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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (24 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Stallows había sido un magnate de la industria y había privado a algunos isleños de sus medios de vida en nombre de la competitividad. No era de extrañar que tuviera fama de conseguir siempre lo que se proponía. Ya se había retirado, y se daba la gran vida; aseguraban que no concedía ningún valor a su riqueza. Nadie entendía el motivo por el que en una ocasión había colgado adornos de ámbar de los árboles de los bosques de Enghem, pero los lugareños sabían que aquellas tumbas de savia de antiguos insectos no pendían de las ramas de los árboles para deleitarlos a ellos. Se había producido un incidente cuando un chico de Tinterl había robado un adorno —una sola muestra entre centenares— de las ramas de un sauce. La noche siguiente, el joven despertó con fuertes picores y creyendo que se le había metido algo en el oído, porque oía un zumbido constante. Encendió la luz y llamó a gritos a su madre (tenía diecisiete años), pues las paredes y el techo, así como sus brazos y su pecho desnudos, estaban cubiertos de mosquitos. El cajón donde había escondido el adorno se hallaba abierto, y el adorno había desaparecido. O eso se decía.

Al cabo de un tiempo, el veleidoso Hector Stallows se cansó de contemplar el cálido resplandor de aquellas esferas doradas a la hora del crepúsculo, así que las cortó, embaló y vendió a un comprador de Shanghai. En su lugar adquirió cuarzo (los vecinos vieron entrar por las puertas de la finca unos camiones que transportaban bloques del tamaño de icebergs, mientras unos helicópteros supervisaban las maniobras). Decían que hizo tallar abetos de cuarzo para los jardines de su casa, Enghem Stead. Recubrieron de cuarzo las paredes del edificio, y tallaron en ellas librerías con los nombres de los autores cincelados. Sus invitados del continente comían en platos de cuarzo, sobre mesas asimismo de cuarzo.

Y un buen día, según contaban los lugareños, vieron cómo todo el cuarzo salía de la finca: Stallows se lo había vendido a un coleccionista ruso. Mientras el mineral viajaba en camiones y cruzaba el archipiélago de Saint Hauda hacia los muelles de Glamsgallow, otros vehículos más pequeños viajaban en la dirección opuesta, hacia Enghem. Pronto empezó a circular el rumor de que Hector había comprado cientos de canarios, cacatúas y ruiseñores, pero que ninguno cantaba. Todo un aviario de pájaros mudos. Quienes habían entrado en los jardines mencionaban un silencio sobre— cogedor: cientos de aves abrían y cerraban el pico sin que se oyera ni un solo trino ni gorjeo.

La carretera pasaba por debajo de una arcada de piedra, desmoronadiza y cubierta de hiedra. No había paredes, y la arcada se sostenía, sola, entre un pequeño grupo de árboles. El terreno estaba lleno de trampas para animales: en el sendero de entrada de la única casa que encontraron por el camino, Ida vio un árbol del que colgaban luces navideñas y topos muertos. Más allá, la carretera torcía hacia el interior y zigzagueaba hacia terreno más elevado; desde allí, los últimos cabos del norte de Gurm Island parecían huesos tirados al suelo por un adivino. En Enghem no había una línea costera definida que separara la tierra y el mar. Lechos de pizarra, ensenadas, pozas y riachuelos de agua salada componían el paisaje irregular de la costa. La marea subía y bajaba como un gigantesco peine gris. En algún lugar de aquel paraje estaban las cuatro bonitas casas de Enghem-on-the-Water, su destino.

A Ida la emocionaba que Midas hubiera estado dispuesto a acompañarla hasta allí. Pero ¿de verdad quería estar con ella, o jugaba a ser reportero gráfico y sólo iría con Ida hasta que se aburriera? La conversación que había mantenido con Henry, y el veredicto de éste de que sólo resistiría en ese estallo semanas o meses, y no años, habían acelerado los pensamientos de la joven. Mientras viajaban en un cómodo silencio, el cerebro de Ida trataba de decidir qué hacer con su relación con Midas Crook.

El joven conducía con cuidado por las peligrosas carreteras invernales. Un patinazo inesperado al pisar una placa de hielo podía hacer que se sumergieran en una laguna o que se estrellaran contra un saliente rocoso. Los faros del coche iluminaron el cadáver verde grisáceo de un lucio en medio de la calzada, y espantaron a un cuervo, que salió volando y graznando.

Midas le había regalado otra muleta. Ida caminaba torcida, y era evidente que necesitaba una si no quería sufrir un accidente, pero ella había bromeado proponiéndole que se la regalara por Navidad, para así retrasarlo unas semanas más. Y un buen día, él había aparecido con un paquete largo envuelto en papel crepé plateado, atado con un cordel de floristería y adornado con un ramito de jacintos en forma de estrella. Al abrirlo, Ida se encontró con un bastón de sauce, con nudos romboidales; era muy elegante, a diferencia de su otra muleta, tosca y resistente, de madera desbastada y lisa.

Miró a Midas de soslayo, con cariño. ¿Acaso algo estaba naciendo entre ellos, o sería que había malinterpretado a Midas?

El sostenía el volante con firmeza mientras conducía; sus nudillos y sus codos formaban ángulos muy marcados. A Ida le gustaba que las mangas de la camisa le quedaran cortas; llevaba los puños abrochados y ceñidos alrededor de las huesudas muñecas, dejando ver su reloj de plástico de colegial. Midas se mordía la cara interna de la mejilla. La nuez sobresalía en su cuello. Se había lavado el pelo esa mañana, por primera vez desde hacía varios días, y lo tenía erizado formando una especie de corona negra.

Se preguntó cómo reaccionaría Midas si estirase un brazo y lo tocara; seguramente se estrellarían. Sin embargo, tenía que hacer algo para desencallar la situación, no en ese momento, pero sí en cuanto se le presentara la primera oportunidad.

De pronto la carretera bordeó un terraplén arenoso y llegaron a un sendero nevado que conducía hasta Enghem-on-the-Water. Únicamente las ventanas de la más grande de las cuatro casas estaban iluminadas: se trataba de Enghem Stead. Más allá, el mar entraba y salía, y cuando se aproximaron, Ida advirtió que todos los edificios estaban construidos sobre fuertes pilotes de madera para que la marea alta pudiera pasar por debajo. Las casas también eran de madera; los listones se hallaban pintados de blanco o azul pastel, aunque se veían desconchones y las tablas verdosas de debajo. Ida sabía, porque lo había oído decir en la isla, que sólo Enghem Stead estaba habitada. Hector había comprado la aldea entera para disfrutar de intimidad.

—A pesar de todo, es un sitio... con mucho encanto —comentó.

Carl los esperaba fumándose un cigarrillo en la terraza de Enghem Stead. En cuanto hubieron aparcado, bajó los escalones, fue hasta el coche y ayudó a Ida a salir. Ella habría preferido que Midas no hubiera hecho caso a su instinto, se hubiera adelantado a Carl y la hubiera ayudado, pero le tocó seguirlos cargado con el equipaje. Desde allí se apreciaba mejor la vasta extensión de la cala, una hendidura colosal en el blanco contorno de la colina. Era como si una noche el mar hubiera embestido la isla y la hubiera azotado hasta hacer retroceder la costa varios kilómetros.

Nevaba de forma intermitente. Subieron ruidosamente los escalones de la terraza; Ida llevaba un brazo entrelazado al de Carl, y con el otro apretaba con fuerza la muleta que le había regalado Midas contra la madera húmeda. La nieve medio derretida caía a puñados de los canalones de la casa. A Ida se le soltó un extremo de la bufanda, que el viento agitó, hasta que se lo recogió y volvió a enroscárselo alrededor del cuello. Un petirrojo que estaba posado en la barandilla echó a volar. Ida pensó que, para ser un petirrojo, tenía el pecho muy marrón.

Tras un instante de espera, se abrió la puerta, por la que les llegó una corriente de aire caliente que precedía a una mujer de aspecto sofisticado.

Emiliana Stallows tenía el cabello oscuro y un bronceado bastante natural pese a ser invierno. El rímel negro, la falda de cintura baja y la blusa entallada contribuían a crear una nota refinada en la fría extensión de Enghem Cove. Era difícil calcular su edad, pero no parecía que su belleza y su glamour hubieran empezado a desvanecerse hacía mucho tiempo. Ida llegó a la conclusión de que no debía de haber alcanzado la cincuentena. La blancura de su cuero cabelludo delataba que estaba comenzando a perder pelo.

La mujer entrelazó los dedos, con uñas negras como moscardas, y sonrió con simpatía a los recién llegados.

—Tú debes de ser Ida —dijo—. Y tú, el fotógrafo, ¿me equivoco? —Pestañeó moviendo sus oscuros párpados—, tendré que cuidar mi imagen mientras estés por aquí.

Carl ayudó a Ida a entrar en un amplio recibidor encalado, con alto techo de madera y bombillas sin pantalla. De ahí pasaron a un comedor con una rústica mesa de madera en el centro. Las paredes estaban pintadas de color hueso, y los suelos de parquet se hallaban cubiertos con alfombras grises. Midas dio un respingo cuando, al pisar un tablón, se oyó un largo crujido que resonó en la habitación.

—Tranquilo, no has sido tú —dijo Emiliana riendo—. Es la casa, que cruje con el viento. Con el tiempo te acostumbras.

Ida cerró los ojos y escuchó otro largo crujido proveniente de la pared, parecido a la nota más baja de un violonchelo, y sonrió. Era un ruido apacible, acorde con una casa construida a merced del mar.

—Ya sé que Enghem Stead parece desnuda y austera —se disculpó la mujer—, pero es del gusto de Hector. Esta es la habitación en que recibo a mis invitados. Aquí estaremos más cómodos.

Sacó una llave de hierro del bolsillo de su blusa, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta, que daba a una estancia fresca que olía a delicias turcas. Amontonados sobre las alfombras había gigantescos cojines azul celeste y dorado. Los azulejos de las paredes componían complejos dibujos norteafricanos de topacio y diamantes. En la chimenea, unos troncos que parecían de hojaldre se reducían lentamente a cenizas.

Pero había algo que no funcionaba, pensó Ida. La distancia entre las paredes y la altura de los techos anulaban la atmósfera relajante que Emiliana había intentado crear. Una habitación como aquélla sólo podría haberse llenado con cánticos u oraciones.

Al poco rato estuvieron comiendo cuencos de cuscús aromatizado con hierbas, jamón de Parma y chorizo color púrpura, aceitunas, pimientos y berenjenas rellenos de queso fundido y pan tostado con aceite de oliva. A los demás les sorprendió enterarse de que Midas jamás había probado nada de todo aquello.

—¿Qué sueles comer? —preguntó Emiliana mientras él perseguía una aceituna por su plato con el tenedor.

—Palitos de pescado. Sopa de sobre —dijo el joven, que logró pinchar la aceituna y se la puso sobre la lengua.

—¿Te gusta? —preguntó Carl con la sonrisita preparada.

—Hum... —alcanzó a decir Midas, que se notaba la boca colmada por un sabor ácido, como si hubiera besado a una serpiente.

Los otros llenaron sus platos mientras él, prudente, analizaba con recelo los pimientos rellenos. Cuando se sirvió uno, unos filamentos de queso se extendieron desde la fuente hasta su plato. Olía a cabra.

Entablaron una charla, aunque en realidad hablaban los otros tres mientras Midas permanecía callado y perplejo escuchando las opiniones de Emiliana sobre cierta orquesta o las de Carl acerca de un tipo llamado Hemingway. Cuando hubieron terminado de comer, Carl posó los cubiertos con aire ceremonial y dijo:

—Creo que todos los presentes agradeceríamos que se abordara el motivo de esta visita.

—Tienes razón —convino Ida en voz baja, ruborizándose—. Estamos aquí por mí. Qué diablos, quizá lo mejor sería que me quitara las botas.

Emiliana se inclinó hacia delante entre los cojines, estirando las largas piernas ante sí.

Ida se agachó y, con dedos nerviosos, se desabrochó las hebillas y los cordones de las botas, que resbalaron suavemente, y empezó a bajarse los calcetines.

La alfombra sobre la que estaba sentada tenía un dibujo parecido al mapa de un laberinto. Sus pies se deslizaban sobre el dibujo como lupas, deformándolo y convirtiéndolo en un laberinto tridimensional. Sólo había transcurrido una semana desde que Midas le vio los pies por primera vez, pero el «. ristai había ganado terreno. Los huesos del metatarso, todavía visibles entonces, ahora se habían desvanecido en la masa Iransparente de los pies. Unos filamentos de sangre se desdibujaban, como algodón deshilachado, alrededor de sus tobillos. Los talones, que la semana anterior todavía conservaban la piel, eran un bulto duro con el interior de un blanco nebuloso. Por lo demás, los pies ya eran completamente de cristal. Al final de las pantorrillas y las espinillas se veía latir las abultadas venas, como si la sangre se apresurara a evacuar esa parte de su cuerpo en previsión de lo que se avecinaba. El vello de la parte inferior de las piernas temblaba como el de la nuca al erizarse.

Midas se percató de que aquellos pies inanimados ya no formaban parte de su amiga. De pronto, todos los sabores extraños de la cena de esa noche se agolparon en su garganta. Aquellos bloques de cristal, pese a tener una forma delicada, eran miembros amputados.

Se oyó crujir el suelo del piso de arriba.

Los otros no se habían movido ni habían hecho ruido alguno, con excepción del sonido de los labios de Emiliana al separarse. Por su cara, parecía como si hubiera oído la noticia de un dolor desgarrador. El asombro paralizó su cuerpo y dio expresión de perplejidad a sus ojos. Midas se sorprendió, porque, según Carl, la mujer había visto un caso parecido con anterioridad. Ida rompió el embrujo poniéndose de nuevo los calcetines, y entonces Emiliana, entrelazando los dedos, dijo:

—Ida, haré... cuanto esté en mi mano por ayudarte.

Carl asintió con la cabeza, como un juez sabio y anciano, y dijo:

—Ve a buscar la película de Saffron Jeuck.

—¿Estás seguro de que no prefieres esperar a mañana, Carl? —repuso Emiliana, consternada—. ¿Ir poco a poco?

—No te preocupes por mí —intervino Ida—, no hace falta. Estoy preparada.

—Es que...

Cuando Carl la miró con el ceño fruncido, la mujer alzó ambas manos y cedió:

—Como queráis. Voy a buscar las cintas.

Cuando Emiliana salió de la habitación, Ida suspiró y se l>asó una mano por el cabello. Carl la cogió pesadamente del hombro y le dio unas palmaditas mientras Midas lo observaba con resentimiento. El joven suponía que lo que iban a ver les haría tomar conciencia de lo espantosa que sería la transformación completa de Ida en cristal.

Emiliana regresó con dos enormes cintas de vídeo antiguas y, sin mirar a nadie a los ojos, introdujo la primera en el magnetoscopio conectado a un pequeño televisor.

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