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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (6 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Capítulo 7

La joven Ida Maclaird.

Carl Maulsen sólo había pasado unos instantes con ella. Luego se había marchado del archipiélago de Saint Hauda como llevado por un vendaval. Tras cerrar con esfuerzo su repleta maleta, había saludado a Ida con un efusivo «¡Hola!» y un abrazo de oso; se había fijado en su bastón y sus botas (pero casi no había habido tiempo para comentarios: el taxi ya tocaba el claxon desde la carretera), había depositado la llave de la casita en la pequeña y suave mano de la joven, había subido al vehículo y se había marchado.

Al verla sola, durante todo ese rato lo había embargado un pánico espantoso. Él era un hombre que se enorgullecía de forjar su propio destino, y encontraba vergonzoso que los acontecimientos lo desviaran de su rumbo. Pero para hacer descarrilar a un hombre no eran necesarias tragedias ni guerras. Bastaba con un recuerdo.

El sudor perló su frente. Sentía palpitaciones, y al abrazar a Ida notó un cosquilleo de electricidad estática provocado por el roce de su cabello. Rió, maravillado por el inusitado comportamiento de su cuerpo, que en cuarenta y ocho años sólo había reaccionado de esa forma en presencia de otra mujer. Con las perneras de los pantalones pegadas al asiento del taxi, reparó por fin en que había olvidado guardar la compostura y había abrazado el cuerpo de Ida, tan liviano como el de Freya Maclaird.

Mientras el taxi circulaba bajo el follaje del bosque, Carl Maulsen contemplaba aquel entramado de ramas tratando de controlarse. El coche salió de la espesura y descendió por la ladera de una colina hacia el viejo puente de piedra que atravesaba el estrecho que separaba las islas de Gurm y Ferry. Las aguas corrían tumultuosas bajo el puente, hacia mar abierto.

La ruta del taxi serpenteaba entre las extensas lagunas de Ferry Island, de aguas semicongeladas y juncos altos y gruesos como árboles jóvenes en las orillas. El olor a gas metano de los pantanos penetraba en el coche pese a llevar cerradas las ventanillas. Carl contemplaba cómo sus puños le golpeteaban las rodillas.

Ida había crecido; se parecía muchísimo a Freya. Se preguntó si la gente, cuando aseguraba que todas las mujeres acababan pareciéndose a sus madres, se refería sólo al mimetismo o si una niña podía realmente convertirse en su madre. ¿Podía una mujer abandonar su juventud y dejársela a su hija, como un vestido usado? ¿Podía un hombre disfrutar de una segunda oportunidad con una chica gracias a eso? Dio un pisotón para detener el temblor de su pierna. Sólo había tenido ideas tan fantasiosas cuando Freya Maclaird vivía. Era un pensamiento ridículo y trató de borrarlo. Sin embargo, siguió aflorando durante todo el trayecto, mientras la carretera bordeaba la ciénaga de la costa meridional y se acercaba a la localidad de Glamsgallow, acurrucada contra sus muelles.

En el ferry pensó en Freya. En el autobús que cogió tras desembarcar en el continente pensó en Freya. En el vestíbulo del hotel, mientras esperaba la llave de su habitación, pensó en Freya.

Por la mañana se dirigió a la universidad, donde tenía que dar una conferencia. Después, los profesores que lo habían invitado lo agasajaron con una comida; luego volvieron a sus estudios y lo dejaron regresar solo a la parada de autobuses, donde tuvo que esperar, junto a una calle muy transitada, frunciendo la nariz ante el viento artificial causado por el tráfico. Vio acercarse el autobús; ya tenía pagado el viaje de regreso al puerto y el pasaje en barco a Saint Hauda. El autobús se detuvo y abrió las puertas. El conductor, que llevaba una camisa de cuello amarillento y corbata, miró a Carl desde arriba y esperó un momento antes de soltarle: «Que es para hoy. ¿Sube o no?» Carl imaginó a Ida en su casita. La sensación que lo había asaltado el día anterior —cómo al abrazarla había recordado el tiempo pasado con su madre— se había difuminado en contacto con lo prosaico del anodino hotel, las paradas de autobús, las salas de conferencias, las pruebas de micrófono, la luz verde y trémula de las salidas de emergencia... Pero no se había desvanecido, sino que seguía agazapada en su interior. Necesitaba prepararse antes de volver a ver a aquella joven.

Se apeó y las puertas del autobús se cerraron, y cuando el vehículo se puso en marcha el conductor le dirigió un gesto obsceno con el dedo.

Carl cruzó la calle. Un camión le tocó la bocina y se desvió para evitarlo. Al otro lado de la calzada, se sentó en la acera, junto a la parada de autobuses, y se dispuso a esperar el que iba hacia el sur, hacia el interior.

La idea se le había ocurrido a la hora de comer, mientras la profesora de literatura encargada de acompañarlo le soltaba una perorata sobre los románticos. Había mascullado su conformidad a aquellas opiniones mientras comía el pollo frito que había pedido. Nunca había pretendido encontrarse sermoneando a alumnos aburridos ni idolatrado por profesores excéntricos. De pie en aquella sala de conferencias, había contemplado los ojos inexpresivos de un centenar de permeables estudiantes universitarios. Su conferencia había dejado mucho que desear. No podía pensar en los clásicos. Sólo podía pensar en Freya.

Pero, cuando trataba de imaginársela, veía su lápida y sus huesos, enterrados dos metros bajo tierra. Para borrar esas imágenes, tenía que pensar en el rostro de Ida, con vida, respirando.

Llegó el autobús. Carl se abrió paso hacia el fondo y ocupó un asiento donde apenas le cabían las piernas junto a un pasajero con gabardina caqui al que su ordenador portátil tenía amargado. Aquel nombre de usuario expresaba su malestar estirando continuamente las piernas y propinando codazos.

La última vez que había escrito a Ida, se había dirigido a ella por el apellido de soltera de Freya. Ida Ingmarsson. Un abrazo, Carl. Pero en cuanto la carta cayó por la ranura del buzón de correos se percató de su error, y realizó varios intentos infructuosos para impedir que la misiva llegara a su destino. Ida no había hecho ningún comentario, por supuesto, pero aquel suceso estaba en sus miradas la siguiente vez que se vieron, casi un año más tarde. Qué premonitorio parecía, a posteriori, aquel episodio.

Carl creía que todo el amor de que era capaz había muerto mucho tiempo atrás, dejando sólo remordimiento y un corazón reseco como la cecina. Pero, al ver a Ida hecha una mujer, su corazón había vuelto a latir de nuevo. Esa imagen de su amor, todavía vivo, le resultó graciosa en un primer momento, antes de que recuperaran los formalismos de su relación. De niña, Ida lo llamaba tío. Era evidente que Carl jamás debería haberla conocido. Tampoco debería haber seguido en contacto con su madre. Como si de repente pudieras poner fin al amor porque la persona a quien quieres ha firmado unos documentos con otro tipo en una iglesia.

Fuera, se sucedían los pueblos y las urbanizaciones. Después, tierras de labranza muy trabajadas, campos cultivados y prados con vacas pintas. Llegó la noche y el tráfico se intensificó. Atravesaron una ciudad de bloques de pisos con las ventanas iluminadas y con tantos tendidos telefónicos y eléctricos y tantas antenas que los edificios parecían atrapados en una telaraña. El hombre que iba a su lado roncaba. Un hilillo de baba conectaba su boca con el nudo de su corbata.

Carl se apeó del autobús en un pueblo de arquitectura soviética. A lo lejos, las colinas y una central eléctrica proyectaban una nube protectora sobre las calles. En las esquinas había altas farolas de doble lámpara. Las vallas estaban pintarrajeadas con grafitis poco imaginativos y de colores chabacanos. Encontró un hotel pasable, que al menos se había esmerado (aunque no mucho) en poner una alfombra roja bastante cursi en la entrada y colgar arañas de luces de plástico en el vestíbulo. Un estudiante contratado temporalmente, con pajarita negra torcida, le entregó la llave de su habitación. Carl subió por la escalera hasta el cuarto piso para ejercitar las piernas, que se le habían entumecido durante el trayecto. Metió la bolsa dentro, volvió a cerrar la puerta y salió del hotel sin hacer caso a las protestas de su estómago.

Recorrió las calles que lo condujeron hasta el cementerio. Le habría gustado encontrar una floristería abierta a esas horas de la noche para poder dejar a Freya los lirios dorados que tanto le gustaban. En el cementerio, pasó al lado de un doliente que acariciaba un banco conmemorativo y encontró el camino entre las lápidas hasta el bloque de piedra blanca que llevaba grabado aquel extraño nombre, sólo a medias auténtico: Freya Maclaird.

Charles Maclaird, el muy capullo, nunca le dijo a Carl que a Freya le estaba creciendo un tumor en la parte superior de la columna. Ni siquiera le informó de su muerte. Por eso le guardaba rencor, un rencor más doloroso incluso que el que le producían sus lazos legales con Freya. Más doloroso incluso que la idea de que ambos compartieran una cama con martirizante regularidad.

En cuclillas junto a la tumba, con los puños delante de la boca, pensó en lo asombroso que era que la chica a quien había visto, la misma a la que había entregado las llaves de su casa, no guardara el menor parecido con Charles. Se parecía tanto a su madre en sus buenos tiempos que podrían haberla tomado por su hermana. Abrazarla había sido como... como lo que siempre imaginó que sería abrazar a Freya.

Si Carl hubiera sabido que Freya estaba agonizando, habría acudido a su cabecera para abrazarla, sin importarle lo que hubieran podido pensar Charles Maclaird y el resto del mundo.

Cuando por fin había visitado aquel cementerio (parecía mentira que hubieran pasado tres años), estaba tan consternado y destrozado que al despertar al día siguiente reparó en que tenía las uñas rotas y cortes y rasguños en los dedos. Se había planteado muy en serio desenterrarla. Le habían arrebatado el lugar que le correspondía en el lecho de muerte y en el funeral de Freya, y apenas podía creer que sus esperanzas se hubieran truncado. Siempre había abrigado la arrogante convicción de que algún día Charles daría un mal paso y ella volvería a él. Había abrigado la convicción, si bien erosionada por el envejecimiento de su cuerpo, de que pasarían muchas noches juntos. Su cuerpo y el de Freya, y ella gimiendo de placer con los labios entreabiertos.

La lápida estaba más limpia, mucho más limpia, tres años atrás. Sólo el miedo le había impedido entonces escarbar en la tierra recién apisonada; pero no temía las consecuencias de que lo descubrieran, sino profanarla. De modo que había regresado a su casa de Saint Hauda.

Ya no había flores en la tumba. Charles debería haberla cuidado, pero ésa era la cuestión: Charles había odiado y despreciado a su mujer. La había llamado puta, o eso le habían contado. Si Carl lo hubiera oído insultarla así, lo habría estrangulado. Por lo menos, Ida tenía sentido común. A juzgar por lo que le había contado en las cartas, veía a su padre como el paleto egoísta que era. Quizá no lo detestara tanto como Carl, pero a éste le producía satisfacción —aunque triste— saber que Ida se llevaba mejor con él que con el imbécil que la había engendrado.

Aquella chica era igual que su madre. Se inclinó y besó la tumba.

Capítulo 8

Una legión de hojas vagaba por el parque de Ettinsford, cargando contra el césped embarrado y los senderos asfaltados. Una niña que iba en un cochecito de paseo intentaba atraparlas cuando pasaban en tropel por su lado. Inclinada hacia delante, tensaba el arnés del asiento y chillaba agitando las manos. Las hojas prosiguieron su avance, dejaron atrás las orillas del estrecho, con las que lindaba el parque, y rodearon la torre del reloj. Al final se amontonaron contra un seto, detrás de un banco donde había sentada una anciana. La mujer torció el gesto cuando las hojas se le echaron encima y quedaron prendidas a su chal.

Midas miró la hora en el reloj de la torre. La puesta de sol dividía el cielo en una pared amarilla y un techo azul turquesa. Los petirrojos revoloteaban entre las ramas desnudas. En el agua, los patos escondían el pico bajo las alas. Un envoltorio de patatas fritas descolorido crujía arrastrado por el viento.

Se preguntó si Ida vendría, porque ya se retrasaba. Habían quedado para comer en un
fish and
chips,
y él había acudido a la cita directamente desde la floristería, recorriendo la serpenteante y adoquinada High Street hasta la extensión de césped del parque. Se cruzó de brazos y pateó el suelo con uno y otro pie, pues, pese a que llevaba dos jerséis y tres camisetas debajo, su burdo abrigo no lo calentaba bastante. Lo del
fish
and chips
lo preocupaba. El día anterior, al salir de la cafetería, Ida había sugerido que quedaran para comer. Midas no había estado en ningún bar ni restaurante de Ettinsford, así que, cuando ella le pidió que propusiera algún sitio, el único que recordó haber visitado fue el
fish and
chips,
seis o siete años atrás. Ella había comentado que no era precisamente lo que tenía pensado, pero se empeñó en probarlo si él lo recomendaba.

A Midas lo sorprendió que ella quisiera volver a verlo después de haberle dicho que no podía ayudarla a encontrar a Henry Fuwa. En la cafetería, cuando ella había pronunciado ese nombre, Midas había reaccionado sacudiendo la cabeza para ahuyentar el recuerdo de aquellos ramos de flores. Sin embargo, por la noche, cuando puso a hervir el agua para su bolsa de agua caliente, se sintió falso. Como si la hubiera traicionado.

Los recuerdos no eran más que fotografías impresas sobre sinapsis. Como ocurría con aquéllas, creía que estaba justificado compartir algunos con la gente y preservar otros. Con todo, al verter el agua por el cuello de la bolsa, había experimentado un desasosiego que lo estremeció y se salpicó la mano. ¿Había alguna ley, alguna autoridad que le exigiera presentar a Ida sus recuerdos de Fuwa como prueba? No había dormido bien; se incorporó en la cama, con las huesudas rodillas recogidas contra el pecho, demasiado asustado para apagar la luz.

Ese día, en el parque, se preguntó cómo podía explicarle a Ida que de hecho sí, que el nombre de Henry Fuwa le sonaba, sin que ella se enfadara por habérselo ocultado.

Un vagabundo apareció andando como un pato por el otro lado de la torre del reloj, con una bolsa de plástico llena de botellas de sidra vacías. Alguien caminaba despacio detrás ile él. Cuando el vagabundo se sentó en un banco, Midas vio que la otra persona era Ida. Pero su modo de andar era diferente: había reemplazado el bastón por una muleta de madera.

Nada más verla sonreír, Midas comprendió que no iba a estar a la altura de las circunstancias. Sin embargo, era preferible hacer frente a aquella sensación de mareo que afrontar la ira de la chica. Tragó saliva, empujando hacia dentro el sentimiento de culpa. Ida se acercó caminando por el borde del agua; llevaba el gorro blanco y el abrigo largo hasta las rodillas con que Midas la había visto las otras veces. Volvió a llamarle la atención la exagerada palidez de sus ojos y su rostro. El frío otorgaba una extraordinaria nitidez a todo, e Ida no era una excepción. Le dieron ganas de fotografiarla allí mismo.

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