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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (16 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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—Entonces nosotros las protegeremos —propuso Evaline sentándose en la orilla de enfrente, descalzándose y metiendo los pies en las frías aguas.

Henry la imitó. El corazón le latía desbocado de pensar que estaba dispuesta a hacer aquello con él. Ella reconoció que lo encontraba raro, pero que eso le gustaba. Así que allí sentados, en cómodo silencio, vieron cómo se abrían lentamente los blancos exoesqueletos de las ninfas, empezando por detrás de los ojos. Por las grietas de la piel iban saliendo, con esfuerzo, unas cabezas y unos tórax de color tiza que quedaban colgando de sus propios cuerpos.

—Si te concentras —explicó Henry—, las ves respirar. El aire las hincha mientras el sol las seca. Y entonces están listas para empujar y salir.

De pronto, como para demostrarlo, una de las libélulas se inclinó hacia atrás y sacó la cola y las patas del interior de la exuvia. Las alas, pegadas al cuerpo, parecían de papel arrugado. Se quedó allí colgando, mientras otras ninfas hacían lo propio en otros tallos.

Henry y Evaline, en silencio, impresionados, vieron cómo varios pares de alas se secaban y poco a poco se extendían entre los tallos, como pétalos que florecen.

Henry notaba el intenso sol quemándole la nuca. Con el rabillo del ojo miraba a Evaline, que estaba embelesada. La luz dibujaba vetas en el agua. Un tritón blanco emergió a la superficie para respirar entre los nenúfares. Evaline era hermosa, pensó Henry, más hermosa que todo aquello que la rodeaba.

De pronto, la libélula que tenían más cerca agitó las alas, que se extendieron al máximo. La luz arrancó destellos de sus rugosas facetas. Otras libélulas la imitaron. Al instante, los tallos de la planta se llenaron de escamas brillantes.

Unos minutos más tarde, la primera echó a volar. Despegó verticalmente, y luego zigzagueó alrededor de sus cabezas. Evaline dio un grito ahogado y se tapó la boca. Henry la miraba. Otras libélulas se deshicieron de sus petrificadas mudas y echaron a volar como chispas blancas.

Unos goterones de lluvia cayeron alrededor de Henry, devolviéndolo al pantanal y al presente. Cerró los ojos mientras las gruesas gotas se estrellaban contra la hierba fangosa produciendo un chapoteo. Adoraba y temía aquel recuerdo porque, pese a que había sido un momento de promesas, y la primera vez en su vida que se había enamorado, con el tiempo se había convertido en una metáfora muy apropiada, porque él no sabía qué había sido de la Evaline de aquel día. Lo único que quedaba de ella en Martyr's Pitfall era el exoesqueleto abandonado de una libélula.

Y allí estaba él, empapado de lluvia, sintiéndose culpable por no haber sido del todo sincero con el hijo de aquella mujer, como si la verdad pudiera servirle de algo a alguien.

De pronto se indignó. Arrancó del barro reseco una roca del jardín que servía de punto de reunión para unas babosas y la lanzó a un charco. Escondido debajo, entre un revoltijo de cochinillas y piojos, había un escarabajo que parecía una piedra de jade. Henry inspiró y lo pisoteó.

Pero inmediatamente se arrodilló junto al coleóptero hecho papilla, sollozando y arañándose la barba con tanto ímpetu que, cuando recobró el control, vio que tenía sangre en las uñas. Se puso en pie y se sintió monstruosamente alto.

Sus zapatos parecían los de un gigante, y sus manos, nudosas y torpes.

Nada era como debería ser por culpa de la aparición de aquel joven Crook.

—¡Está bien! —gritó en medio del tremedal—. ¡Te lo diré! —Sintió una punzada en los pulmones por haber chillado, pues hacía mucho tiempo que no alzaba la voz.

Abrazándose el torso, entró en su casa y puso a hervir agua en una cacerola. A continuación llevó la cacerola afuera, donde contra la fría atmósfera destacaba el vapor de agua. Unos gusanos de agua de lluvia congelada crujían bajo sus botas mientras avanzaba con la cacerola hacia el pantanal; el agua caliente se derramaba y caía al suelo, donde burbujeaba sobre el barro. Llegó a la laguna con forma y longitud de sarcófago; utilizó la base de la cacerola, caliente, para fundir un círculo en el hielo de la superficie, y entonces vertió toda el agua sobre las algas, sumergió la cacerola en la charca como si fuera una red de pesca y la arrastró por el fondo fangoso. El frío le entumecía los dedos. Notaba cómo el hielo se cerraba alrededor de su muñeca. Sacó la cacerola de la charca, llena de agua sucia y con un bulto duro envuelto en cieno en el fondo.

Se llevó ambas cosas a su casa y, ya dentro, vació la cacerola. Luego puso el tapón en el fregadero y abrió el grifo del agua caliente, añadiendo un largo chorro de lavavajillas. Se colocó los guantes de goma, respiró hondo y metió ambas manos en la pila en busca de la masa oculta bajo la espuma. La fregó con un cepillo hasta que la espuma desapareció y pudo sacarla, ya limpia.

El día que lo desenterró de la tumba de Midas Crook, el hedor hizo que la bilis ascendiera hasta casi hacerlo vomitar. Ahora, el corazón de hielo de Midas Crook resplandecía, multifacético como un diamante gigantesco. Durante años, en sus transparentes atrios habían vivido caracoles y en sus translúcidos ventrículos se habían acumulado los huevos de sapo. Pero volvía a estar limpio y estéril, y al verlo, Henry sintió vergüenza y horror por lo que había hecho. Lo había arrancado como un fruto maduro del pecho de Midas Crook, había ido corriendo a su casa y lo había restregado para limpiarle la película de sangre seca. Por las noches lo examinaba, y había descubierto algunos de sus secretos. El cristal se comportaba como las uñas o el pelo de las personas: seguía creciendo durante un tiempo después de la muerte, incluso en la tumba, pero más tarde el crecimiento se interrumpía, como el del resto del cuerpo. Había pensado mucho en esas cosas, en la gravedad de sus actos; a diario, desde que se lo había llevado a la ciénaga.

Había oído decir que Crook había muerto a consecuencia de un bulto en el pecho, bulto para el que los médicos no encontraban explicación. Por esa época también había descubierto, mientras pescaba cangrejos en la ciénaga, al hombre de cristal. Acuclillado junto a la laguna, mirando a través del pecho de aquel ser, había formulado una hipótesis.

Había comprado y bebido una botella de ginebra la noche en que, con una pala, retiró la capa de tierra que cubría la tumba de Crook y arrancó la madera podrida que había dentro. La luna iluminaba las flores del cementerio de la iglesia de Tinterl, de un blanco intenso incluso en plena madrugada. Henry Fuwa manejaba la pala forzando los entonces delgados músculos de sus brazos. Aquella iglesia se alzaba en un risco aislado, donde el viento barría la capa más superficial de tierra dejando el suelo arenoso como una playa. Sólo una vez temió que lo descubrieran: cuando, antes de empezar a cavar, vio acercarse un par de faros de coche; se tiró al suelo, presa del pánico, mientras los intensos haces luminosos se proyectaban contra el muro de la iglesia e inflaban las sombras de las lápidas como si fueran cortinas negras. Cuando las luces se perdieron por la carretera de Gurmton, Henry estaba empapado de un sudor frío. Sabía que debajo de él yacía un cadáver, y aunque no había tenido tiempo para comprobar detrás de qué lápida se había escondido, notaba de quién era la tumba a través del duro suelo. Se levantó de un brinco y abrió como pudo el tapón de la botella de ginebra para dar un sorbo; luego se relamió, agarró la pala y arrancó la hierba, de raíces flojas, que cubría el sepulcro.

Ahora recordaba la plancha lisa de madera que había desenterrado a la luz de las estrellas aquella noche otoñal. Al levantar la tapa del ataúd, había estado a punto de vomitar ante los restos descompuestos. En la ciénaga, la descomposición era un asunto complicado. Los gases y los fluidos que surgían del agua podían conservar un cadáver durante siglos, o quitarle la piel en pocos días, como si fuera pintura. Henry confiaba en que aquella tumba arenosa hubiera actuado lo bastante en siete años para que él pudiera abrirle el pecho a su titular. Eso era lo único que necesitaba: ver los restos de materia que pudieran quedar debajo de la caja torácica. El centro del amor.

Y comprobó que la tumba había hecho más que suficiente.

En la cocina de su casa, mientras rememoraba aquella noche, metió el corazón de cristal en una bolsa de plástico; luego lo llevó al salón y lo dejó en la mesita.

Si se le pidiera a un psiquiatra que enumerara los motivos por los que un hombre puede quitarse la vida, quizá daría un centenar de razones, pero entre ellas no estaría el objeto que había dentro de la bolsa de plástico. Henry había reflexionado mucho sobre el suicidio del doctor Crook. Había comparado el corazón de cristal con el cuerpo de cristal que le había mostrado a Midas en la laguna. Si la transformación en cristal se interrumpía poco después de la muerte, Crook había hecho trampa con su suicidio. Y eso también implicaba que el hombre de la laguna no había muerto, en cierto modo. Tras la muerte, el avance del cristal se detenía demasiado deprisa. Era imposible que el hombre de la laguna, aún con vida, se hubiera convertido en cristal a tal punto que, tras su muerte, la transformación hubiera podido completarse. Si el hombre se hubiera ahogado en aquella laguna, el proceso de cristalización se habría detenido poco después de que el agua hubiera llenado sus pulmones (unos pulmones capaces de bombear, lo bastante eficaces para ahogarlo) y la transformación no se habría completado. Si se hubiera envenenado con una baya, se habría tumbado en la orilla de la laguna y habría muerto allí, pues habría necesitado un estómago vivo, y no uno de cristal, para segregar las enzimas necesarias a fin de digerir las toxinas de la baya. Si lo hubieran asesinado (su cadáver no presentaba heridas, pero podían haberlo golpeado en la cabeza), habría tenido que conservar suficiente cráneo y cerebro, o el asesino no podría haberlo matado. Y no podía haber sido el propio cristal lo que hubiera acabado con él y transformado órgano a órgano hasta hacerle alcanzar el estado cristalino en que reposaba ahora, ya que, en el momento en que algún órgano vital se hubiera convertido en duro sílice, su cuerpo habría dejado de funcionar, y el hombre habría fallecido, de modo que el cristal no podría haberse extendido lo bastante deprisa para invadirlo por completo.

Ante eso, Henry sólo podía pensar en dos hipótesis.

Una: la víctima seguía con vida incluso después de transformarse en cristal. Por lo visto, el doctor Crook no creía en esa teoría, o no habría renunciado tan fácilmente a su propia existencia.

Dos: que la velocidad de transformación no fuera constante, como Henry había imaginado. Que pudiera aumentar de golpe y sorprender a su víctima en un repentino estallido de alteración. Parecía lógico pensar que era eso lo que temía el doctor Crook cuando preparaba su suicidio. Y que también lo había temido el hombre de la laguna, mientras contemplaba su afección, tal vez siglos atrás, hasta que de pronto empezó a convertirse, a una velocidad vertiginosa, en mineral duro y vacío, sin tiempo siquiera para asombrarse.

Hasta ese instante, Henry se había distraído haciendo conjeturas sobre aquel proceso. Pero todo había cambiado. Apenas conocía a Ida Maclaird, y sin embargo la conocía lo suficiente para no desear que padeciera la misma afección que el doctor Midas Crook y el hombre de la laguna.

Lo único que le apetecía hacer el resto de la tarde era apartar a Ida de su mente. Con ese propósito apuró la ginebra, concentrándose en verter hasta la última gota, transparente como el diamante. Pensó en Evaline, y en libélulas blancas que volaban rozando las aguas de un río, y en las exuvias que las larvas habían dejado atrás en los juncos y los tallos verdes, y en que entonces había pensado que estaba surgiendo el amor.

Capítulo 18

El centelleo nocturno tras nubes de nieve. El tejado del bosque, una dentada amenaza para el cielo. La nieve que se derrite al caer, posándose en la carretera cubierta de hojarasca para que los neumáticos la hagan papilla.

Carl Maulsen iba al volante.

Tiempo, eso era lo que le faltaba. Lo que uno necesitaba no era acumular años a la espalda, sino tener años por vivir, años que todavía pudiera almacenar. Porque cuando te hacías mayor las cosas se rompían. A Carl le habría gustado que su primer encontronazo con la muerte hubiera sido con otra persona, con cualquiera. Le parecía injusto que sus padres siguieran con vida en la lejana Arizona. El primero en morir debería haber sido alguno de ellos dos, no Freya. Debería haber muerto cualquiera menos ella, y así él habría comprendido que no disponía de todo el tiempo del mundo, que quizá no pudiera permitirse el lujo de sobrevivir a Charles Maclaird y preparar su estrategia en un futuro perfecto.

Notó un nudo en la garganta y percibió una humedad abrasadora en los párpados inferiores. Sorprendido, contuvo el llanto. Se sentía viejo y sensiblero. Quizá fuera por efecto del hechizo de la espesura. Unos cardos plateados temblaban al borde de la carretera. Los faros de su coche blanquearon los ojos de una liebre asustada.

Esa noche la vio bailando con su vestido de fiesta, el último día en la universidad; su vestido y su cabello, largo hasta la cintura, brillaban como los ojos de la liebre. Recordó la mirada que ella le dirigió desde la pista de baile, y su irónica y torcida sonrisa. Pero ir a su encuentro era convertir el recuerdo en una fantasía, pues no había ido. Tomándoselo con calma, no se le había acercado hasta más tarde, y entonces la había encontrado en brazos de otro hombre.

Volvió al principio del recuerdo y lo rectificó. Esa vez se dirigió a la pista de baile y caminó con decisión hasta ella, deslumbrado por el resplandor de su cabello bajo las parpadeantes luces de discoteca. Tomó la mano que Freya le tendía y notó cómo sus suaves dedos se entrelazaban con los suyos.

Frenó demasiado tarde. Los faros de su coche alumbraban a una cierva.

El cuerpo del animal crujió con el impacto; dejó una abolladura en el capó y apagó un faro. Luego se desplomó, mostrando la blanca panza. Maldiciendo, Carl salió del coche y examinó los daños de la carrocería. Uno de los faros estaba roto y el capó estaba abollado. Soltó una diatriba contra el cadáver de la cierva; luego abrió el maletero, la agarró y se la colgó sobre los hombros. Ya que iba a tener que pagar la reparación del coche, al menos Ida y él comerían carne de venado durante una semana.

A raíz del impacto, la cierva se había roto el cuello, pero cuando Carl la metió en el maletero vio que también se había fracturado una pata por varios sitios, y que los huesos rotos abultaban la piel, como los juguetes dentro de un calcetín en Navidad.

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