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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (3 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Había algo en aquella chica, Ida, que lo había cogido desprevenido. No se trataba sólo de sus botas, de su cabello o su cara. Era algo extraño, el hecho de que la Ida real resultaba, en cierto modo, más seductora que la de la fotografía.

Tal vez pudiera solucionar ese problema utilizando una cámara analógica.

Si se le presentaba otra oportunidad de fotografiarla, seguro que así obtendría mejor resultado. Sabía que podía conseguirlo. La cámara digital estaba debilitando sus instintos. Le gustaría retratar a aquella chica en un entorno más luminoso: con focos, pantallas reflectoras y esas cosas.

Metió el filtro en la cafetera. El café se arremolinó en su interior.

Pero Ida podría convertirse en una compañía, y él evitaba las compañías. Era su propósito de Año Nuevo recurrente, de modo que era una lástima incumplirlo estando tan cerca diciembre. Además, no tenía suficientes fibras sensibles intactas que ofrecer a la gente para que tirara de ellas. Desde su ruptura con Natasha (y de eso hacía mucho tiempo), había estado solo y practicado la castidad. De vez en cuando pasaba la tarde con Denver y el padre de ésta, Gustav. Cuántas noches pasaba con su cámara por única compañía...

Ahora estaba encima de la mesa, después de haber tomado aquellas fotos tan malas. Midas había retirado la tapa del objetivo para limpiarlo. Brillaba.

Sí, le gustaba estar solo.

Capítulo 4

Seis meses atrás, Ida había visto a Henry Fuwa cruzando corriendo una calle adoquinada. Entonces no lo conocía; de hecho, no conocía a nadie en Saint Hauda. Sólo era una turista más que disfrutaba del sol veraniego. Lo único que sabía con certeza era que iba a producirse una colisión. Henry Fuwa iba tan concentrado en el joyero que llevaba que no comprobó si pasaba algún coche. Un ciclista que bajaba resoplando hacia el paseo marítimo gritó al mismo tiempo que los frenos chirriaban y las ruedas se clavaban con una sacudida en los adoquines. El impacto lo lanzó hacia delante y la bicicleta quedó tirada en la calzada, con la rueda delantera girando. Henry, sin respiración, cayó de espaldas al tiempo que el joyero saltaba por los aires dando vueltas. Henry lo buscó a tientas, pero el joyero impactó contra el suelo, la tapa se separó de las bisagras y el contenido se esparció.

Ida corrió hacia los accidentados para socorrerlos. Henry se puso sus grandes gafas y gateó hacia el joyero roto, pero el ciclista, que se había levantado gruñendo, se interpuso, lo agarró por el cuello de la camisa y le gritó: «Pero ¡¿qué coño haces?!»Con la intención de ayudar, Ida se agachó para recoger los objetos desperdigados: un pequeño nido de paja, una pieza rectangular de seda y una especie de bicho reseco que cogió entre el índice y el pulgar.

Tenía unas alas de mariposa similares a escamas de cera estampadas, unidas a un cuerpo peludo de toro que parecía resecado al sol. La cabeza, no más grande que la uña del pulgar de Ida, tenía dos cuernos diminutos y un hocico rosa formando una mueca. Una mancha blanca entre los orificios nasilles. Y el increíble detalle de una cicatriz en el labio inferior. Además, aquella extraña criatura exhalaba un leve aliento y producía un latido semejante al de un polluelo recién nacido.

Ida sacudió la cabeza y volvió en sí. Ya no notó aquel leve pulso; debía de haberlo imaginado, así como el aliento y cómo se le habían puesto los ojos en blanco. Sin duda se trataba de un juguete, una especie de adorno.

Levantó la cabeza, sobresaltada, al oír un gemido de desesperación. Henry Fuwa se había zafado del enfurecido ciclista y se precipitaba hacia ella. Le arrancó el adorno de las manos y lo sostuvo en las suyas, ahuecadas, apoyando la cabeza en el pecho. Las piernas le fallaron y se arrodilló sobre los adoquines, mientras las lágrimas resbalaban por sus gafas como gotas de lluvia por el cristal de una ventana. El ciclista se marchó, aún furioso. Henry Fuwa recogió el joyero roto y guardó dentro el adorno. Luego se acarició la barba, gimió y golpeó la calzada con los puños. Sus hombros se sacudían tanto que se apreciaba cómo se le estremecían las vértebras del encorvado cuello. Una mujer lo esquivó y apretó el paso; pero Ida, que no sabía qué otra cosa hacer, se agachó y le puso una mano en el hombro.

La calle quedó en silencio, excepto por el lejano rumor del mar, los movimientos de las gaviotas en los aleros de las casas y el gimoteo de Henry Fuwa. Era un hombre alto, incluso arrodillado. Ida calculó que rondaba la cincuentena, y reparó en que desprendía un aroma agradable, a tierra húmeda.

Ida miró hacia el final de la calle, donde sobre una puerta colgaba el letrero de un pub, The Barnacle, con el dibujo de un naufragio. Le apretó el hombro a Henry.

—Tranquilo —le dijo—. Tranquilo. ¿Por qué no se levanta? Mire, vamos allí. Lo invito a tomar algo.

—Está muerto.

Ida deslizó un brazo por debajo del suyo, lo ayudó a ponerse en pie y, como si fuera un niño, lo guió hasta el pub.

Cuando había planeado sus vacaciones de verano en esas islas —un pequeño archipiélago situado a treinta millas al noroeste del continente—, compró dos pasajes para el ferry: uno para ella y otro para su novio. Pero él la abandonó cuando sólo faltaba una semana para el viaje. Todo estaba reservado a nombre de Ida, y los partes meteorológicos pronosticaban un espléndido sol veraniego, así que no se arredró y viajó sola. Le encantaba estirar las piernas en la cama del hotel hasta tocar las dos esquinas del colchón y flexionar los dedos de los pies. De todas formas, si su ex la hubiera acompañado seguramente tampoco habrían tenido relaciones muy íntimas. El chico era hijo de una predicadora protestante y un policía. Su primera conversación, surgida precisamente de esa circunstancia, había versado sobre cómo apañártelas cuando tus padres representan no sólo la ley doméstica, sino también las leyes terrenales y las celestiales. Casualmente, el padre de Ida era predicador seglar y policía, así que comprendía muy bien a aquel chico. Su madre, por fortuna, había tenido su época rebelde, lo que contribuyó a que Ida no sufriera las inhibiciones con que tenía que lidiar su ex. Bastaba con pronunciar la palabra «sexo» para que retrajera el cuello como una tortuga escondiendo la cabeza en el caparazón. Apretaba los dientes y bajaba la mirada.

Con cierto complejo de culpa, Ida se dio cuenta de que no lo echaba de menos más que a cualquier otra compañía. Durante sus viajes solía conocer gente afín con quien charla— ha largas horas, y su vida social le gustaba. En cambio, en el archipiélago de Saint Hauda sólo encontró gente prudente y reservada, educada pero cerrada a los desconocidos. Por la ììoche, las pequeñas ciudades y los pueblos quedaban desiertos y reinaba un silencio sepulcral; pero, tan al norte, el sol no se ponía hasta muy tarde, e incluso entonces la luz persistía, así que un día de verano te daba la posibilidad de estar solo mucho tiempo.

Condujo a Henry hasta una mesa en la esquina del pub, donde había unos posavasos con restos resecos de cerveza. Lo sentó en un taburete y le preguntó qué le apetecía tomar. Él se encogió de hombros.

—Vamos —insistió Ida—. Invito yo.

—Uf... —Henry se enjugó las lágrimas con las muñecas—. Una ginebra, por favor. Ginebra sola con hielo.

—¿Cómo te llamas?

—Henry Fuwa.

—Encantada de conocerte, Henry Fuwa. Yo soy Ida Maclaird.

—Gracias por ser tan amable, Ida —dijo él, limpiándose las gafas con el viejo jersey que llevaba.

La dueña del Barnacle tenía un fofo brazo apoyado en la barra, y con el otro gesticulaba al compás de sus confusas vocales mientras soltaba una perorata a dos parroquianos. Los clientes estaban sentados a la barra en sendos taburetes; llevaban pantalones cortos y calcetines idénticos, rojos y con pequeñas anclas bordadas. De las paredes colgaban en orden cronológico fotografías del equipo de fútbol de Saint Hauda correspondientes a diversos momentos de su historia. Un grupo de caballeros color sepia, con bigote y gorra de fieltro, se metamorfoseaba lentamente, con los años, en una serie de muchachos con el pelo de punta y alguna mella en la dentadura ataviados con el uniforme azul claro del club.

En la máquina de discos sonaban solos de guitarra de los años setenta, e Ida pensó en lo increíblemente antiguas que parecían algunas canciones, atrapadas como moscas en el tarro de mermelada del pub. Un desvencijado aparato de aire acondicionado ronroneaba detrás de la barra sin lograr aliviar el bochorno estival. Dirigió la mirada hacia la mesa donde Henry Fuwa seguía inmóvil, con la cabeza entre las manos.

¿Qué habría pensado su ex de haber sabido que se dedicaba a invitar a copas a los pirados con que se topaba por la calle? A veces, Ida lamentaba no poseer esa clase de gusto defectuoso que llevaba a las chicas a sentirse atraídas por gilipollas que sólo querían una cosa. Era fácil distinguir esa variedad de bruto con cuello de toro que no tenía inconveniente en vestir la misma camiseta de fútbol todos los días de la semana. Que tenía en el ordenador un salvapantallas de una modelo glamurosa y se sobaba la entrepierna cada vez que aparecía.

Y no era que su actitud con Fuwa revistiera connotaciones románticas, pues aquel tipo debía de tener la edad de su padre. Ida bebió un largo sorbo de cerveza mientras esperaba la ginebra.

Ella no era de esa clase de chicas. Más bien la atraían (y a veces de forma incontrolable) los tipos que se hacían un lío respecto a su propio yo y su lugar en el mundo. La primera vez que había conseguido ir con su ex a un restaurante, casi tuvo que golpearlo para sacarlo del ensueño en que se había sumido, y él, al volver en sí, se puso a soltar sandeces, que Ida era una princesa y una diosa. Hasta la había llamado sirena, el muy imbécil.

Y luego la había abandonado. Era demasiado introvertido para ella, había argumentado tragando saliva entre palabra y palabra. Menudo idiota. «Una chica como tú no debería salir con un chico como yo. Me preocupa estar haciéndote perder el tiempo.» Llevó los vasos a la mesa. Henry Fuwa, que parecía más tranquilo, se frotó la nariz con la manga.

—¿Eres de aquí? —preguntó ella.

—Más o menos. Pero sí, vivo en Saint Hauda.

—¿Ese adorno lo hiciste tú? ¿Por eso estás tan triste? Debió de llevarte mucho tiempo, ¿no?

—No. Era un joyero viejo de mi madre.

—Me refería a la estatuilla. ¿La hiciste tú? —A Henry volvieron a temblarle los labios—. Era una especie de cajita de música, ¿verdad? Qué pena. Era preciosa. ¿Cómo conseguiste enganchar las alas al cuerpo del torito?

Él la miró unos instantes; luego se encogió de hombros, abatido, y dijo:

—Lo crié yo.

—¿Perdona?

—Pero se produjo una terrible desgracia. Les gusta volar hasta el agua, hasta la playa que hay cerca de donde los guardo. Siempre que se escapan, sé que irán allí. Los atrae la sal, o quizá algo de la composición del agua marina. Es que pesan muy poco. Tan poco que pueden sostenerse sobre la superficie, como esa mosca de la fruta que está flotando en tu cerveza.

Al ver el bicho, que agitaba sus seis patas en la espuma aún no disuelta de su bebida, Ida se distrajo un momento de su incredulidad.

—Pero ayer... había marea alta. Y medusas en el fondo. El toro de esa caja se posó en la superficie, lo que, como te he explicado, les encanta... —Se pasó la mano por el cabello y se quedó mirando, lívido, su ginebra, mientras Ida pescaba la mosca con un dedo, que se secó en el posavasos—. La picadura... que sufrió... —continuó—. Hay gente que nunca se recupera de una picadura de medusa, así que ¿qué esperanza puede haber para un toro con alas de palomilla? Mi último recurso era el dispensario del paseo marítimo, donde tratan a los heridos por las medusas. Tendría que haberlo explicado todo, pero...

Dio un inexperto trago de ginebra, volvió a dejar el vaso en la mesa y se pasó la lengua por los labios.

Ida todavía no había decidido si Henry mentía (¿para impresionarla?) o si sencillamente estaba loco. En la gramola sonaba una aburrida y sensiblera canción de amor. Bebió un trago de cerveza.

—Supongo que ese... toro con alas de palomilla... era el único que existía, ¿verdad?

—No. Hay sesenta y uno. Están todos en mi cobertizo. Perdón, ahora sólo hay sesenta.

—Pero es... increíble —repuso ella, percatándose de que Henry sabía que no le creía.

El volvió a encogerse de hombros tristemente.

—Comen y cagan y mueren, como cualquiera de nosotros.

—¿Y tú eres la única persona del mundo que conoce su existencia?

—Son mi secreto. —Dio otro sorbo de ginebra, más largo, y parpadeó al tragar; su expresión reflejó el descenso del alcohol por su garganta. Ida se preguntó cuánto haría que se había tomado la última copa, si no estaría simplemente borracho. Henry se inclinó sobre la mesa con una seriedad parecida a la de los vagabundos que ella había visto en las celdas policiales de su padre—. ¿Me creerías si te dijera que en el bosque vive una criatura que vuelve del blanco más puro cuanto mira?

—No, no te creería —repuso suspirando—. En absoluto.

Él se apoyó en el respaldo y se rascó la barba. Luego volvió a inclinarse hacia delante.

—¿Me creerías si te dijera que hay allí cuerpos de cristal, ocultos en las lagunas de la ciénaga?

—No. Para empezar, tú tienes el pelo negro y un cutis saludable.

—¿Qué tiene eso que ver con...? Ah, espera. No he dicho que esa criatura me haya visto a mí. —Y bebió con ojos de alucinado. Luego se llevó una mano a la frente y agitó el índice—. Me has pedido una doble...

—¿Cómo es esa criatura?

—Toda blanca, lógicamente, excepto la parte posterior de la cabeza, porque no puede vérsela.

Ida se había bebido tres dedos de cerveza en el tiempo que él había tardado en apurar la ginebra.

—¿De qué color has dicho?

—Blanca.

—¿Y la parte de atrás de la cabeza?

—Azul.

—¿En qué trabajas, Henry? —inquirió ella, sonriéndole con dulzura.

—Estoy muy ocupado con los... —Se interrumpió y de pronto pareció muy sobrio—. Ya. Me tomas por un chiflado.

—No, no, es que...

Él se levantó, hurgó en su cartera y dejó unas monedas en la mesa para pagar su ginebra.

—Invitaba yo —protestó Ida.

Él se marchó del pub. Ida se sentía frustrada; esperó un momento, dejó allí las monedas y se fue trotando tras él, pero al llegar a la calle, donde hacía un calor asfixiante, no lo vio por ninguna parte. Unas gaviotas blancas picoteaban restos de una ración de
fish and
chips
, tragándose el pescado rebozado y la bandeja de poliestireno por igual. Por un instante le pareció que la más blanca tenía los ojos níveos, pero sólo fue un efecto de la luz.

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