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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (18 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Lo que, en realidad, significaba: «¿Puedo pasar?«. Midas se hizo a un lado. El hombre entró en el recibidor, cerrando la puerta tras de sí, colgó la chaqueta en una percha y siguió a Midas hasta la cocina.

—Te presento al doctor Maulsen, Denver. Doctor Maulsen, ésta es mi amiga Denver.

—Hola, doctor Maulsen.

—No me llames doctor —pidió Carl en voz baja—. Suena demasiado rimbombante.

Denver se encogió de hombros y siguió dibujando.

—Siéntese —propuso Midas retirando una silla de la mesa—. ¿Le apetece beber algo?

—Si vas a prepararte café, tomaré una taza.

—Muy bien. —Encendió el hervidor de agua.

Carl contempló el dibujo en que estaba trabajando la niña, un narval en las profundidades del océano, con un arnés de algas y tirando de un carruaje hecho con una caracola que Denver estaba pintando de color rosa. Dentro del carruaje iba una mujer. Carl la señaló con cuidado, para no tocar la parte ya pintada.

—¿Es una sirena? —preguntó.

La pequeña negó con la cabeza y siguió dibujando.

Carl desvió la mirada hacia las paredes cubiertas de fotografías.

—Bueno, Midas... Veo que te has convertido en todo un artista. ¿Qué pensaba tu padre de esto?

Midas sacó la tetera y las dos tazas más pequeñas que tenía.

—Él no entendía la fotografía. Sólo pensaba que una cosa era hermosa si leía acerca de ella en un libro viejo.

Carl asintió con la cabeza, dio un sorbo al café y siguió mirando las fotografías.

—Tuve el placer de trabajar con él un tiempo, en Wretchall College.

—Mire, mi padre era un gilipollas —dijo Midas, repantigándose en la silla.

—No estoy de acuerdo —replicó Carl, sorprendido—. Yo lo apreciaba mucho. ¿Me mencionó alguna vez?

—No. Lo siento. Era típico de él. Nunca hablaba de nadie, ni de lo que le pasaba. Sólo hablaba sin parar sobre arquetipos y cosas así.

—Sí, eso encaja con el hombre al que conocí —aseguró Carl, y sonrió con afecto—. Me sorprendería que hubiera hablado de mí. Pero tu padre dijo unas cuantas cosas admirables. Abrió los ojos a mucha gente.

—Tal vez.

Denver bostezó ruidosamente. El roce de su lápiz llenaba el silencio que había entre los dos hombres.

—¿Sabes que me recuerdas a tu padre? Tienes el mismo... ¿cómo te lo diría? La misma compostura. Lamenté mucho su muerte. Todo el jaleo de la barca. Fue una gran pérdida. —Midas se encogió de hombros—. ¿No sientes nada por él? —Otro encogimiento, menos pronunciado—. ¿Ni siquiera conservas una fotografía suya?

—Hay una allí, en la pared. El resto las tiré.

—Ya veo que es un tema desagradable —comentó Carl echando una ojeada a la fotografía con discreción.

Midas fijó la mirada en los cercos dejados por las tazas de café, como si éstos fueran a convertirse en vórtices por los que huir de la conversación. Debajo de la mesa, estaba clavándose las uñas en las rótulas.

—Bueno, lo único que digo es que es una lástima que lo odies de esa manera —continuó Carl recostándose en la silla—. Y es interesante que os parecierais tanto físicamente y que fuerais tan diferentes, ¿no crees? En fin, no he venido para hablar de él.

—Ha dicho que pasaba por aquí —intervino Denver.

Carl la miró de reojo; era evidente que se había olvidado de que estaba allí.

—Bueno —dijo respirando hondo—, la verdad es que he venido por otra cosa. Por Ida.

—La novia de Midas.

—¡Den!

La niña se encogió de hombros; Carl arqueó las cejas.

—¡No! —protestó Midas—. No, no, no. Sólo somos amigos. Además, acabamos de conocernos.

El hombre esbozó una sonrisita torcida, como si el comportamiento de Midas le resultara familiar. Casi parecía nostálgico.

—Ida está enferma, ¿verdad? —preguntó.

Midas asintió con la cabeza.

—Pero tú y yo vamos a ayudarla, ¿no es cierto? Me alegro de que se haya sincerado contigo.

El joven supuso que acababa de expresar el mismo tipo de desmentido avergonzado que habría expresado su padre. Pero él no estaba acostumbrado a hablar de sentimientos. Le dieron ganas de subir corriendo al piso de arriba y darse una ducha fría.

—¿Te ha contado Ida qué le pasa en los pies? —preguntó Carl.

Denver tosió, mirando fijamente a Midas tratando de transmitirle algo.

—Bueno —farfulló él—, no creo que me haya contado exactamente qué le sucede.

—¿No lo crees?

—No, no lo cree —dijo Denver, dando unos golpecitos en la mesa con el lápiz.

—¿Te ha contado Ida cómo nos conocimos? —prosiguió Carl.

—Pues... —Midas se acordaba, pero Denver le hizo una seña con el lápiz, así que no dijo nada.

—Yo era el mejor amigo de su madre. Eso me coloca en una situación interesante, dado que también fui colega de tu padre.

—En el archipiélago de Saint Hauda todo el mundo se conoce —terció la niña.

—A tu padre no lo conocía mucha gente, Midas, y yo soy la única persona que Ida conoce en Saint Hauda.

—Conoce a Midas —lo contradijo Denver—, y a mi padre, y a mí.

—Pero vosotros acabáis de conoceros. Ida y yo nos tratamos desde hace mucho tiempo. Por eso me encuentro en esta situación tan peculiar, habiendo conocido a vuestras respectivas familias.

—Midas no es como el resto de su familia. Él es... como un dios.

—Si ella supiera... ¿Verdad, Midas? —dijo Carl, sonriendo con dulzura.

Midas masculló algo.

—No puedo concentrarme —anunció la niña, enfurruñada y cerrando su cuaderno de dibujo.

—Y yo ya me he tomado el café —dijo Carl levantándose.

Lo siguieron hasta el recibidor, donde el hombre se puso la chaqueta de piel y abrió la puerta. Luego permaneció un momento en el umbral, como si admirara la nieve que caía suavemente.

—En la cocina tienes una fotografía que me ha parecido muy interesante. Unas cinco fotografías por encima de la de tu padre —dijo al fin.

—Ah, ¿sí? —Midas trató de pensar a qué imagen se refería.

—Sí. —Carl lanzó las llaves del coche al aire, las atrapó y echó a andar, despacio, hacia donde había aparcado.

Se metió en el vehículo y se alejó sin mirar atrás.

—Qué maleducado —comentó Midas.

—¡Estúpido! —le espetó Denver. Tenía los brazos enjarras y estaba muy colorada—. ¿Por qué eres tan estúpido?

—¿Qué quieres decir?

—Ha visto algo. Mientras te preguntaba. Como hacen los profesores en un examen. —Volvió a la cocina muy enfadada—. Tiene que ser la fotografía que has colgado esta mañana.

Midas corrió tras ella muy nervioso.

—Es ésa —dijo la niña señalándola en la pared de la cocina—. Pero no llego.

Se trataba de la fotografía de los pies de cristal de Ida. Estaba unas cinco fotografías por encima de la de su padre.

«Dios mío.» Pero así, fuera de contexto, sólo eran unos pies de cristal... nada más... nada que significara nada...

—Eso solamente es... —balbuceó Midas—. Es una fotografía retocada. Con los ordenadores se puede... —Arrancó la imagen y la puso boca abajo sobre la mesa, como si así pudiera cambiar algo.

Denver volvió a la puerta de entrada y la cerró empujándola con ambas manos para que no entrara el frío.

Capítulo 19

Cuando despertaba en plena noche, había un momento en que olvidaba lo que estaba pasándole a sus pies; pero ese instante nunca duraba mucho: lo estropeaban un hormigueo en las venas y la muda respuesta de los nervios muertos en cuanto trataba de doblar los dedos. Esa noche no lograba conciliar el sueño. Sabía que era una idea absurda, pero Carl, tras regresar a su propia casa, se le había antojado un entrometido, un impostor. La noche anterior, había dormido con Midas a menos de un metro de su cama y se había sentido muy cómoda; y por la mañana, mientras el aceite chisporroteaba en la sartén, había experimentado algo muy parecido a la felicidad.

Se levantó temprano, harta de estar tumbada en la cama, y se preparó unos cereales con leche que acabaron convirtiéndose en una especie de papilla. No tenía hambre. Vio caer gruesos copos contra la ventana. Un cuarto de hora más tarde oyó pasos fuera y notó que se ponía tensa. La puerta de la cocina vibró antes de abrirse de par en par, y Carl entró vestido con un abrigo gris y una gruesa bufanda. Tenía la nariz y las orejas moradas, y restos de nieve en el pelo. Ida se estremeció al notar la corriente de aire frío que penetró en la habitación antes de cerrarse la puerta.

Carl sonrió con cara de sueño y se sentó.

—¿Tú tampoco has podido dormir?

—No.

—A veces no consigo dejar de pensar lo suficiente para desconectar.

Ida trató de mostrarse comprensiva.

—Yo no puedo dormir a causa de mis pies.

—Ah. —La miró fijamente y se irguió—. Mira, Ida, estoy preocupado por ti.

Ella se encogió de hombros y removió con la cuchara los cereales deshechos.

—No hay nada que...

—Creo que conozco a una mujer que puede ayudarte.

—¿Ayudarme a qué? ¿A encontrar a Henry Fuwa?

—No. A curarte.

Ella entornó los ojos y se obligó a no mover las manos para no delatarse. Pero apenas había dormido, y le faltaba voluntad. Unos copos chocaron contra la ventana.

—Por favor, Carl... No hay nada que...

Carl dio una palmada en la mesa. Ida soltó un respingo y la cuchara vibró en el cuenco de cereales.

—No digas tonterías, Ida. Me he pasado toda la noche despierto pensando en ti. En cómo te mueves. En tus tímidos pasos. En cómo agachas la cabeza cuando crees que nadie te mira. Jamás te había visto así.

—Pero ¿qué...? ¿Qué quieres decir, Carl?

Faltaban horas para el amanecer, pero la joven tenía la impresión de que estaban a punto de desenfundar sendas pistolas. Trató de adivinar qué sabía él, qué trataba de confirmar mediante la expresión de ella. Carl respiró hondo y soltó:

—Los dedos de los pies se te han vuelto de cristal.

Ida se atragantó del susto, y notó cómo la ira crecía en su interior. Lo de sus pies había sido su secreto mejor guardado durante meses.

—¿Has estado espiándome? ¿Acaso has entrado en mi habitación por la noche?

Carl descartó esas acusaciones con un ademán.

—Me sorprende que me creas tan grosero, Ida. Ayer hablé con Midas Crook.

—¿Te lo ha contado él? —inquirió ella, apretando los puños con todas sus fuerzas.

—Sí. Y quizá sirva de algo que me lo haya revelado. Tengo una amiga que vive en Enghem. Hace unos años, se vio implicada en un... caso raro. Ayer fui a visitarla, y me prometió que hará cuanto pueda para ayudarte. Si quieres, podría llevarte a su casa.

—¿Ya se lo has contado a otra persona? —gritó Ida, golpeando la mesa con los puños.

—Ida, esta oferta es algo que deberías tomarte muy en serio —repuso él, alzando los ojos, exasperado.

—Me lo pensaré.

—Hazlo, por favor. Y no tardes. Tienes muy poco tiempo. Desde luego, no el suficiente para malgastarlo en busca de personajes excéntricos ni saliendo con chicos que se van de la lengua. El propio Midas me dijo, cuando fuí a verlo a su casa, que no estaba preparado para tener una relación.

—¿Eso te dijo?

—¡Sí! Y la verdad, Ida, es que no hace falta ser psicólogo para darse cuenta. Si tú... —Se interrumpió. Ida se había tapado la cara con las manos y había gritado. Un minuto más tarde salió cojeando de la habitación a prepararse un baño.

Carl se levantó y, ciñéndose la bufanda, salió fuera. Estaba oscuro y no se veía el bosque, pero el manto nevado sobre los campos despedía un débil resplandor azulado. Miró hacia el tejado de la casita; las tejas asomaban por debajo de la nieve y parecían marcas de mordedura. Al encenderse la luz del cuarto de baño, vio la silueta de Ida recortada contra la ventana.

Sólo le quedaba un cigarrillo en el bolsillo: lo encendió y se lo fumó con deliberada lentitud. Experimentaba una leve sensación de triunfo, pero, más allá de eso, sólo aprensión. Charles Maclaird le había ocultado que Freya tenía cáncer. Carl no sabía qué habría hecho de haberlo sabido, pero lo que sí sabía era que habría actuado en consecuencia. Y estaba decidido a hacer algo por Ida.

Cuando era pequeña, su madre le había comprado un cachorro pese a la oposición de su padre. Era un cocker spaniel muy peleón, y su madre, al ver cómo le arrugaba el morro, rompió a reír, se enamoró de él y lo bautizó
Long
John.

Long
John
crecía por partes. Primero se le alargó tanto la cola que, al menearla con fuerza, el impulso lo derribaba. Luego le crecieron las patas: corría tanto que se sorprendía hasta él, y a veces lo encontraban ladrando desde el fondo de un bache profundo o una zanja. Las orejas se le hicieron tan grandes que se convirtieron en una especie de párpados secundarios, y tenía que apartárselas continuamente de la cara.

Cuando Ida no estaba en la casa, era su padre quien paseaba a
Long
John.
Su principal objeción a la compra del cachorro había sido el gasto que implicaría, pero al poco tiempo ya leía con detenimiento las etiquetas de las latas y sólo compraba la comida para perros más nutritiva. Cuando
Long
John
se convirtió en un bicho jadeante que olfateaba el culo de sus congéneres, la madre de Ida dejó de interesarse por él, y fue su padre quien lo llevaba al veterinario si enfermaba, le compraba huesos de plástico para jugar y le hizo una cama con una nasa.

Una tarde, cuando contaba trece años, Ida sacó a pasear al perro, como había hecho cientos de veces, por el sendero costero que recorría los desmoronadizos acantilados. En el terreno, unos tajos profundos revelaban precipicios silíceos que descendían hasta donde el mar se infiltraba en la tierra. A veces, ella se tumbaba con la cabeza sobre uno de esos tajos, con el cabello colgando en el vacío, y escuchaba el mar, que susurraba su nombre.

Mientras paseaba a
Long John
aquella tarde, descubrió un tajo nuevo en el sendero. Podría haber caminado un poco hacia el interior, saltar una valla y salir al otro lado de la brecha, o tal vez haber dado media vuelta y haber telefoneado para que cerraran el sendero. Pero no hizo ninguna de esas dos cosas, sino que decidió saltar. Retrocedió un poco, tomó carrerilla y dio un salto. Hubo un instante en que percibió toda la maldad del mar, que rugía en las profundidades del precipicio. Aterrizó sana y salva al otro lado, y su risa resonó débilmente en el interior de la fisura.

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