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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (22 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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—¿Te refieres a lo de su padre?

—Sí, y a cómo afectó a su madre.

—No entiendo por qué aquello tiene que influir en cómo trata la gente a Midas —repuso ella, arrugando el ceño—. Conmigo se ha portado muy bien.

—Pero tú eres joven, Ida. No lo olvides. La gente busca patrones en su existencia, y uno de los patrones que ve en estas islas es que las familias cometen los mismos errores a lo largo de generaciones.

—Eso pasa porque esta comunidad es muy pequeña —repuso ella, resoplando y cruzándose de brazos—. La gente no tiene suficiente imaginación para ver a Midas como una persona independiente. Se limitan a ponerlo en el espacio que dejó vacante su difunto padre.

—Exactamente. Tienes toda la razón.

—Y sin embargo, no le permites entrar en tu casa. Midas me explicó que os peleasteis.

—¿No te dijo por qué?

—No.

—¿Te contó... algo?

—Sólo que te había encontrado. Y que hablasteis de su madre. Dice que la conocías.

—Yo... Bueno, yo... —Se rascó la barba—. ¿Te habló de lo que le enseñé en la ciénaga?

—No. ¿Qué le enseñaste?

—No, nada. Bueno, hacía un día muy soleado. Le mostré la luz del pantanal.

Se quedaron un momento callados. Ida sabía que había algo más, pero decidió sonsacárselo a Midas más tarde.

—Voy a preparar el té —anunció Henry; a continuación esbozó una sonrisa forzada y dejó a Ida en la mesa mientras él iba a la cocina.

Vertió agua hirviendo sobre las hojas de té, mientras se decía que de nada serviría revelar a Ida lo que yacía en el fondo de la turbia laguna. Suponía que ése había sido también el razonamiento de Midas. La pobre chica estaba allí porque él era su último recurso, y Henry no sabía cómo convencerla de que no podía ayudarla; además, era consciente de que tampoco había sabido persuadir de ello a Midas. Vio cómo las hojas de té se doblaban y expandían en el agua.

Ida entró cojeando en la cocina.

—Perdóname —se disculpó Henry—. Me parece que me has interpretado mal. No siento ninguna aversión por Midas por culpa de su padre. En realidad... se trata... de su madre. He de ser sincero contigo.

—Antes la has mencionado.

—Sí. Por favor, ten en cuenta que te lo digo en la más estricta confianza.

Henry se quedó mirando fijamente el vapor que se alzaba del cazo. Como recordaba de su primer encuentro con Ida en el verano, la joven tenía la habilidad de abrirte el caparazón y meterse bajo tus capas más sensibles.

—Estás enamorado de ella.

—Sí y no —contestó Henry Fuwa, agachando la cabeza—. Ya no, creo. —Confiaba en que su sinceridad ayudara a la chica a aceptar lo que iba a explicarle sobre el cristal.

—¿Tuviste una aventura con ella?

—No todo el mundo puede hablar... con tanta libertad como tú, Ida.

—Lo siento. Creía que querías que lo comentáramos.

—Me gustaría explicarte que... Midas me propuso una ruta para llegar hasta Evaline, pero se trataba de una especie de chantaje para que te ayudara a ti. Y yo no podía aceptar su oferta, y no sólo porque Evaline... porque Evaline ya no es la de antes, sino porque no tengo nada que ofrecerle a cambio.

—Estoy volviéndome de cristal —dijo ella en voz baja.

Henry se enjugó el sudor de la frente y dejó la tetera en la mesa con un golpe seco. Estaba tan acalorado que pensó que si bebía té se desmayaría.

—Necesito una copa —declaró, y se tapó la boca con una mano, avergonzado—. Quiero decir... que necesito beber algo. Tengo sed.

—No pasa nada. Ya soy mayorcita.

Henry hizo una especie de torpe reverencia y fue hasta un armario a buscar una botella de ginebra. Sirvió un vasito para cada uno y se olvidó del té en el cazo.

—En realidad no bebo. He hecho algunas... cosas borracho. Pero cuando estoy agobiado... tengo muy poca fuerza de voluntad.

Ida asintió.

—Su marido era un obstáculo que dos personas hipersensibles como ella y yo jamás podríamos haber superado.

—Lleva una década muerto.

—Eso ya no importa.

—Claro que importa, y mucho. Marchaos de aquí.

—¿Y abandono el ganado?

—Pues desafía la opinión de los demás. La gente de aquí ni siquiera te conoce. Tráela a vivir contigo.

—Qué egoísta soy —se excusó Fuwa, mordiéndose un labio—. Perdóname por haber sacado este tema, Ida.

—No seas tonto. Esta situación debe de ser muy triste para ti.

—Eres demasiado joven para entenderlo —aseguró él negando con la cabeza.

—No me trates como si fuera una niña.

—No, no era ésa mi intención. Lo que quiero decir es que... para Evaline y para mí ya es demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde —replicó Ida, desviando la vista hacia su vaso de ginebra, mientras su interlocutor la miraba con fijeza.

—Mira, te ha sorprendido el tono indeciso de tu propia voz —dijo él con tristeza. Dejó el vaso y se secó las palmas de las manos en los pantalones—. Gracias por tu optimismo, pero ya era demasiado tarde antes de que muriera Midas Crook. Un buen día, la Evaline que yo conocía había... desaparecido, simplemente. Si yo hubiera hecho algo más cuando ella todavía estaba con nosotros, quizá se habría quedado. Pero quién sabe dónde estará esa mujer ahora...

Se produjo un silencio, interrumpido sólo por sendos sorbos de ginebra.

—Henry, si te enseño mis pies, ¿qué me dirás? —preguntó Ida, en un susurro.

—No quiero verlos —repuso él alzando las manos—. Gracias, puedo imaginármelos perfectamente. —Ella asintió con la cabeza, y Henry añadió—: Y respecto a hablar de ellos... Ya te he dicho cuanto había que decir.

—Pero ¡no me has explicado por qué! —exclamó Ida, dejando el vaso con un golpe—. Ni cómo. Siempre he sido una persona normal, Henry. ¿Cómo demonios pasa una persona, de la noche a la mañana, de una vida corriente a una existencia como ésta, a caminar con bastón y a perder toda sensibilidad en los dedos de los pies? —Había apretado los puños, y los ojos se le salían de las órbitas—. ¿Qué he hecho para merecer esto? Sólo dime qué he hecho, dónde he pisado, con quién me he cruzado... Algo.

—¿Has venido de tan lejos sólo para hacerme esas preguntas?

—Por las reses aladas. Y por esa criatura que según me contaste puede volver blanco cualquier objeto con sólo mirarlo. Tú sabes lo que ocurre en estas islas.

—Yo no sé nada —aseguró Henry, encogiéndose de hombros con docilidad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No hay porqué. Ni cómo. Las cosas pasan, y lo único que podemos hacer nosotros es intentar convivir con ellas.

—¿Cómo se supone que voy a vivir con un cuerpo de cristal? No puedo aceptarlo.

—No importa lo que aceptes y lo que no. El cristal está ahí de todas formas.

—Crees que no tengo cura. —Ida soltó un largo bufido—. Pues mira, deberías saber que mi amigo Carl va a llevarme a Enghem Stead, a la casa de Hector Stallow. Dice que la mujer de Hector puede ayudarme. Así que ya lo ves, el mío no es un caso perdido. Carl asegura que esa mujer ya vio un caso parecido al mío hace tiempo.

—¿Por qué no preparamos esos cangrejos mientras charlamos? —preguntó Fuwa, desconfiado, y puso agua a hervir en una gran olla verde. Luego depositó el cubo de cangrejos sobre la encimera, contra el que los cangrejos tamborileaban con las patas—. Mira, Ida, después de que Midas viniera a visitarme no logré dormir. Me habría encantado poder ayudarte.

—No tienes la culpa de nada —reconoció ella, con desánimo—. No los noto, Henry, pero a veces siento los extremos muertos de mis tobillos. Si estás... Si resulta que no hay... cura ni nada, ¿qué sentiré al final?

—No lo sé.

—¿Será doloroso?

—No lo sé —respondió el hombre removiendo los cangrejos.

—Bueno, ¿y qué me propones que haga mientras tanto? Vine hasta aquí buscando una respuesta.

—Es que te parecerá una estupidez.

—Prueba.

—Sigue viviendo tu vida. No pierdas el tiempo con tonterías.

Ida sintió rabia, pero se controló.

—He tenido mis noches locas. Sé qué es ir de juerga. He hecho eso de buscar emociones fuertes. Y me parece una tontería. Creía que esas experiencias serían intensas y reveladoras, pero sólo eran imaginaciones mías. He practicado puenting. He saltado en paracaídas. Debajo de la adrenalina sólo hay el mismo sentimiento de conciencia de uno mismo de siempre.

—No me refería a saltar en paracaídas. Ni a nada de todo eso. —Henry suspiró—. Nunca he hecho esas cosas, Ida, así que sólo puedo conjeturar. Pero me he emocionado, a mi manera. Las reses aladas me atacaron en grupo. Cuando las descubrí, se abalanzaron sobre mí, y sus alas zumbaban con tanta intensidad que al principio creí que iban a levantarme del suelo. Recuerdo el olor a almizcle del rebaño mejor que la sonrisa de mi madre, pero mira... Los únicos momentos en que me he sentido vivo de verdad... es decir —se dio unas palmadas en el pecho, a la altura del diafragma—, en el corazón... han sido los que pasé con Evaline Crook.

—Últimamente... —Los cangrejos empezaron a hacer ruido en la olla al hervir el agua—. Últimamente, con Midas...

Fuwa se había olvidado de los crustáceos. Una pata se había desprendido y flotaba describiendo círculos.

—Últimamente, con Midas, he sentido... No sé qué, pero es algo... diferente...

—Exacto.

—Pero tengo que ir a ver a Emiliana Stallows —afirmó Ida poniéndose derecha—. Es mi única posibilidad.

—Te queda muy poco tiempo, Ida —le aseguró Henry, en un alarde de sinceridad que jamás había tenido y que pensó que debía a la joven—. Quizá menos del que imaginas. Depende de cuándo llegue el momento en que tu cuerpo no pueda seguir soportando lo que ya se ha convertido en cristal. ¡Podría pasar en un instante! Podrías derrumbarte, sencillamente.

—¿Cuánto es muy poco tiempo? —preguntó ella, temblando.

—Es imposible saberlo.

—¿Cuánto, Henry? Al menos dime eso.

Fuwa pensó en el hombre de cristal de la laguna y en su hipótesis de que esa transformación podía haberse acelerado en un instante y haber dejado el cuerpo como una estatua; pero como no tenía ninguna prueba definitiva de que hubiera sucedido así, no quería alarmar a la joven más de lo necesario.

—Si tienes suerte, meses. Seguramente, semanas —dijo, optando por una solución intermedia.

Ida tomó asiento en la silla de cocina de hierro que tenía detrás.

—Vaya, no me lo esperaba.

—No quiero desacreditar lo que tu amigo y Emiliana puedan haber descubierto en Enghem, pero cualquier cosa que te propongan sólo será... una falsa promesa.

Se sentaron a comer a la mesa, que Henry había cubierto con un mantel estampado de mariposas marrones. Sirvió los cangrejos, e Ida pensó que sabían a pantano.

Al final, Ida pidió un taxi para volver a Ettinsford. Henry se opuso aduciendo que tenía que acompañarla, como le había prometido, pero ella, educadamente, señaló la botella de ginebra, casi vacía.

En el trayecto de regreso, pensó que los árboles parecían ancianas con la blanca cabeza agachada. Nevaba a un ritmo perezoso, y los copos cubrían el pelaje erizado de un gato que arrastraba un mirlo por la carretera. El taxi bajó por Shale Lane y entró en el pueblo por un puente que atravesaba las aguas heladas. La gente caminaba lenta y pesadamente por las calles, con botas de agua y las capuchas y los paraguas llenos de nieve. Alguien había atado una bufanda lila al cuello a la estatua de Saint Hauda que se erigía frente a la iglesia.

El taxi la dejó delante de la casa de Midas, e Ida avanzó tan despacio por el jardín que un niño que pasaba riendo le gritó: «¡Ánimo, abuelita!», pero al verle la cara se quedó desconcertado.

Midas quería saber cómo le había ido con Henry, pero a Ida no le apetecía hablar del tema.

—Digamos que no me ha dicho nada nuevo. Quiero olvidarme del asunto un poco. ¿Podemos hacer algo? ¿Puedes llevarme a algún sitio?

Midas la llevó en coche a Toalhem Head, el paso por donde el estrecho de Ettinsford se abría al mar. En lo alto de un acantilado, cerca de un viejo faro en desuso cuya pintura el viento había arrancado sólo por un lado y sustituido por manchas blancas de sal, había un mirador. Se quedaron de pie bajo la nieve, a un metro de distancia, envueltos en bufandas y ofreciendo resistencia al viento. En las rocas del acantilado, y hasta llegar al mar, había frailecillos posados como bolos que de vez en cuando graznaban o tableteaban con el pico.

Midas había pensado que quizá Ida y él escudriñarían el agua desde lo alto y verían medusas convirtiéndose en luces vivientes; pero aquella tarde no eran ellas las que iban a la deriva. Unos icebergs del tamaño de capillas, envueltos en una fina nevada, navegaban hacia las aguas más cálidas provenientes del estrecho y se derretían dividiéndose en un centenar de pedazos blancos.

—¿Te he contado que me enteré de lo de tu padre? —preguntó Ida.

—¿Que te enteraste de qué?

—De lo que le pasó a su tumba.

Midas se quedó callado.

Ida vio cómo un iceberg se derrumbaba sobre sí mismo al entrar en contacto con las corrientes que salían por el paso. Se agrietó y disolvió como las pompas de jabón en un fregadero.

—¿No te gusta hablar de lo que sucedió? A mí me pareció una historia terrible, pero me ayudó a entenderlo mejor.

—¿Entenderlo? —dijo Midas, aunque la palabra más bien sonó a un ronco graznido.

—A él. A tu padre.

—¿Y para qué quieres entenderlo?

—Pensé que me ayudaría a entenderte a... —Se interrumpió, pero ya era demasiado tarde.

—¿Creíste que conocer su historia te ayudaría a entenderme mejor a mí? ¡Ni siquiera lo conociste, y ya crees que soy igual que él!

—No es eso, Midas. Lo que pasa es que, como lo tienes tan presente, pensé que... bueno...

Unas placas de iceberg impulsadas hacia el fondo por las corrientes reaparecieron en la superficie mar adentro. Las olas las golpeaban y sacudían. La verdad era que Ida sentía una especie de empatía por el doctor Crook. Siempre le había pasado lo mismo: siempre le habían interesado los hombres cohibidos, y siempre encontraba argumentos para justificarlos. Debía de haber alguna explicación que explicara por qué el padre de Midas había dejado a su hijo una herencia de inhibiciones.

—Lo siento —dijo.

—No pasa nada —repuso él negando con la cabeza—.

Tú me has perdonado a mí suficientes veces desde que nos conocimos...

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