las ventanas, combados, parecían fabricados con maderos arrastrados por el mar. Los cristales se hallaban tiznados de hollín. La tarde estaba nublada, y las ventanas proyectaban rectángulos anaranjados sobre las mojadas aceras. Las gaviotas se peleaban, posadas en hileras en los canalones del tejado, y graznaron a Ida cuando subió penosamente los escalones de la entrada principal sujetándose al resbaladizo pasamanos y apoyando todo el peso del cuerpo en la muleta.

El olor del interior le recordó al de un aula de colegio: a tiza mezclado con desinfectantes y un deje dulzón como el chicle. Las estanterías eran cromadas, y las paredes, de tono beige y sin decorar, con excepción del rincón para niños, provisto de un montón de sacos de cuentas de poliestireno. Allí la pared se hallaba cubierta de dibujos infantiles de personajes de ficción, con ropa de colores chillones y manos exageradamente grandes en relación con el cuerpo.

Ida se acercó al bibliotecario del mostrador, un individuo que vestía camisa de color vivo y corbata con diseño llamativo, con papada rojiza y pelo rubio peinado con raya en medio. Cuando le preguntó dónde estaba la hemeroteca, el bibliotecario no respondió, sino que se limitó a alzar un brazo para señalar con gesto de aflicción y hastío.

Lo normal habría sido que no hubiera tardado mucho en revisar el pequeño archivo. Carl le había proporcionado una fecha del suicidio, asegurándole que era casi exacta. Por desgracia, los periódicos locales estaban desordenados, y el archivo se había mantenido con la misma desidia de que hacía gala el bibliotecario de la recepción. La joven no tuvo más remedio que organizar los diarios de nuevo, empezando por ordenar correctamente los ejemplares desde agosto hasta octubre. Cuando archivaba un periódico de finales de septiembre (una fecha demasiado tardía según los cálculos de Carl), reconoció una fotografía de la portada.

Era la misma imagen que Carl tenía enmarcada en su casa, sólo que la del periódico estaba reproducida a partir de lo que debían de ser las imágenes de archivo del momento. El artículo que la acompañaba solamente mencionaba al padre de Midas. Al leer el titular, que rezaba «PROFANADA LA TUMBA DEL PROFESOR QUE SE SUICIDÓ», Ida soltó el periódico y se tapó la boca. Según explicaba el artículo, unos vándalos habían excavado en la tumba y abierto el ataúd. Buscó, impaciente, en el resto de los ejemplares del mes de septiembre, y volvió a revisar los de octubre. Encontró varios artículos complementarios que informaban que la investigación no había progresado mucho. Y luego desaparecía cualquier referencia a la historia. Ida buscó en los ejemplares mezclados a partir de noviembre, pero comprendió que el asunto podría reaparecer en cualquier momento en los años posteriores al suceso. Seguramente, si pedía ayuda al bibliotecario no conseguiría nada, así que decidió llamar a Carl. Pero entonces cayó en la cuenta de que él ya debía de saber lo de la profanación de la tumba.

Carl, que no había mostrado el menor reparo en divulgar los defectos de la familia de Midas, había decidido sin embargo no hacer mención de un suceso tan impresionante como aquél.

Ida volvió a colocar los periódicos en sus estantes correspondientes y salió de la biblioteca en silencio. Sólo había una persona a quien podía interrogar sin percances sobre la historia recogida en las noticias.

* * *

El padre y homónimo de esa persona, que era a quien se refería la noticia, estaba sentado a su escritorio de roble, años atrás, con la cabeza apoyada en el arañado tablero, que olía a tinta y virutas de lápiz.

Al cabo de un buen rato se incorporó con gran esfuerzo, exhaló un suspiro y cogió una hoja en blanco de papel pautado que alisó en el escritorio. Desenroscó el capuchón de la pluma estilográfica, la colocó perpendicular a la hoja y empezó a escribir.

Solía comparar su escritura con las aguas bravas. Bastaba con que se metiera en ellas para que los rápidos lo arrastraran y lo lanzaran de aquí para allá, y su voluntad pronto quedara anulada. Cuando escribía, tenía la impresión de que las palabras salían de los músculos de sus manos, del tacto del mango de la pluma, de la trabada articulación de su codo, del roce del plumín sobre el papel y, por debajo de todo eso, de cierto impulso coordinador de sus entrañas. Pero desde luego no provenían de su mente. Y qué alivio le proporcionaba perder los propios pensamientos ampulosos y las propias ansiedades en un chorro de imágenes y símbolos. Él era, ante todo, un hombre de palabras, y sólo en segundo lugar de carne y hueso. De hecho (se masajeó las costillas del lado izquierdo, aliviando un intenso escozor mediante caricias lentas y circulares), su cuerpo nunca había estado a la altura. Las hazañas físicas no habían sido su especialidad: en las carreras de atletismo que hacían con las calles pintadas en la hierba, en el colegio, cuando organizaban competiciones deportivas, siempre quedaba de los últimos. Se había desmayado en el parto de su hijo, un hecho del que se avergonzaba: a pesar de que había combatido el desvanecimiento, había perdido, y el techo se había vuelto borroso hasta desaparecer. Al despertar con el llanto de un bebé en los oídos, al principio había creído que era él mismo quien lloraba.

Se frotó el dolorido pecho —el definitivo fracaso de su cuerpo— y escribió.

Al cabo de una hora dejó la pluma. Agitó los dedos sobre su archivador y extrajo el sobre de papel Manila donde guardaba sus radiografías.

El médico había llegado a la conclusión de que el bulto que tenía entre el diafragma y el corazón llevaba años alojado allí. También había hecho hincapié en la dificultad del diagnóstico, pues había asegurado que nunca había visto nada parecido.

Midas Crook abrió ceremoniosamente el sobre y sacó la primera radiografía, en que se veían el corazón y el brote de un centímetro de aquella cosa cristalina. Parecía una marca del papel, y a veces, poseído por una esperanza fanática, él intentaba eliminarla y demostrar que todo ese asunto sólo era una broma pesada. Demostrar que pronto se le pasaría y que volvería a tener sentimientos: emociones básicas, de las que siempre se había burlado y que ahora había perdido. Que alzaría a su hijo cogiéndolo por debajo de los brazos, y lo haría girar hasta que ambos se derrumbaran, mareados y riendo, bajo un cielo azul.

Capítulo 22

Midas tenía dieciséis años cuando su padre, dando vueltas entre las manos a un libro encuadernado en piel, le preguntó:

—¿Quieres esto?

Su hijo le contestó que sí, aunque en realidad no lo quería.

Era una noche húmeda que más tarde se convertiría en una noche odiada, rememorada una y otra vez hasta que Midas consiguió verla como si se tratara de una obra de teatro; en retrospectiva, la dramática ironía le hacía gritarle a su yo más joven que captara el sentido de todo aquello, que entendiera lo que su padre había planeado. Unas nubes grises colgaban como pétalos muertos en una telaraña. A lo lejos se divisaba la intermitencia de un faro. La brumosa luz de la luna lo cubría todo.

Su padre pasó la palma de la mano por la cubierta del libro encuadernado en piel y se lo dio a Midas.

—Es mi primer borrador. Manuscrito. Ya sé que es ridículo ponerse sentimental por una cosa así, pero... Cuídalo bien. Nunca dobles el lomo, usa siempre un punto de libro. Ya está, tuyo es. Y ahora, ayúdame a meter estas otras cosas en la barca.

Juntos levantaron una a una las cajas y las subieron por los costados de la embarcación. Las cajas contenían, sobre todo, los libros, papeles y folletos que durante años habían llenado los estantes y cubierto el suelo del estudio paterno. La limpieza llevada a cabo había dejado un despacho y un escritorio vacíos, que luego había limpiado diligentemente con lejía para eliminar las marcas de lápiz y las manchas de tinta.

—La última —anunció el padre mientras levantaban la caja más grande y la depositaban en la barca. Pesaba menos de lo que Midas esperaba, y estaba cerrada con cinta adhesiva. Le pareció que olía a queroseno.

—¿Qué hay en ésta?

Su padre desvió la mirada hacia el mar, tan sereno como el cielo. La marea había empezado a subir, y el agua se hallaba a escasos centímetros de la barca.

—¿Qué hay en esa caja grande? —repitió.

—Trastos. Nada —contestó su padre encogiéndose de hombros.

—Pero...

—Pastillas para encender el fuego, hijo.

Midas frunció el ceño: ¡si estaban en pleno verano! Supuso que aquellas pastillas eran el alijo que su padre necesitaba para el invierno.

Habían pasado el día juntos en el islote donde su padre había comprado una cabaña, y a la que se podía llegar por mar, así que esa mañana habían hecho la travesía con el primer cargamento de muebles: unos estantes, una silla y un pequeño escritorio de madera de un anticuario de Gurmton. Midas había ayudado a transformar la sencilla cabaña de madera en un estudio aislado, aunque, mientras él intentaba arreglar una de las patas de la mesa y colgar los estantes, su padre se había quedado sentado en el umbral, contemplando el canal de agua y las grietas de los acantilados.

Incluso había permanecido así, distante, mientras volvía remando a recoger las cajas de papeles y libros que completarían el estudio. No era inusual que estuviera serio, pero sí resultaba extraño verlo tan indiferente hasta el punto de olvidarse de hacer comentarios maliciosos.

—Ayúdame a empujar la barca, Midas.

Midas no pudo contenerse y lanzó otra mirada furtiva a los delgados y blancos pies de su padre. Estaba muy poco familiarizado con su cuerpo, porque su padre siempre llevaba camisas de manga larga con los puños y botones del cuello abrochados. Jamás le había visto las rodillas. El hecho de verle los dedos de los pies, delgados como los de un mono, el fino vello negro y las uñas pulcramente cortadas, le había producido una sensación de intimidad asombrosa que no lo abandonaría en mucho tiempo.

La barca estaba tan cargada de libros y papeles que casi no podían empujarla, pero cuando lograron llevarla a aguas más profundas resultó más fácil. No tardaron en encontrarse con el agua al pecho mientras el bote cabeceaba a su lado. El mar ya estaba enfriándose, porque el sol se ponía. Midas lamentó que su padre no hubiera escogido un islote cercano a un embarcadero. Era la primera vez que se adentraba tanto en el mar. La enorme extensión de agua y su peso lo aterrorizaban, pero, al mismo tiempo, el inusual aplomo paterno lo tranquilizaba. Su padre respiró hondo y se agarró al costado de la barca para darse impulso agitando los pies y subir. Cuando casi lo había logrado, se le soltó una mano y resbaló; dio un grito y cayó al agua. Al sumergirse, produjo una rociada de gotas blancas. Midas se lanzó hacia él, balanceado por las corrientes.

Su padre emergió resoplando; las gafas le habían resbalado hasta la mitad de la nariz, y tenía el bigote mojado y pegado al labio. Volvió a agarrarse al costado de la barca y se quedó un momento de pie con la cabeza apoyada en ella, chorreando agua marina.

—Ayúdame a subir, Midas.

¿Qué?

—Cógete las manos bajo el agua. Haz un estribo.

—¿Y si resbalo? Podría ahogarme.

—No te ahogarás. Aquí no cubre mucho.

Midas asintió con la cabeza, convencido, y entrelazó las manos. Su padre miró hacia abajo escudriñando el agua.

—¿Dónde las tienes? Está muy oscuro.

—Aquí, delante de mí.

Su padre levantó una pierna, y el pie asomó a través de la superficie como un pez blanco. Calculó mal la distancia, y los dedos empujaron el pecho de Midas. El corazón del joven palpitaba mientras los dedos de los pies de su padre le palpaban la caja torácica hasta encontrar sus manos. Aquel pie blanco se posó con fuerza, y lo hizo estremecerse tan violentamente de frío y emoción que Midas temió no aguantar. Entonces, salpicando, su padre cobró impulso, salió del agua y se encaramó a la barca. Al cabo de un momento lanzó al agua un trozo de alga que cayó con un palmetazo. Midas le tendió los brazos, notando cómo el agua se enfriaba minuto a minuto, y le dijo:

—Ayúdame a subir.

—No, no. La barca ya lleva demasiado peso. Dios mío, Midas, estás temblando. Vuelve a la playa. Te cogí una toalla y una muda. Las llaves del coche están en el salpicadero. Sabes encender la calefacción, ¿no?

Midas asintió.

—Pero ¡quiero ir contigo a la cabaña!

Su padre se quitó las gafas y les secó el agua con los pulgares.

—Quizá otro día. Esta noche la pasaré solo, gracias. Y ahora, vuelve a la orilla antes de que te quedes tan entumecido que no puedas moverte.

Midas se volvió a regañadientes y se encaminó a la playa. Le pareció que tardaba mucho, y cuando alcanzó la orilla, con la camisa y los pantalones adheridos a la fría piel, su padre ya se había alejado mucho remando.

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